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Raviolis con tomate y pasos en la oscuridad
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Se pusieron en marcha a la caída del sol. El cielo continuaba cubierto de nubes y ni la luna ni las estrellas tornaban más amable la creciente oscuridad. Las tres pequeñas figuras caminaban a tientas y en silencio en medio de la alta hierba entre plantas marchitas y zarzales sombríos. Las numerosas hojas caídas dificultaban la marcha. Por fortuna tan cerca del claro apenas había animales grandes de los que tener que cuidarse.
Cuando llegaron al borde del claro, estaba oscuro como boca de lobo. Incluso sus ojos de duende penetraban con esfuerzo la negrura de la noche. El coche del Pardo estaba aparcado delante de la puerta, y de su cabaña salía un débil resplandor. Sabían que el perro lo acompañaba en el interior. El Pardo siempre lo metía dentro. Las tres caravanas estaban a oscuras y parecían tres enormes piezas de construcción entre los árboles.
—¡Vamos! —susurró Bisbita, y corrieron ligeros hacia la enorme haya y desde allí hasta debajo de la caravana abandonada.
—¿Qué lado es? —preguntó Cabeza de Fuego.
—El izquierdo —contestó en voz baja Sietepuntos, colocándose en cabeza—. Está ahí arriba —musitó, saliendo con cuidado de debajo de la caravana.
Encima de ellos, a un cuerpo de duende de distancia, un agujero negro se abría en la pared oscura.
—¡Tú ponte aquí! —Bisbita colocó a Cabeza de Fuego con la espalda contra la pared de la caravana—. Yo soy la más ligera y pequeña de los tres. Treparé por encima de tus hombros e intentaré entrar.
—Vale —asintió Cabeza de Fuego—. Y luego, ¿qué?
—Tú te subes encima de los hombros de Sietepuntos y después subiremos a Sietepuntos tirando de él entre los dos.
—¿Y quién montará guardia?
—¡Yo ni soñarlo! —susurró Sietepuntos—. Me resulta demasiado inquietante.
—Pues entonces Cabeza de Fuego.
—Ni hablar del peluquín —replicó este—. ¿Te has creído acaso que voy a quedarme aquí abajo muerto de aburrimiento mientras vosotros vivís aventuras? ¡De eso, nada!
—Bueno, pues entonces lo haremos sin vigilancia. —Bisbita se situó ante Cabeza de Fuego—. Junta las manos para que pueda subir.
En un abrir y cerrar de ojos se subió a los hombros de Cabeza de Fuego y desde allí se agarró al agujero oxidado que se abría en la lisa pared metálica.
—¡Maldición! —despotricó—. ¡Qué afilados están los bordes!
Sobre Sietepuntos y Cabeza de Fuego llovieron unos finos fragmentos de óxido, y de repente Bisbita desapareció.
Unos segundos después la oyeron reír en voz baja.
—¡No hay ningún problema! —susurró desde arriba—. ¡Subid!
Fue difícil tirar del hirsuto y orondo Sietepuntos e introducirlo por el estrecho agujero, pero al fin los tres estaban en el interior de la caravana. Por suerte, el agujero estaba a escasos centímetros de altura por encima del suelo, y sólo tuvieron que dejarse caer. Justo encima de ellos había unos tubos, y casi delante de sus narices se alzaba la trasera de un armario.
Tantearon hasta un rincón y salieron al descubierto. Ante ellos se abría el interior de la caravana. Distinguieron un banco y una mesa, un chisme de los que los humanos utilizan para cocinar, un armario pequeño y un estante.
—¡Venga, manos a la obra! —exclamó Cabeza de Fuego.
—¡Uf, qué olor tan apestoso hay aquí! —exclamó Bisbita arrugando la nariz—. Creo que me alegraré de volver al exterior.
El armario pequeño fue un premio gordo. Al parecer los propietarios de la caravana tenían intención de regresar antes del invierno. Allí había latas de conservas de judías, guisantes, raviolis con tomate y un envase de leche condensada. En el estante se veía una bolsa con manzanas, y sobre la mesa un cuenco con nueces.
—Podemos tirar las manzanas una a una por el agujero —sugirió Bisbita—. Las nueces también, e incluso la leche condensada. Pero ¿puede decirme alguien cómo vamos a sacar las malditas latas de conserva?
—Las pequeñas, de guisantes, cabrán por los pelos —aventuró Cabeza de Fuego—, pero las otras —se rascó la cabeza—, vamos a tener que dejarlas aquí.
—¡Oh, no! —Sietepuntos gimió, desilusionado—. ¿Dejar aquí los raviolis con tomate?
—Podemos tirarlos por la ventana. —Cabeza de Fuego sonrió—, pero entonces con toda seguridad el Pardo se nos echaría encima. ¿Crees que merece la pena correr ese riesgo por las dichosas latas?
—De acuerdo, de acuerdo —suspiró Sietepuntos—. Pero al menos podríamos comernos una de ellas aquí, ¿no? —sugirió lanzando una mirada suplicante a los otros dos.
—Pues no sé… —vaciló Bisbita—. Yo no me siento muy a gusto aquí.
—Bah, ¿qué puede pasar? —terció con tono de indiferencia Cabeza de Fuego—. Al fin y al cabo, de ese modo llenaríamos la barriga para los próximos días. ¡Y eso es algo, creo yo!
—En el armario pequeño he visto un abrelatas —informó Sietepuntos solícito, yendo veloz hacia allí—. ¿Lo veis?
—Menos mal que no es de esos modelos sencillos —afirmó Cabeza de Fuego.
—Es cierto. —Sietepuntos sonrió y se relamió los labios rebosante de alegría anticipada—. Basta con girar esta manivela y ¡zas!, la lata quedará abierta.
Cabeza de Fuego tiró del abrelatas para sacarlo del armario y Bisbita se metió dentro de un ágil salto.
—Raviolis —murmuró contemplando las latas con el ceño fruncido—. Esta de aquí debería servir —dijo al fin empujándola con su hombro peludo—. Tened cuidado, o esta maldita lata cruzará rodando toda la caravana.
La lata cayó con estrépito, pero Cabeza de Fuego la frenó hábilmente con el abrelatas.
—¡Este trabajo es siempre endiablado! —jadeó Sietepuntos mientras ayudaba a levantar la lata.
—Bueno, eras tú quien estaba empeñado en comer raviolis —gruñó Bisbita.
Al fin, lograron poner de pie el pesado objeto. Sietepuntos levantó el abrelatas y Cabeza de Fuego lo giró. Los dientes metálicos mordieron la tapa del bote con un chasquido. Por la rendija que iban abriendo brotaba un aroma exquisito.
Sietepuntos olfateó complacido y después echó mano a la tapa muy deprisa.
—¡Ay! —se quejó, contemplando su mano con preocupación.
—Siempre igual. —Bisbita rio en voz baja—, siempre se corta los dedos con todas las latas. ¡Eres demasiado ávido, Sietepuntos!
El duende regordete la miró, ofendido, y tocó la tapa con más cuidado.
—Los frascos con tapa de rosca son mucho mejores que estas malditas latas —rezongó mientras doblaban la tapa dentada hacia atrás.
—Tendríamos que llevarnos este abrelatas —dijo Cabeza de Fuego, luego metió la mano en la lata y sacó un ravioli empapado en salsa—. El mío ya no es capaz de abrir ni la lata más diminuta.
—Y el mío, menos. —Sietepuntos chasqueó la lengua mientras se limpiaba la salsa de tomate de la barbilla.
—Como sigáis manchándoos así con la dichosa salsa —los riñó Bisbita—, cualquier perro os encontrará por el rastro que iréis dejando.
Los dos se miraron de arriba abajo, compungidos. Tenían la piel completamente salpicada de salsa de tomate grasienta.
—Revolcaos en esa alfombra —gruñó Bisbita—, y larguémonos de aquí.
Obedientes, Cabeza de Fuego y Sietepuntos rodaron por la dura alfombra que olía a moho, hasta quedar medianamente limpios. A continuación empujaron la lata casi vacía por debajo del banco hasta el fondo y acercaron al agujero oxidado todo lo que pensaban llevarse.
—Primero saltaré yo —dijo Cabeza de Fuego sacando una pierna negra por el orificio—. Después, tiradme las cosas y yo las trasladaré rodando debajo de la caravana, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Cabeza de Fuego desapareció. Oyeron un golpe sordo y poco después su voz llegó hasta arriba.
—Ya podéis empezar.
Cuando habían lanzado por el agujero tres latitas de guisantes, la leche condensada, el abrelatas, dos manzanas y varias nueces, y se disponían a introducir la última manzana, Sietepuntos profirió un grito agudo.
—¡La puerta…! —tartamudeó mientras sacudía, desesperado, el brazo de Bisbita—. ¡Mira, Bisbita, la puerta!
Bisbita se dio cuenta en el acto.
—¡Lárgate, Cabeza de Fuego! —susurró—. ¡Corre, que viene el Pardo!
Pero Cabeza de Fuego no la oyó. Estaba rodando las latas debajo de la caravana mientras soltaba unos terribles juramentos porque una le había pasado por encima del pie.
En la oscuridad se había encendido una linterna de bolsillo. Bisbita miró, horrorizada, el delgado cono de luz que tanteaba por el tenebroso claro y la sombra gigantesca que se acercaba con pasos pesados a la caravana.
—¡Cabeza de Fuego! —desesperada, intentaba descubrir por allí abajo al duende negro.
Mascullando maldiciones, Cabeza de Fuego salió de debajo de la caravana, y cuando se disponía a llevarse rodando una manzana, oyó los pasos. Se volvió bruscamente, aterrado, y en ese preciso momento la luz de una linterna cayó sobre él. Se quedó quieto, deslumbrado, mientras Sietepuntos y Bisbita se quedaron helados del susto. Pero antes de que el Pardo comprendiera del todo qué era lo que tenía ahí delante, junto a la vieja caravana, y justo cuando su perro saltaba hacia Cabeza de Fuego, este puso pies en polvorosa para salvar la vida, y con la celeridad del rayo se metió debajo de la caravana, adonde por suerte no podía seguirlo el perro, pues era demasiado grande. Cabeza de Fuego cruzó por debajo a toda velocidad, dirigiéndose hacia el haya grande y trepó por el tronco raudo como una ardilla. El Pardo caminó con desconfianza alrededor de la caravana, alumbró las ventanas, sacudió la puerta y finalmente se detuvo justo delante del agujero oxidado. Bisbita habría podido rozar su pantalón con sólo alargar la mano.
—¡Qué raro! —le oían refunfuñar.
Dos manzanas y una nuez yacían delante de sus botas. Tras propinarles una patada, rodaron debajo de la caravana. El perro seguía olisqueando alrededor del haya.
—¡Ven, Brutus! —gritó el Pardo, dando la espalda a la caravana—. Deja en paz a la maldita ardilla.
El perrazo obedeció, vacilante.
—Mañana montaré por aquí unas cuantas ratoneras —gruñó el Pardo antes de regresar a su cabaña.
Brutus lo siguió a regañadientes, pero al final ambos desaparecieron en el interior de la casa. Cuando la puerta se cerró, el claro volvió a quedar oscuro y silencioso. Sietepuntos y Bisbita seguían petrificados en la caravana. Al final, Bisbita se movió.
—¡Qué poco ha faltado! —suspiró—. Otro día como este y caeré muerta en el sitio, créeme.
—Yo creo que ya estoy muerto —se lamentó Sietepuntos.
—Ni por asomo —afirmó Bisbita serena, arrojando fuera la última manzana—. Pero me gustaría saber qué ha sido de Cabeza de Fuego. Está todo tan silencioso ahí abajo —con sumo cuidado deslizó su cuerpo peludo por el agujero de bordes afilados—. Sígueme —le dijo a Sietepuntos antes de lanzarse.
Aterrizó bruscamente en el duro suelo, pero se incorporó al momento acechando a su alrededor.
—Cabeza de Fuego —llamó en voz baja—, ¿dónde te has metido?
El gordo Sietepuntos aterrizó a su lado con un fuerte golpe. Bisbita corrió debajo de la caravana. Allí estaba su botín, pulcramente alineado. Y sobre la lata más grande se sentaba el duende negro, como en un trono.
—Aquí estoy —dijo—, me han tomado por una ardilla. Al menos el Pardo. Con su perro, ya no estoy tan seguro.
—Creía que te habían atrapado —suspiró Bisbita.
—¡Qué más quisieran! —Cabeza de Fuego se bajó de un brinco de la lata, sonriendo—. Vamos, tenemos todavía mucho que hacer antes de que amanezca.