Capítulo 2
A la mañana siguiente, Clark había terminado de empacar todos sus efectos personales. Por suerte su tío pagó tanto una empresa de transportes que se encargaría del resto de la mudanza, como de la conservación de estas en un almacén durante dos meses. Eso le daría tiempo suficiente para encontrar un apartamento en alquiler.
Cogió la maleta y una pequeña mochila. El taxi que había llamado, tocó el claxon, había llegado el momento de marcharse. Cerró la puerta no sin antes echar una última y nostálgica mirada al interior.
El taxista agarró su equipaje y lo introdujo en el maletero. Clark no podía evitar mirar de nuevo la casa, demasiados recuerdos, demasiadas vivencias. Abrió la puerta del taxi y se sentó atrás, con aire apesadumbrado.
—Al aeropuerto. Ordenó Clark.
—¡Ahora mismo señor!
El trayecto hacia el aeropuerto fue bastante rápido, a las nueve de la mañana de un domingo no había mucho tráfico, por lo que la mayoría de las carreteras por las que pasaron estaban desiertas. Cuando llegó a su destino, pagó al taxista y miró la hora.
—¡Mierda! —gritó.
Si no corría se arriesgaba a perder el avión. Los pasillos se sucedían uno tras otro, corriendo entre la gente. Cuando llegó a la cola de facturación de equipajes, facturó la maleta y voló hacia la puerta de embarque, donde una azafata le sonreía, a la vez que con las manos le instaba a darse prisa. Tras él cerraron el acceso.
Entrar en el avión no le resultó muy agradable, tenía miedo a las alturas. Otra azafata le pidió el pasaje, que para su sorpresa era en primera clase. Vestido con unos vaqueros y un polo gris, se sentía fuera de lugar. De haber sabido que viajaría en primera, se habría puesto un traje o al menos algo más decente.
La azafata le acompañó hasta su asiento. En primera clase solo había una fila de asientos a cada lado del pasillo, el espacio era abrumador. Guardó la pequeña mochila en el compartimento de equipajes y se sentó. La luz de abrocharse el cinturón, se encendió. Clark se puso nervioso, por más que tiraba no conseguía abrocharse el cinturón, estaba atorado. Estar dentro de un avión le producía cierta claustrofobia y cualquier pequeño problema se convertía en una catástrofe para él. Fue entonces cuando unas manos muy suaves, rozaron las suyas. En un primer momento, pensó que se trataba de una azafata. Pero cuando levantó la mirada, tenía ante él a una mujer rubia, de ojos verdes y un físico que le hizo tragar saliva. La mujer pulsó un botón en el asiento y el cinturón se liberó, lo que permitió abrocharlo.
Ella le sonrió.
Él apenas si consiguió articular un estúpido, gracias, con una voz temblorosa. Después en frío se sintió como un memo, por no haber sido más locuaz.
En el respaldo del asiento delantero había instalada una televisión led táctil, que cobró vida por sí sola. Un icono se iluminó avisándole de que debía conectar los auriculares, que para variar tampoco sabía dónde estaban. Rebuscó en un compartimento del asiento y para su sorpresa, los encontró. Rápidamente los conectó. Un mensaje de bienvenida de la compañía y un vídeo con las instrucciones típicas de los vuelos, chaleco salvavidas, salidas de emergencia y otras normas de seguridad de la compañía.
—Tanto correr para esto.
En la pantalla pulsó en menú. Opciones de usuario, ocio, cine, música, noticias.
—Cine.
Pulsó varias veces, hasta que apareció una ventana emergente con una selección de películas.
—¡Sin límites! ¡Esta me gusta! —gritó.
Todo el mundo lo miró. Él les sonrió avergonzado, no se acordaba de que tenía los auriculares puestos. A su lado una mujer con un vestido gris y un repeinado moño, le miraba de forma despectiva. Debía pensar que era uno de esos nuevos ricos. Pero al menos él, no tenía cerca de setenta años y cara de amargada.
Después del despegue, una azafata le ofreció café. Lo tomó gustoso, mientras procuraba no perderse la película. Fue en ese instante cuando cayó en la cuenta de quién era la mujer que le ayudó con el cinturón. Charlize Spence, hija del multimillonario Martín Spence. Se dio una palmada en la frente. La mujer de gris le volvió a mirar con idéntica expresión de desagrado. Desde luego no era su fan.
Se inclinó en el asiento y miró por el pasillo en dirección hacia donde creía que ella estaría sentada. Un hombre en la primera fila de asientos, no paraba de hablar, hasta él con los auriculares puestos podía escucharlo. Allí estaba ella con un gesto de aburrimiento. Aquella mujer rezumaba belleza por cada poro de su piel, como le gustaría conocer a alguien así. Poderosa, bella... Posiblemente harta de aguantar tan aburrida conversación, se levantó en un intento de cortar a su interlocutor y caminó por el pasillo. Cuando llegó a la altura de Clark, se inclinó hacia él. Podía sentir su cálido aliento en la mejilla. Le quitó uno de los auriculares y le habló.
—Ya puede quitarse el cinturón, tardaremos varias horas en llegar a Hawái.
Clark la miró con una expresión que dejaba claro que por segunda vez había hecho el ridículo.
Ella se alejó disimulando una sonrisa.
Cuando terminó la película, se quedó profundamente dormido. Una azafata tuvo que despertarlo. Pero no era de extrañar después de toda la noche embalando trastos. Cogió su mochila y salió del avión. Esperó pacientemente a que su maleta llegara por la cinta transportadora y a paso desganado, cruzó el pasillo central en dirección a la parada de taxis. Allí un taxista gordo y de aspecto desaliñado, extremadamente moreno y de pelo largo, le agarró la maleta antes siquiera de que él tuviera tiempo de abrir la boca. Tenía unos dientes tan blancos, que parecía como si una colonia de luciérnagas habitara en su boca.
—¿A dónde le llevo señor?
—Hotel Senador.
—¡Buen hotel! ¿Negocios o placer? —preguntó el taxista.
—Se supone que placer. —respondió Clark.
Al ajustarse el polo notó que algo se arrugaba en el bolsillo que tenía en el pecho. Metió la mano y sacó un trozo de papel. Era una hoja de bloc de notas, que estaba doblada por la mitad. La desplegó con cuidado y leyó.
Felices sueños.
Charlize
Como dicen, no hay dos sin tres. Bueno al menos tenía el consuelo de que difícilmente volverían a encontrarse.
El camino hacia el hotel resultó ser un auténtico placer. Los paisajes eran simplemente espectaculares. El taxista no paraba de hablar, pero él estaba entusiasmado con las vistas y apenas si le hacía algún caso.
El hotel no era un edificio modesto precisamente. Con cuarenta plantas y un hall con columnas de estilo dórico, imponía bastante a alguien como él, acostumbrado a frecuentar sitios más humildes. Todo el hotel brillaba como una perla, no tenía ni idea de qué tipo de materiales debían haber usado para causar ese efecto, pero era de lo más llamativo. Pagó al taxista, que se despidió alegremente.
Antes de que pudiera coger la maleta, un botones corrió para hacerse cargo de su equipaje, cosa que le incomodó.
Si la fachada era fastuosa, la recepción era colosal. Suelos de mármol blanco pulidos al extremo, techos altos decorados con pinturas renacentistas y paredes ricamente ornamentadas. Habían dispuesto una serie de hileras de cómodos sillones que formaban un mosaico con el logotipo del hotel, junto a la cafetería. Embriagado por aquel ambiente de lujo, se acercó tímidamente al mostrador. Mostró su documentación y su reserva. El recepcionista, un hombre alto, tenía la tez blanca, algo que resultaba chocante dado lo soleado del lugar. Le saludó con altivez, mientras tomaba sus documentos y los cotejaba con el programa de reservas en el ordenador.
—Suite Otoño. —dijo el recepcionista con voz monótona y casi inaudible. Hizo un ademán al botones que se aproximó.
—Señor, nuestro botones le acompañará a su suite en la planta 39.
—¿Planta 39?
—Sí, señor.
—¿Algún problema? —preguntó el recepcionista.
—¡No! Ninguno. —respondió Clark.
Con el vértigo que tenía no podían haberle dado peor suite. Entró en el ascensor, y sintió que le faltaba el aire, al ver como los números de las plantas pasaban velozmente. Cuando la puerta se abrió, casi saltó fuera. El botones no pudo reprimir una sonrisa. Clark lo miró.
—No puedo con las alturas. —dijo Clark con ojos desencajados.
—No se preocupe señor, cuando se asome al balcón, disfrutará de unas vistas inigualables. Créame, estará seguro de que mereció la pena disponer de una suite en esta planta.
Cuando llegaron a la puerta de su suite, Clark sacó la cartera y le dio una generosa propina. El botones inclinó la cabeza y se dirigió al ascensor. Clark cerró la puerta y paseó por la habitación, admirando su grandeza y curioseando. Tenía un enorme salón con enormes sofás de tres y cuatro plazas, una televisión de cuarenta pulgadas, un cuarto de baño con placa ducha y jacuzzi, vestidor, una terraza impresionante y un dormitorio cuyas dimensiones le recordaban al salón de su vieja casa.
Pensó en acostarse y descansar, pero recordó un pequeñísimo detalle, no tenía ropa acorde a su nueva situación. Caminó hasta la salita, descolgó el teléfono y marcó el 0, que según un cartel era el número de recepción.
—¿En qué puedo ayudarle señor? —respondió una mujer de voz juvenil.
—Me gustaría saber si hay alguna tienda de ropa de firma, cerca del hotel.
—En la primera planta del hotel, dispone usted de numerosos establecimientos de prestigio.
—Gracias. Contestó Clark y colgó el teléfono.
—¡Otra vez a salir con lo cansado que estoy!
Caminó nuevamente hasta el ascensor y pulsó el botón de llamada. Las puertas se abrieron en cuestión de segundos. Marcó en el teclado digital la primera planta. Aquella planta, era un auténtico centro comercial para millonarios. Todo eran firmas cuyos productos solo unos privilegiados podían darse el lujo de permitirse. Armani, Dior, Dolce y otras que ni siquiera conocía. Cada tienda parecía una proclama a la espectacularidad y el lujo. La opulencia del lugar resultaba ya cargante para él.
Deambuló un poco, sin rumbo, se sentía extraño a la vez que ridículo, no se atrevía a entrar en ninguna tienda. Se quedó mirando el expositor de Armani. En el interior un hombre de aspecto distinguido, salió de la tienda y se acercó a él. No era muy alto, pero su pelo finamente peinado y su bigote repeinado al estilo inglés, resultaba cuanto menos curioso. Parecía un Lord.
—¿Le puedo ayudar en algo señor?
Clark lo miró, algo dudoso.
—Necesito de todo, desde trajes, bañadores, ropa interior, reloj, perfume…
—Veo que le perdieron al caballero el equipaje en el aeropuerto.
—Sí, justo eso fue lo que me pasó. —mintió Clark, mientras se tocaba la nariz en un gesto inconsciente, pensando que tal vez, le fuera a crecer como a cierta marioneta.
Nada más entrar, el hombre dio unas palmadas para llamar la atención de las dependientas. Mientras, él sacó un metro y empezó a tomarle medidas. Varias mujeres fueron mostrándole perfumes, relojes y otros complementos, que él no había visto en toda su vida. Aquel acto, mezcla de adulación y descarado intento de vaciarle los bolsillos, duró un par de horas. Pagó la factura y ordenó que le subieran todo a su suite. Algunos trajes debían ajustarlos y no estarían listos hasta el día siguiente por la tarde. Ya empezaba a cogerle el gusto a eso de ordenar a los demás.
Pasó lo que quedaba de la mañana, almorzó en la habitación y después de una relajante ducha, se echó en la cama, exhausto. Cuando despertó eran las doce de la noche. Bostezó y se ajustó el slip, qué cómoda era la ropa interior de Armani... Se levantó de la cama y caminó hacia donde se encontraba su mochila. Sacó su teléfono y lo dejó en la mesita de noche. Se armó de paciencia y comenzó a ordenar y guardar todo lo que había comprado aquella mañana dentro del armario. Tomó su pantalón, la ropa interior que llevaba puesta y el descolorido polo gris, los metió en una bolsa y los tiró a una papelera. Abrió el pequeño frigorífico y sacó unas cuantas bolsas de frutos secos, kit kats y una botella de agua. Para ir de rico, iba a cenar como un pobre.
Una vez terminó su suntuoso banquete, abrió la puerta corredera que daba acceso a la terraza. Sacó unos pantalones y una camisa blanca de seda. No iba a salir fuera de cualquier manera. Abrió el mueble bar, cogió una botella de ron añejo y se sirvió un buen vaso. Pensó en dejar la botella, pero acabó llevándosela. Estaba muy despierto y podría ser una noche muy larga.
Mientras daba un pequeño sorbo, salió a la terraza, donde se acercó con algo de reserva a la barandilla de cristal. Las suite estaban delimitadas entre sí por cristaleras semi opacas en forma de ele, lo que aportaba sensación de amplitud y mayor luminosidad. Desde allí se veía Hawái en todo su esplendor. La playa, la espesa y verde vegetación, el oleaje. Ni la oscuridad quitaba brillo a aquella imagen.
—Debería vestir siempre así. Le favorece.
Clark se giró. Allí, apoyada en la barandilla de la suite contigua estaba Charlize. Mirándole con una mezcla de malicia y curiosidad.