2. EL PADRE DE AKENATÓN, AMENOFIS III,
Y LA CIVILIZACIÓN TEBANA
Nacimiento del hijo de un rey
El futuro Akenatón nació probablemente en el palacio de Malgatta, en la orilla oeste de Tebas. Me veo obligado a escribir «probablemente» porque ningún texto menciona el acontecimiento. Los nacimientos físicos no interesaban a los redactores de los anales. Sólo cuenta la coronación, en la medida en que constituye un acto sagrado.
No obstante, la hipótesis es en extremo verosímil, puesto que el palacio había sido construido por orden de Amenofis III para servir de residencia a la familia real. La elección del lugar es interesante: la orilla oeste, y no la orilla este, donde se alza la ciudad-templo de Karnak, en la que reina el dios Amón. El faraón parece alejarse deliberadamente del dominio de los sacerdotes de Amón, para habitar un palacio suntuoso, en la orilla en que la diosa del «Bello Occidente» acoge a las almas en su camino hacia el otro mundo.
El lugar no tenía nada de triste ni de severo. Al contrario, jardines floridos rodeaban el palacio de Malgatta, que, de acuerdo con los escasos vestigios que se conservan, deleitaban la mirada. Todo en él era lujo y encanto. La decoración, de un refinamiento extremo, cantaba las maravillas de la naturaleza. Pinturas murales y suelos ornamentados mostraban aves, peces, vegetales. Dicho de otro modo, cantaban la belleza de la obra del Creador.
Cuando nace Akenatón, no está destinado a reinar. Teóricamente, el trono está reservado a su hermano mayor. Sin embargo, el rey no tiene por qué elegir a su sucesor en el seno de su propia familia, ni siquiera entre la casta de los nobles o de los altos signatarios.
El segundo hijo de Amenofis III pasará una infancia feliz en ese palacio de ensueño, donde podrá primero contemplar, y luego comprender la manifestación terrestre del Creador, a través de la magnificencia de la naturaleza. Una infancia tranquila, ya que Amenofis III reina sobre un Egipto fabulosamente rico, que goza de un verdadero apogeo. El rey ha recogido la herencia de los poderosos monarcas que crearon el «Imperio Nuevo», en cuyo transcurso el país de los faraones se convirtió en la primera potencia del mundo mediterráneo y en el faro de la civilización. El prestigio de las «Dos Tierras», formadas por el Alto y el Bajo Egipto, es considerable. En el interior, el país disfrutaba de un equilibrio sereno, gracias al cual la creación artística recibe un extraordinario impulso. Una economía bien administrada ha hecho de Egipto un país próspero y feliz. El pensamiento religioso alcanza una profundidad extrema, inspirando la mano de los arquitectos, los pintores y los escultores, hasta hacerla parecer con frecuencia la mano de un dios. Las ceremonias sagradas revisten un fasto sin precedentes. Las recepciones de la corte están marcadas por el sello de una elegancia refinada.
Sin embargo, Amenofis III no tiene buena prensa entre ciertos egiptólogos, que le consideran como el tipo perfecto del déspota oriental, lascivo, regalón, perezoso. Ávido de los placeres más materiales, sólo pensaba, según ellos, en distraerse y pasaba la mayor parte de su tiempo comiendo u organizando suntuosas partidas de caza, de un coste muy elevado.
Esta descripción poco halagadora no se basa en elementos sólidos. Se ha descubierto, por ejemplo, que la famosa caza del león estaba investida de un carácter ritual y que el rey cazador intentaba sojuzgar las fuerzas caóticas y domeñar la bestia, es decir, el mundo de los instintos.
La corte de Amenofis III no da la impresión de estar formada por una camarilla de juerguistas, siempre sumidos en su embriaguez. Al contrario, da pruebas de una dignidad que concuerda con el país más grande del mundo y concede un lugar considerable a la teología y al simbolismo.
Hay en ella hombres de rara calidad, como el maestro de obras Amenhotep, hijo de Hapu, o los arquitectos Suti y Hor, o Beki, el director de los graneros, que son pensadores excepcionales. Las estelas y las estatuas han conservado el testimonio de su experiencia espiritual, de una intensidad notable. A la floración de los textos sagrados, se añade un deslumbrador programa arquitectónico, que hace del reinado de Amenofis III uno de los instantes más luminosos de la aventura humana. Piénsese, por ejemplo, en el tercer pilono de Karnak, en el palacio sur de Medinat Habu, en el templo de Soleb en el Sudán, en el templo de regeneración de la orilla oeste (del que sólo subsisten los colosos de Memnon) y, por último, en una de las maravillas más perfectas del arte egipcio, el templo de Luxor.
En todas partes, la misma claridad de la piedra, la misma pureza de la forma. En todas partes, una fuerza sutil que ha dejado de ser esclava del tiempo. La armonía de este arte refleja la de un reino cuya serenidad continúa resplandeciendo en sus obras.
La política exterior de Amenofis III
La civilización del Nuevo Imperio descansa en gran parte sobre la actitud de los faraones con respecto al mundo exterior y a los principales países vecinos, algunos de los cuales suponen amenazas en potencia.
Tebas se ha convertido en el símbolo del poderío y la independencia de Egipto. De Tebas parte el movimiento de liberación que inspira a los ejércitos egipcios el deseo de expulsar al invasor hicso. Pero la obsesión de una invasión por el norte perdura. Reyes como Tutmés III y Amenofis II organizan campañas y desfiles militares, incluso en Asia, para demostrar a los posibles promotores de disturbios que el ejército egipcio está perfectamente organizado y no tolerará ninguna tentativa de agresión.
El Egipto de Amenofis III es un estado soberano, dotado de unas fuerzas armadas tan importantes que ningún país, ni siquiera los gobernados por «grandes reyes», como el de Babilonia o el de Mitanni, se atreverían a atacarlo. La doctrina del «ministerio» egipcio de asuntos exteriores no ha variado desde comienzos del Nuevo Imperio: el asiático es el agresor; Egipto no hará más que defenderse. Su territorio forma un santuario confinado en sus fronteras, las franjas del Delta al norte, la primera catarata al sur. Para proteger mejor el país, se han creado zonas tampones, situadas bajo protectorado egipcio. Al sur, se extiende Nubia, verdadera provincia, controlada por el faraón con mano de hierro. Al noreste, hay un mosaico de pequeños reinos, mucho más difíciles de mantener bajo tutela. También de allí puede venir el peligro.
Los textos religiosos indican que el dios Amón permite al faraón reinar sobre los países extranjeros. Están teológicamente sometidos a Egipto. Si sus habitantes se rebelasen, quebrantarían la ley y se convertirían en la «abominación de la luz divina».
Hacia 1380 a. de C., Egipto posee un Imperio que se extiende desde las costas sirias hasta el Oronte y desde Nubia hasta la tercera catarata. Las buenas relaciones con Mitanni y Babilonia se mantienen.
En su correspondencia con el rey de Babilonia, Dusratta, Amenofis III no emplea el egipcio, sino la lengua babilónica. Se trata a la vez de una forma de cortesía muy refinada y de una práctica mágica. Las palabras de los dioses, los jeroglíficos, están reservados al uso «interior» de los egipcios y no deben ser empleadas en una correspondencia diplomática de carácter profano.
Amenofis III maniobra con destreza para no ofender la susceptibilidad de sus interlocutores. Por ejemplo, durante los preparativos para el matrimonio de su hija con el rey de Babilonia, aplica los principios del derecho babilónico, y no los del derecho egipcio.
No considera la violencia y la represión como un buen medio para mantener la paz en sus Estados. Prefiere ejercer una vigilancia discreta, dejando a los pueblos en libertad para practicar su religión y sus costumbres.
Retengamos un hecho capital: la manera en que Amenofis III lleva su política exterior conduce a numerosos contactos religiosos y sociales entre Egipto y las comarcas vecinas. Se da un verdadero «intercambio de dioses», un encuentro, a veces fraternal, entre ideologías más o menos complementarias. Las razas y las creencias aprenden a vivir sin enfrentarse.
Egipto se abre al mundo, y el mundo se abre a Egipto. Este clima tan particular no será ajeno al nacimiento de la religión atoniana.
A pesar de los brillantes éxitos que jalonan su reinado, Amenofis 111 chocó con un problema delicado: el progresivo aumento de la potencia militar de los hititas. El rey Subbiluliuma se hace cargo en 1370 de los destinos del pueblo hitita. Desde el principio se apresura a reforzar sus ejércitos, y la rigidez de su carácter no le inclina precisamente a una entente cordial.
Subbiluliuma tiene espíritu de conquistador. Ha concebido grandes ambiciones para su país y quiere crear una nación fuerte, capaz de desarrollar una política de conquista territorial. ¿Por qué los hititas no han de romper el equilibrio del mundo en provecho propio?
Su rey espera apenas para asestar un gran golpe. Seguro de sus fuerzas, provoca abiertamente al faraón invadiendo el país de Mitanni, aliado tradicional de Egipto.
Lo lógico hubiera sido esperar una reacción violenta e inmediata por parte de éste. Sin embargo, Amenofis no interviene de modo directo. Rechaza el comienzo de una era de conflictos sangrientos y prefiere firmar un pacto de no-agresión con los hititas. Ese contrato moral precisa que, a partir de ahora, ambos pueblos respetarán las fronteras establecidas y que no se procederá a otras operaciones militares.
Los aliados de Egipto no salen de su estupor. No alcanzan a comprender por qué las poderosas fuerzas egipcias no han aplastado en su embrión el peligro hitita. Los príncipes sirios permanecen fieles a Amenofis III, pero el rey de Babilonia, sintiéndose inquieto, prefiere acercarse a Subbiluliuma. Tal vez su pueblo sea el que reine mañana sobre el mundo.
Indecisos, algunos de los notables locales empiezan a practicar un doble juego: mientras afirman su fidelidad inquebrantable a Egipto, no se oponen a las intrigas hititas.
Un hombre conserva la lucidez en medio de una situación que empieza a degradarse y a volverse confusa: Ribbadi de Biblos. Profundamente apegado al pensamiento y a la civilización egipcios, denuncia los tejemanejes de los hititas, que, evitando el enfrentamiento directo, prefieren comprar conciencias, infiltrar informadores, acordar alianzas secretas y atizar la discordia.
Debidamente advertido, Amenofis III no erradica esta situación. Sin duda está convencido de que los hititas no se atreverán a sobrepasar ciertos límites y que sus ardores guerreros, pronto apagados por el prestigio de Egipto, se limitarán a unas cuantas acciones sin trascendencia.
Todos estos acontecimientos afectan de cerca al joven Akenatón. Vive su génesis y asiste a las lentas modificaciones de la situación diplomática de su país. Simple observador, no sabe todavía que esas circunstancias exteriores a Egipto ejercerán una gran influencia sobre su destino.
Amenofis III no se enfrenta únicamente con problemas diplomáticos. Existe también en el interior de Egipto una fuente de conflictos.
En efecto, en el centro de la civilización de Amenofis III, se alza la inmensa y opulenta ciudad de Tebas. Prodigiosamente rica, administra con provecho los tributos de guerra traídos del extranjero por los reyes conquistadores que precedieron al faraón actual.
Tebas, gran centro religioso, ornamentada con templos magníficos, no se contenta con orientar la vida espiritual de Egipto. Rige también su vida económica. Ciudad cosmopolita, acoge a mercaderes y comerciantes extranjeros, favorece los intercambios comerciales y, día tras día, contribuye a la expansión material de la «Dos Tierras». Menfis y Heliópolis, las antiguas capitales que conservan todavía un cierto renombre desde el punto de vista religioso, se desdibujan detrás de Tebas la Magnífica, que, uno tras otro, los faraones de la XVIII Dinastía no han dejado de embellecer.
Con la fortuna, nace el deseo de poder. Un problema latente cobra poco a poco proporciones inquietantes. Tebas es la ciudad santa del dios Amón, «El Oculto». Divinidad secundaria durante el Antiguo Imperio y el Imperio Medio, Amón se ha convertido durante el Imperio Nuevo en el dios nacional. Su gran sacerdote, encargado de cumplir su voluntad, reina sobre una casta eclesiástica muy jerarquizada, en la que se incluye un clero dirigente, formado por los «Padres Divinos» y los «Profetas de Amón».
Estos signatarios disponen de bienes propios y de riquezas considerables, constituidas por tierras, materias primas de todo tipo, rebaños, etc. Su fortuna la administra un personal importante, entre el que figuran escribas, obreros y campesinos.
Cuando el faraón nombra al gran sacerdote, pronuncia estas palabras:
Eres gran sacerdote de Amón.
Sus tesoros y sus guerreros quedan colocados bajo tu sello.
Eres el jefe de su templo.
Durante el reinado de Tutmés I (1530-1520), los sacerdotes de Amón parecen ocuparse únicamente de las cuestiones religiosas. El rey, cuyas órdenes no se discuten, conserva la exclusiva de la política estatal. Ostenta el poder administrativo y sólo confía en sus colaboradores más íntimos. De hecho, no existe ningún punto de divergencia entre el rey y el gran sacerdote de Amón.
Pero al clero tebano no le agrada en absoluto el verse obligado a permanecer en la sombra. Su influencia va en aumento, hasta que consigue salir de su reserva gracias a un verdadero golpe de estado. En efecto, sirviéndose del oráculo del dios en provecho propio, nombra un nuevo rey. Durante una ceremonia celebrada en Karnak, la estatua de Amón se inclina ante un joven, que asciende así al trono con el nombre de Tutmés III.
Las repercusiones del acontecimiento son considerables. Esta vez, el clero de Amón adquiere una verdadera importancia política. Los sacerdotes se evaden del estricto campo religioso, decididos a intervenir de manera directa en la marcha de los asuntos del país.
El gran sacerdote Hapuseneb incremento más aún el impacto temporal del clero tebano. Director de los trabajos, piensa que le corresponde dirigir el conjunto de los cuerpos eclesiásticos de Egipto. Jefe de todos los templos, controla la vida interior del reino y vela para que la ideología tebana se mantenga ampliamente extendida.
Hapuseneb se comporta como un verdadero monarca. Considerando que el rey Tutmés III no le manifiesta la sumisión suficiente, le aparta del trono. En su lugar, nombra a una reina faraón, la célebre Hatshepsut, que no cesará de demostrar a su protector respeto y confianza.
Hacer y deshacer reyes… El clero de Amón participa en el gobierno de Egipto por intermedio de su gran sacerdote.
No obstante, Tutmés III consigue reconquistar el trono. Sería de esperar una reacción violenta por parte del joven soberano, privado durante algún tiempo del poder, pero eso supondría razonar en términos de política contemporánea. El rey no tiene por qué compartir su función con el gran sacerdote, ni siquiera por qué consultarle. El faraón nombra a ese alto dignatario, lo mismo que a todos los demás. Por lo tanto, le basta con colocar a la cabeza del clero tebano a uno de sus amigos, Menkheperreseneb.
Tutmés III es un conductor de hombres genial. Sabe elegir a sus colaboradores. Lleva una política exterior espectacular. Sale con frecuencia al extranjero y somete numerosos territorios a la obediencia egipcia. De sus expediciones, se trae riquezas, que confía al gran sacerdote de Amón para su administración.
De esta forma, el propio faraón asegura plenamente la dirección del Estado, mientras que se acrecienta el esplendor y la fortuna de Tebas y sus sacerdotes.
Hacia 1445, es Meri quien se convierte en gran sacerdote. Sus funciones se equiparan a las de un verdadero jefe de empresa. Completamente absorto en las tareas administrativas, Meri es el director de la «Doble Casa del Oro», director de la «Doble Casa de la Plata», director de los campos, director de los graneros de Amón, director de los rebaños de Amón. Primer funcionario del Imperio, Meri es en realidad un administrador.
A la muerte de Meri, Tutmés IV (1425-1408) nombra como gran sacerdote a un hombre elegido por él, Amenemhet. De unos sesenta años, es hijo de un maestro artesano, encargado de la fabricación de las sandalias en el templo de Atón.
Tras una larga carrera, consagrado al servicio de su dios, el nuevo gran sacerdote no alberga apenas ambiciones personales. Se dedica a la teología y a la práctica del culto. Para él, el faraón es el jefe supremo del Imperio, de acuerdo con las normas de Egipto. El gran sacerdote de Amón debe plegarse a sus directrices.
Al comienzo de su reinado, Amenofis III conserva su autoridad sobre el conjunto de los cultos y los cleros. El de Tebas no es una excepción a la regla, pese a seguir siendo el más importante de Egipto.
Una estela nos informa de que el gran sacerdote Ptahmose ha sido «nombrado por el Amo del Doble País [el faraón] para ejecutar los designios de Egipto» y que es «Director de todos los trabajos del rey». ¿Cuál es la realidad cotidiana que se oculta detrás de estas frases? ¿Puede el gran sacerdote de Amón tomar decisiones por su propia cuenta u oponerse al poder real?
En la época de Amenofis III, de ningún modo. El monarca dispone de medios para forzarle a la obediencia. Sin embargo, mucho más avanzada la historia egipcia, un gran sacerdote de Amón, cediendo al extremo de la tentación política, se hará coronar rey en Tebas.
En el periodo que nos ocupa, la dirección de los asuntos del país permanece exclusivamente en manos del rey. Sería excesivo afirmar que el clero de Amón constituye un Estado dentro del Estado. Pero no se puede negar que algunos sacerdotes se sienten atraídos por el poder temporal y que la preeminencia de su señor Amón, reconocido como dios del Imperio, les concede un estatuto privilegiado.
¿Existieron conflictos declarados entre el faraón y el clero tebano? Ningún texto se hace eco de ellos. No olvidemos que el rey de Egipto es un rey-dios. La salvaguardia del país depende de su persona, simbólica y metafísica. El clero de Amón, como los demás cuerpos estatales, le está sometido teológico y realmente. Sólo la debilidad de un monarca puede modificar esta realidad y dejar libre curso a las ambiciones individuales.