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En el que Bisbita no puede conciliar el sueño y la asaltan pensamientos muy sombríos

Durante los dos días siguientes el viento sacudió con saña las ramas de los árboles. Al fin, las últimas hojas se desprendieron y revolotearon, cansadas, hasta el suelo. El viento deslizó su rostro malhumorado entre las desnudas copas de los árboles y con su aliento helado expulsó al otoño hasta los confines del bosque. A pesar de todo Bisbita tenía razón: la lluvia gélida no se convirtió en nieve y sólo un par de charcas estaban cubiertas de una delgada capa de hielo.

Al anochecer del segundo día Bisbita, sentada a la puerta de su cueva arbórea, observaba al sol hundirse tras los árboles desnudos. Unas cornejas rondaban el tronco del alto roble, llenando el silencio con sus roncos gorjeos. Bisbita se estremeció. En cierta ocasión había entablado un terrible combate con dos cornejas y recordaba con desagrado ese acontecimiento. Bostezando, lanzó una última mirada hacia el exterior: en el firmamento aparecían las primeras estrellas. Después rebuscó entre las hojas que mullían su cueva y extrajo un viejo calcetín de gran tamaño. Lo había encontrado un día entre las caravanas. Esa prenda horrenda era la más adecuada para las frías noches de invierno, y a partir de ese momento habría muchas. El calcetín, hecho de gruesa lana roja, sólo tenía dos agujeritos en los dedos. Bisbita mulló con las manos unas hojas por encima del tubo de lana formado por el calcetín. Después se deslizó tan dentro de él que sólo asomaban su nariz, sus ojos y sus orejas. Estaba caliente, blando y ningún sonido inquietante del exterior llegaba hasta sus oídos. A pesar de todo Bisbita no lograba conciliar el sueño. Durante los dos últimos días no había dejado de pensar ni un minuto en las malditas provisiones para el invierno. Había recordado todo lo que había oído antes a otros duendes sobre cualesquiera fuentes de alimentos. Pero no se le había ocurrido nada… Nada capaz de librarlos de asaltar la cabaña del pardo. Antes había una pequeña granja no lejos de allí, justo al lado del lindero del bosque, que les había permitido birlar unos huevos, algo de leche o de queso. Pero ahora llevaba unos años abandonada. Y las numerosas excursiones que les habrían permitido reunir abundantes provisiones, ese verano las habían arruinado literalmente las lluvias. Seguro que ese año había habido una excelente cosecha de setas, pero hordas de humanos se las habían llevado a casa en sus cestas. Con las bayas había sucedido otro tanto. Una vez, siendo niña, Bisbita oyó decir que otrora los duendes se alimentaban de hojas, raíces y cosas por el estilo. Pero ya nadie sabía a ciencia cierta de cuáles.

Suspiró y rodó inquieta poniéndose de lado, de espaldas y nuevamente de lado… Pero el sueño era obstinado y se negaba a venir. En lugar de eso el Pardo se presentaba continuamente ante sus ojos, con sus botas gigantescas, sus manazas pardas y sus ojos azules de humano. O veía a su perro abalanzándose sobre ella mientras le enseñaba los dientes.

Bisbita se incorporó, soltando un denuesto. Fuera reinaba una profunda oscuridad. ¿Qué pasaría si el Pardo no se marchaba al día siguiente? ¿O si dejaba allí al perro? ¿Qué sucedería entonces?

Bisbita suspiró. Conocía la respuesta demasiado bien. ¡Tendrían que partir a la búsqueda! Eso ya lo habían hecho otros duendes antes que ellos. Aunque sólo unos pocos habían regresado. Uno de ellos había sido la anciana Milvecesbella. Un día, hace muchos, muchísimos años, había salido a correr mundo. A lo mejor ella les podría decir qué dirección debían tomar. Porque desde allí arriba el bosque era igual de infinito y de insondable en todas direcciones. Y tomar la dirección equivocada podía significar la muerte.

Bisbita se estremeció y volvió a tumbarse. Comparada con la perspectiva de vagar sin rumbo por el bosque invernal, asaltar las provisiones del Pardo era una verdadera bicoca.

«¡Maldito invierno!», pensó Bisbita. Y acto seguido se durmió.