INTRODUCCIÓN:
EL MISTERIO DE AKENATÓN
El 17 de noviembre de 1714, un jesuita, el padre Claude Sicard, se encuentra explorando el emplazamiento de Tunah al-Gebel, en el Medio Egipto, a más de doscientos kilómetros al sur de El Cairo. El lugar es impresionante, mágico. El cielo azul, el desierto, los cálidos colores de un otoño muy benigno crean un clima sin igual. Tunah al-Gebel es una ciudad de los muertos, un mundo de silencio y de paz profunda, donde no subsisten más que tumbas de la época grecorromana, abandonadas desde hace mucho tiempo al viento y a unas cuantas familias árabes que han instalado en ellas su domicilio.
Ante Claude Sicard se extiende una inmensidad desértica, bordeada por una colina. De pronto, algo atrae su atención, una cosa sorprendente, una especie de piedra grabada que brilla bajo el sol. El jesuita se acerca. No se había equivocado. Se trata, en efecto, de una obra del antiguo Egipto, pero una obra verdaderamente extraña. Su estética difiere mucho de todo cuanto el viajero ha visto hasta ahora. Los personajes —un rey, una reina y una princesa— tienen el cuerpo y el rostro deformados. La escena representa una ofrenda a un curioso sol, del que brotan rayos que terminan en manos.
Sin saberlo, Claude Sicard ha encontrado un testimonio esencial del reinado del faraón Akenatón y su esposa Nefertiti. Lo que tiene ante sus ojos es una de las «estelas fronterizas» que señalaban los límites de la ciudad del sol, Aketatón, la nueva capital fundada por la pareja real.
Sin embargo, la ciudad del sol divino, Atón, no se encuentra en este lugar, sino al otro lado del Nilo, en la orilla oriental, a sesenta y siete kilómetros al sur de la importante ciudad de Minieh y a cuarenta kilómetros de las tumbas de Beni Hassan, en Al-Amarna.[1]
Los emplazamientos arqueológicos del Medio Egipto, muy poco visitados y de un acceso relativamente difícil, forman parte de los paisajes más extraordinarios del mundo. Permiten percibir la realidad geográfica de Egipto, con el Nilo nutricio, sus islotes abundantes en caza, los campos cultivados y los acantilados desérticos, donde fueron excavadas las moradas de eternidad de aquellos que, tras verse justificados ante el tribunal del otro mundo, pueden recrear su mirada en la quietud del valle.
Al-Amarna no es una excepción a la regla. «Este inmenso circo de montañas redondas que se encuentran en torno al Nilo —escribe Bernand Pierre describiendo el lugar—, ese fuerte que se extiende dentro del anfiteatro, ese palmeral verde que se extiende varios kilómetros a lo largo del río, y detrás del cual se ocultan poblados construidos en adobe, todo esto compone uno de los paisajes más puros y más bellos de Egipto».
Al-Amarna se presenta como un mundo cerrado, rodeado por alturas difíciles de franquear, atravesadas por algunos uadis. El lugar se repliega sobre sí mismo, con una sola abertura: el Nilo. Abertura vital, puesto que el río es la principal vía de circulación, por la que bogan un gran número de embarcaciones, transportando hombres, animales, géneros alimenticios y materiales diversos. No lejos de allí, se encuentran las canteras de alabastro. Enfrente, la ciudad sagrada del dios Thot, Hermópolis.
Visto desde arriba, el lugar recuerda el jeroglífico que figura dos colinas entre las cuales sale el sol. Dicho jeroglífico se lee akhet, «región de luz», y forma la primera palabra que compone el nombre egipcio de la ciudad, Aketatón, «la región de luz del dios Atón». La coincidencia es demasiado manifiesta para deberse al azar. Los antiguos buscaban siempre una armonía en él. En este caso, se trataba de una ciudad entera, más aún, de una capital consagrada al culto del sol. Por lo tanto, el territorio de este último debía corresponder, simbólica y geográficamente, a la concepción religiosa de esta «región de luz» de la que proviene toda vida. El conjunto de Al-Amarna constituye un jeroglífico, una palabra de Dios, y hay que descifrarla como tal.
El visitante que se dirige hoy a Al-Amarna se expone a sufrir una cruel decepción. Espera, sin duda, tener la ocasión de admirar los templos, palacios y quintas que formaron la ilustre capital de una pareja real cuya fama traspasó los siglos y cuyo destino nos sigue pareciendo tan fascinante como misterioso.
Pero la ciudad santa de Nefertiti y Akenatón ya no existe. Ha desaparecido casi por completo. Sus escasos vestigios sólo atraen hoy la atención de los especialistas. Reinan en ellas el desierto, el silencio y la ausencia. Entre el Nilo y los acantilados, una inmensa llanura, vacía, árida, casi dolorosa.
También Nefertiti y Akenatón fueron, en cierto modo, eliminados de la historia, puesto que el faraón herético no figura en las listas reales. El descubrimiento de Sicard permaneció mucho tiempo aislado. Jean-François Champollion no identificó a Akenatón durante su célebre viaje de 1828-1829. Hubo que esperar a mediados del siglo XIX para que se formulase una hipótesis exacta, la de que el extraño monarca formó parte de la XVIII Dinastía y reinó entre Amenofis III y Horemheb.
Las excavaciones realizadas a finales del siglo XIX, tanto en Al-Amarna como en Karnak, fueron decisivas para situar a Akenatón en el lugar que le correspondía en la sucesión de los reinados y permitieron exhumar un material a partir del cual se reconstruyó su aventura. El egiptólogo inglés Petrie empezó a excavar en el emplazamiento de la antigua Aketatón en 1891.
Gracias a él, se hizo posible trazar el plano de ciertos edificios, precisar la situación de los principales barrios. De la ciudad arrasada, partían sendas en dirección a las estelas fronterizas y a las tumbas excavadas en el acantilado. En estas últimas, se encontraron escenas e inscripciones que, pese a su mediocre estado de conservación, proporcionaron informaciones esenciales. Desde aquella fecha y hasta el presente, se han sucedido numerosas campañas de excavaciones para intentar arrancar el más pequeño indicio a las devastadas ruinas.
La historia de Akenatón y Nefertiti no es fácil de escribir. No abundan los datos que pueden tenerse como seguros. La duración del reinado, diecisiete años, forma parte de esas certezas. Pero ¿qué edad tenía el rey al subir al trono? Según parece, dieciséis como mínimo y veinticuatro como máximo.
Las fechas del reinado continúan siendo objeto de controversia: de 1377 a 1360 según Redford, de 1364 a 1347 según Trigger y sus colaboradores, autores de una reciente historia social del antiguo Egipto, y de alrededor de 1353 a alrededor de 1336 para Yoyotte y Vernus en su trabajo de síntesis sobre los faraones… Y eso que me limito a citar tres hipótesis.
La cronología egipcia no es continua. Cada vez que un rey sube al trono, se comienza de nuevo por el año 1. Además, en función del fenómeno de la «corregencia», las épocas de dos reinados pueden superponerse. Antes de la Época Tardía, nos faltan puntos de referencia para fijar una cronología absoluta. Por ello, a pesar de numerosos y detallados estudios, resulta imposible situar con mayor precisión el reinado de Akenatón, que gobernó Egipto hacia mediados del siglo XIX a. de C. (más bien con anterioridad). Por ello hemos elegido para describirlo el método más egipcio, esto es, un recorrido del año 1 al año 17.
Se ha hablado tanto de Akenatón y Nefertiti que podría pensarse que su expediente científico está terminado, con unas bases bien establecidas. La realidad es muy distinta. Esta obra es mi segundo libro de síntesis sobre el tema, y me he visto obligado a modificar radicalmente un cierto número de los juicios y conclusiones que formulé hace solamente una docena de años.
¿Quiénes fueron realmente Nefertiti y Akenatón? ¿Se rebelaron contra los sacerdotes de Amón? ¿Fueron unos revolucionarios? ¿Quisieron crear una religión nueva y una nueva sociedad? ¿Inventaron el monoteísmo?
La documentación en la que me baso se compone de textos religiosos, administrativos y diplomáticos y de múltiples obras de arte, que van desde un coloso real hasta un modesto dibujo sobre un cascote de piedra calcárea. Este material, aunque fragmentario y con frecuencia enigmático, permite obtener algunos datos precisos, dignos de confianza. Sería poco honrado, sin embargo, ocultar que la manera de proceder a una reconstrucción de la vida de Nefertiti y Akenatón depende en parte de la visión personal del investigador y plantea interrogantes desde muchos puntos de vista. No olvidemos que, a diferencia de Grecia o de Roma, no hubo historiadores en el antiguo Egipto. El dato escueto, las fechas, el día del nacimiento o la muerte de los reyes no interesaban a los antiguos egipcios. Concebían la historia como una fiesta ritual, no como una sucesión de acontecimientos. El relato de las «guerras» del faraón, por ejemplo, se construye siempre, en todas las épocas, sobre el mismo modelo, ya que simbolizan la victoria del orden sobre el caos. Probablemente, algunas de ellas nunca tuvieron lugar. Sólo en los períodos más tardíos aparecen detalles concretos, más enraizados en el mundo material. No ocurre así en la época de Akenatón. Además, dado que el rey orientó su reinado hacia una reforma religiosa, los textos y las representaciones se refieren sobre todo a esta última. Lo sagrado, como sucede siempre en Egipto, es el valor primordial. Así lo comprobamos al estudiar la documentación, y no hay que olvidarlo jamás al interpretarla. Vistas las cosas desde esta perspectiva, la pareja real alcanzó perfectamente su objetivo. Precisamente, el tema sobre el que estamos más informados y que podemos describir mejor es la religión de Atón.
¿Nos está permitido esperar el descubrimiento de nuevos documentos sobre Akenatón y su tiempo? Siempre caben los milagros en egiptología. Recientemente se extrajeron de ciertos pilonos del templo de Karnak, en particular del pilono noveno, levantado por Horemheb, miles de pequeños bloques, muchos de ellos decorados y con unas dimensiones medias de cincuenta y dos por veintiséis centímetros. Los grabados que aparecen en un buen número de dichos bloques, cuya denominación científica es talatates, se refieren a los primeros años del reinado, no menos enigmáticos que los últimos. Su estudio, que está lejos de haber terminado, aportó ya algunas luces sobre la manera en que Nefertiti y Akenatón organizaron su reino. Por ejemplo, se encontraron en Karnak más de cuarenta y cinco mil pequeños bloques, que son otras tantas piezas de un rompecabezas gigantesco, del que sólo se ha logrado recomponer una parte muy pequeña, debido a que los primeros descubridores de talatates cometieron errores lamentables.
¿Aparecerán algún día las momias de Nefertiti y Akenatón, cuyo examen permitiría penetrar muchos misterios? ¿Se exhumarán textos o monumentos con inscripciones que daten de las últimas fases de sus reinados? ¿O tendremos que contentarnos con lo que el tiempo y los hombres han respetado?
Expondré en este libro los hallazgos de la investigación, pero no eludiré los numerosos problemas que se mantienen en toda su integridad. Sin duda planteará tantas preguntas como respuestas aporte. No obstante, el expediente «Nefertiti y Akenatón» es lo bastante elocuente y nutrido para soportar una visión histórica, que hará revivir, en la medida de lo posible, la epopeya de una pareja consagrada al sol divino.