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Que desciende hasta la tenebrosa guarida de los ladrones, auténtico hervidero de siniestras figuras
![](/epubstore/F/C-Funke/No-Hay-Galletas-Para-Los-Duendes/OEBPS/Images/image5.png)
El vasto espacio que se abrió debajo de Bisbita estaba escasamente iluminado por unas pocas velas titilantes. Tenía una altura de diez duendes como mínimo, una anchura de quince y más de veinte duendes de largo. «Es más grande que el cuarto de estar del Pardo», pensó Bisbita mientras seguía descolgándose a toda prisa para no llamar la atención.
Cuando llegaron abajo, se apartó hacia un lado y luego miró con disimulo a su alrededor. Nadie le prestaba atención. No era de extrañar, porque el sótano era un hervidero de duendes. Bisbita empezó a deambular entre los duendes vocingleros con cara malhumorada y aburrida.
El frío suelo de cemento estaba cubierto por un montón de sucias mantas de lana. Bisbita descubrió incluso unos colchones como los que utilizan los humanos, y almohadas agujereadas por las que asomaban plumas blancas. «Al parecer esta es la cueva dormitorio», pensó. Apestaba a algo que conocía del camping, pero no caía en la cuenta de lo que era.
A su alrededor, por las paredes de piedra, corrían gruesos tubos, al igual que arriba, por el techo. Todas las cuerdas, sacos y herramientas imaginables se bamboleaban colgando desde allí, y en uno de los tubos se apoyaba una escalera de mano, desvencijada y muy torcida.
En la parte más oscura del sótano, Bisbita divisó los restos carbonizados de una escalera. Antiguamente debía conducir hasta el agujero del techo. Ahora sólo subía un poco, como una rampa interrumpida. Algo largo, delgado, se bamboleaba suspendido de ella. Bisbita entornó los ojos, dio unos pasos hacia allí… y retrocedió espantada.
—¡Mira por dónde pisas! —gruñó alguien a sus espaldas, apartándola con un grosero empujón.
Bisbita no le prestó atención. Contemplaba, fascinada, la escalera destruida. No cabía duda. Lo que se balanceaba hacia abajo era la cola de una rata. Y ya asomaba el hocico afilado por encima de la madera quemada. Una gruesa cadena oxidada, que evidentemente servía para atar la rata a la escalera, colgaba justo al lado.
Bisbita tenía el corazón en un puño. «¡Crían ratas!», pensó desesperada. Se obligó a sí misma a dejar de mirar hacia arriba y volvió la vista atrás. Seguían sin prestarle atención. Y tampoco parecían preocuparse de la rata.
«Tranquilízate», se animó Bisbita. «Ante todo, no te dejes llevar por el pánico. Al fin y al cabo esa bestia está encadenada».
Dio media vuelta con paso decidido y prosiguió su ronda de reconocimiento. ¡Tenía que averiguar dónde estaban las provisiones! Era evidente que allí no.
Al otro extremo del sótano descubrió la abertura de una puerta en la pared. Estaba completamente tapada con el alambre que usan los humanos para sus verjas y conejeras. Sólo en la parte inferior habían dejado una pequeña entrada, del tamaño justo de un par de duendes. Delante holgazaneaba un duende de mirada maligna con un tremendo garrote en la mano.
«Ajá», murmuró Bisbita. «Un centinela. Así que ahí dentro tiene que haber algo interesante».
Caminó como sin rumbo hacia la abertura de la puerta. En una rápida ojeada por delante del guardián, vio a unos duendes sacando cosas de unos sacos llenos a rebosar. Llevaban un trozo de alambre alrededor del cuello. Ella no pudo ver sus rostros.
Bisbita pasó lentamente junto a la puerta, hizo una ronda alrededor del sótano, describiendo un amplio arco alrededor de la escalera con la rata, y lanzó una segunda ojeada a la estancia vigilada. Allí se apilaban hasta el techo las exquisiteces más diversas. Sólo quedaba libre un estrecho pasillo, y algunos de los montones parecían a punto de desplomarse en cualquier momento.
—¿Qué miras con esa cara de boba, eh? —ladró el guardián.
Bisbita se sobresaltó.
—¿Cómo? Yo… —rebuscó desesperada en su mente para hallar la respuesta adecuada.
—¡Lo que tiene es hambre, idiota! —dijo una voz tras ella—. ¿Qué pensabas?
Era Cabeza de Fuego. Bisbita estuvo a punto de soltar una risa de alivio.
El guardián gruñó irritado:
—Tenéis que esperar como los demás, así que largaos. ¡Y deprisita!
—Vale, vale —dijo Cabeza de Fuego, arrastrando consigo a Bisbita—. Ten cuidado —musitó.
Bisbita se dio cuenta de que temblaba de los pies a la cabeza. Inspiró profundamente y se apoyó en el frío muro de piedra.
—Tienen una rata —musitó.
—¿Dónde?
—Arriba, en la escalera rota. Pero me parece que está encadenada.
—Lo que nos faltaba —gruñó Cabeza de Fuego lanzando una mirada nerviosa hacia la escalera—. La verdad es que esta tropa es un verdadero encanto.
—Bueno, al menos sabemos dónde están la provisiones —susurró Bisbita.
—Sí —añadió Cabeza de Fuego con expresión sombría—, ¡en una habitación vigilada! ¿Has visto por algún sitio una salida de emergencia?
Bisbita negó con la cabeza.
—Qué raro. Hasta el duende más inofensivo la tiene. ¿Y esta banda no? Bastaría con que alguien taponase ese agujero de ahí arriba para que quedaran atrapados como ratas. En fin —miró hacia atrás, inquieto—, ahora será mejor que volvamos a separarnos. ¡Mantén los ojos bien abiertos!
Y en un abrir y cerrar de ojos desapareció entre unos duendes que se insultaban como salvajes. Bisbita volvió a quedarse sola.
Por todas partes se veían los duendes más diversos, sentados y de pie, tumbados y andando, gordos y delgados, varones y mujeres, negros como Cabeza de Fuego, de color arena como Libélula Azul y Sietepuntos, y pardos como ella misma. El estruendo de tantas voces era casi insoportable. Bisbita procuraba no alzar la vista hacia la escalera ni hacia la puerta vigilada. ¿Cómo iban a sacar de matute algo de allí?
De pronto se percató de que uno de los duendes se dirigía hacia la escalera carbonizada y subía por ella con toda tranquilidad. Tenía un pelaje brillante, blanco como la nieve, con diminutas manchas negras en la tripa, y estaba muy delgado. Bisbita frunció el ceño. ¿De qué le resultaba conocido? ¡Pues claro! Ese tenía que ser el jefe del que habían hablado Libélula Azul y Sietepuntos.
Tras subir con indolencia el último escalón, se situó junto a la rata. La cadena rechinó cuando el roedor alzó la cabeza. El duende albino apoyó uno de sus pies justo entre sus orejas.
—¡Silencio! —gritó a la vociferante multitud.
Bisbita se sobresaltó. Su voz era inquietante, suave como el terciopelo y amenazadora. También los otros duendes se habían sobresaltado. De repente se hizo un silencio sepulcral.
El jefe sonrió con amabilidad, pero sus ojos miraban furiosos a su horda.
—¡Creo que va siendo hora de celebrar nuestro botín de hoy! —gritó.
Se alzó un coro de alaridos de aprobación.
Bisbita, conteniendo el aliento, observó cómo el delgado duende soltaba la pesada cadena de su anclaje y montaba con agilidad a lomos de la rata. Era una rata de alcantarilla vigorosa y grande, una de las mayores que Bisbita había visto jamás. Contempló con incredulidad cómo el animal se levantaba con el flaco individuo sobre su lomo y bajaba las escaleras de un par de saltos. Los duendes congregados se apartaron formando una amplia calle y el duende albino, con una sonrisa maléfica, cabalgó por el centro.
Al llegar a un colchón muy grueso, completamente cubierto de cojines, se detuvo y desmontó. La rata se tumbó delante del colchón y el duende jefe sujetó su cadena a una argolla de hierro fijada en el suelo. Después se sentó cómodamente en los cojines y colocó sus pies sobre el lomo de la rata. Bisbita reparó entonces en sus garras: eran extraordinariamente largas y relucían como dagas plateadas a la luz de las velas. La rata se sobresaltó cuando le acarició la piel con ellas.
—Traed la comida —ordenó con su extraña voz.
El guardián de la puerta del almacén de las provisiones se apartó y unos duendes introdujeron en el enorme sótano galletas, chocolate, pan, salchichas y muchas cosas más. En cuanto depositaron todo sobre el suelo en el centro del sótano, los demás duendes se abalanzaron, ávidos, sobre la comida. Pero los que habían traído la comida se apoyaron en la pared del sótano y permanecieron inmóviles, aunque sus ojos hambrientos se clavaban en las opíparas viandas.
Todos ellos tenían ese extraño alambre alrededor del cuello, igual que los que vaciaban los sacos en el almacén de las provisiones. ¿O eran los mismos? Bisbita los observó con atención, mientras se llenaba la boca a manos llenas como los demás. Ahora podía contemplar con toda claridad sus rostros. Bisbita dejó vagar sus ojos de uno a otro.
Cuando llegó al último de la triste fila, estuvo a punto de atragantársele la comida en la garganta. ¡Era Cola de Milano, el amigo de Libélula Azul!