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En el que la anciana Milvecesbella tiene algo que contar a Bisbita
Nevaba y nevaba. Los copos habían disminuido de tamaño, pero en cambio eran más espesos. Bisbita llevaba casi dos horas andando. Con ese tiempo su marcha era mucho más lenta de lo esperado. Su pelaje pardo había desaparecido ya bajo una verdadera costra de nieve en la espalda y la cabeza. Se paraba continuamente para sacudirse del pelo los copos helados que se le adherían cada vez más. Debajo de los pies se había atado dos grandes trozos de corteza de árbol, tal como le había aconsejado Cabeza de Fuego. Gracias a eso había conseguido llegar tan lejos. A pesar de todo, tenía las piernas cansadas y se le iba la vista a causa de la blancura deslumbrante que la rodeaba.
Anochecía. Bisbita apretó el paso. Por lo que recordaba, el nido de Milvecesbella estaba en un haya vieja y gigantesca. Pero hacía mucho, mucho tiempo que Bisbita no recorría aquellos parajes. Y la nieve y la oscuridad creciente hacían que todos los árboles pareciesen iguales.
A pesar de todo, tenía la sensación de que debía ser en algún lugar de aquella zona.
—Detrás del haya había un árbol hendido por un rayo —murmuró Bisbita—. Tendría que poder verlo —se detuvo y escudriñó atentamente a su alrededor.
Y en efecto, ¡allí estaba! Soltó un suspiro de alivio. A pocos metros a su derecha un haya gigantesca se alzaba al cielo, y tras ella había otra, más pequeña, cuyo tronco estaba hendido casi hasta el suelo.
Bisbita corrió a toda prisa por el nevado suelo del bosque hasta que el poderoso tronco se alzó al cielo justo delante de ella. Muy arriba vio el gran nido redondo suspendido en la copa del árbol.
—Ay, será una escalada muy larga.
Se quitó de los pies los trozos de corteza y los clavó en la nieve, junto al tronco. Después clavó las garras en la corteza plateada y comenzó a trepar por la madera lisa.
Después de la larga caminata sus piernas no estaban precisamente indemnes, y los copos arremolinándose no facilitaban la ascensión. Por suerte sólo tuvo que trepar un corto trecho por la copa del árbol. Jadeando, iba colgándose de rama en rama en dirección al nido. En un par de ocasiones se oyó un chasquido peligroso. Pero ninguna de las ramas llegó a partirse.
La abertura redonda del nido de Milvecesbella estaba cuidadosamente taponada.
«¡Se ha ido!», pensó horrorizada Bisbita. La rama de la que estaba colgada oscilaba al viento. Lanzó una mirada nerviosa a las profundidades y oyó como si escarbaran dentro del nido de ardillas.
—¿Milvecesbella? —gritó, arañando con sus finas garras la pared del nido—. ¿Estás ahí?
Los arañazos del nido se tornaron más ruidosos, y un segundo después una mano pequeña y delgada apartó a un lado las hojas que cerraban la entrada del nido. Una cabeza de duende estrecha y gris asomó por la abertura y miró asombrada a Bisbita con sus enormes ojos negros.
—¿Eres tú, Bisbita? —preguntó la anciana duende con cara de incredulidad—. Vamos, entra deprisa, que ahí fuera te vas a quedar helada.
Bisbita, agotada, se introdujo por el estrecho agujero y se dejó caer sobre las blandas y cálidas plumas de ave con las que Milvecesbella había cubierto su vivienda.
—Creía que no estabas —dijo Bisbita—. Por lo cerrada que tenías la entrada.
—Siempre lo hago con este tiempo —explicó Milvecesbella—. Cuando eres tan vieja como yo, enseguida tienes frío.
Metió la mano en las plumas que tenía detrás, sacó una avellana y se la ofreció a Bisbita.
—¿Quieres? Seguro que después de la larga caminata estarás hambrienta.
—¿Tienes suficiente comida? —preguntó Bisbita, mirando con ansia la avellana.
—No necesito mucho —sonrió Milvecesbella—. A mi edad ya no se tiene mucho apetito. Además tengo buenos amigos: una urraca que de vez en cuando birla a los humanos algo para mí, y una ardilla que siempre me cede parte de sus provisiones. Además conozco un poco las hierbas y raíces, así que casi siempre consigo pasar regularmente el invierno. Y a vosotros, ¿qué tal os van las cosas? ¿Tenéis problemas con las provisiones invernales? ¿Por esa razón has venido a visitarme con este tiempo?
—Más o menos. —Bisbita asintió—, pero es una larga historia. No sé por dónde empezar.
Milvecesbella sonrió.
—Lo mejor será que empieces por el principio. Hace mucho que no sé nada de vosotros.
—De acuerdo. —Bisbita se sentó y comenzó a roer su avellana—. Empezaré por el principio de todo. Ya sabes que hace diez años nosotros podíamos vivir muy bien de lo que los humanos tiraban en sus picnics o en el camping. Sin embargo, desde hace varios inviernos eso de pronto dejó de ser suficiente. Intentamos recolectar setas y bayas, pero los humanos ya se las habían llevado. Así que empezamos a robar aquí y allá parte de su comida. Tenían tanta… Bastaba con mirar sus gordas panzas, mientras a nosotros, por el contrario, nos bailaba el pellejo sobre los huesos.
—Sí, sí, muchos de nosotros ya sólo pueden sobrevivir así —asintió Milvecesbella con tristeza.
Bisbita prosiguió su relato.
—Durante los últimos años los humanos sólo han venido al bosque a recoger setas y bayas. El camping cada vez está más vacío. La lluvia aleja a los excursionistas con sus cestas llenas hasta los topes, así que este invierno apenas teníamos provisiones. Estábamos desesperados. Porque además apenas entendemos ya un poco de raíces y plantas.
—Eso tampoco sirve de mucho —la interrumpió Milvecesbella—. Yo sólo encuentro comestibles con mucho esfuerzo. La mayoría de las plantas han desaparecido. ¡Y sin dejar rastro! O están enfermas y son incomibles. —Milvecesbella suspiró—. Es duro. Sobre todo para vosotros, los jóvenes. Pero no sé cómo ayudaros.
—Mi historia todavía no ha acabado —dijo Bisbita—. Hace unas semanas estábamos seguros de habernos salvado. Cabeza de Fuego, Sietepuntos y yo habíamos birlado de la cabaña del vigilante del camping víveres de sobra para pasar el invierno. Pero después… —Bisbita agachó la cabeza—, hoy por la mañana nos lo han robado todo.
—¿Robado? —preguntó Milvecesbella incrédula—. ¿Quién? ¿Un zorro?
Bisbita sacudió la cabeza.
—No. Unos duendes.
—¿Duendes? —Milvecesbella miró atónita a Bisbita.
—Sí. Lo habíamos llevado todo a la madriguera de Sietepuntos. Mientras Cabeza de Fuego y yo estábamos fuera, asaltaron a Sietepuntos, lo ataron y se lo llevaron todo.
—¡Es una historia espantosa! —dijo Milvecesbella—. ¿Qué vais a hacer ahora?
—Por eso estoy aquí —explicó Bisbita—. Sabemos que esos duendes han venido de la zona sur del bosque. Además sospechamos que su escondite está situado en una zona de colinas, a unas seis horas de distancia de la madriguera de Sietepuntos. Por desgracia no sabemos nada más. Pero a Sietepuntos se le ha ocurrido que a lo mejor tú visitaste esa región cuando emprendiste tu viaje de aprendizaje, y sabes algo que pueda servirnos de ayuda. ¡Eres nuestra última esperanza!
—Hmmm. —Milvecesbella se quedó mirando ensimismada—. Yo estuve entonces en la parte meridional del bosque —reconoció—, pero no me encontré con duendes que asaltasen y desvalijasen a otros. Aunque… —vaciló y frunció el ceño—, aunque ya entonces corrían rumores de un gran escondite de duendes al que, según contaban, era mejor no acercarse. Los rumores decían que allí cerca ya habían desaparecido duendes. Algunos incluso afirmaban que la horda que vivía en ese escondrijo los había vendido a los humanos. Otros decían que los duendes secuestrados tenían que trabajar allí como esclavos. —Milvecesbella sacudió tristemente la cabeza—. Por aquel entonces yo consideré todo eso simples cuentos de miedo, pero quién sabe, hay tanta maldad en el mundo… Así pues, ¿por qué no iba a haber algo de verdad en esas historias?
—¿Oíste decir dónde se encontraba exactamente ese escondrijo? —preguntó Bisbita muy nerviosa.
—Nadie lo sabía a ciencia cierta. Siempre se decía que estaba situado allí donde el bosque se vuelve muy pantanoso, sobre una colina de laderas muy empinadas.
—Tiene que ser ahí —susurró Bisbita—. ¿Dónde están esos pantanos?
Milvecesbella reflexionó un momento.
—¿Sigue viviendo Cabeza de Fuego a orillas de ese pequeño arroyo?
Bisbita asintió.
—Sí. ¿Por qué lo dices?
—Si seguís ese arroyo hacia el sur, tarde o temprano llegaréis a una zona del bosque llena de charcas, pantanos y árboles muertos. En realidad es una zona preciosa. En verano produce las flores más maravillosas y libélulas multicolores bailan sobre el agua. Pero para nosotros, los duendes, es muy peligroso, claro está. Si tenéis que ir allí, alegraos de que sea invierno y el barro y las zonas pantanosas estén helados. En cuanto lleguéis a ese territorio, debéis dirigiros al suroeste. Entonces al cabo de algún tiempo, hallaréis unas colinas Si ese escondrijo de siniestra fama existe de verdad, ha de encontrarse allí.
—¿Sabes por casualidad qué aspecto tiene el escondrijo? —preguntó Bisbita.
Milvecesbella movió de un lado a otro su cabeza gris con aire meditabundo.
—Aguarda —rogó—, déjame que piense. Sí. Había algo —la anciana duende cerró los ojos—. No es una madriguera normal y corriente. Una conejera o algo así. Ahora recuerdo… —abrió sus ojos negros como la noche y miró a Bisbita—. Es algo parecido a una ruina. Una casa humana quemada, de la que sólo se ven unos cuantos muros carbonizados. Y allí abajo dicen que habita esa horda. Así me lo contaron entonces.
—Oh, Milvecesbella —dijo Bisbita entusiasmada—. ¿Cómo agradecértelo? Ahora sabemos dónde buscar. Y los encontraremos, tan cierto como que estoy aquí. Y lo traeremos todo de vuelta y este invierno no nos moriremos de hambre.
Milvecesbella sonrió.
—Me alegro de haber servido de ayuda. Si fuera más joven, quizá incluso os acompañaría. Pero así —esbozó una sonrisa irónica—, con estos huesos viejos y cansados no os sería de mucha ayuda, créeme.
—Nos has ayudado más de lo que esperábamos —replicó Bisbita radiante—. Si fuera posible me iría ahora mismo a contárselo todo a los demás.
—Será mejor que lo olvides —le aconsejó Milvecesbella lanzando una breve mirada hacia fuera, antes de volver a taponar el agujero—. Ahora te comerás una avellana, te acostarás en las plumas y dormirás un poco. Y cuando salga el sol emprenderás el camino de regreso. ¿Qué te parece?
—Creo que es mucho más razonable. —Bisbita suspiró y empezó a roer su segunda avellana. Después, con la barriga llena, se hundió en las mullidas plumas y se quedó dormida al instante.