11

En el que el duende pequeño y rechoncho desempeña un papel estelar

Por desgracia quedaba todavía un largo camino para convertir la idea de Cabeza de Fuego en un plan como es debido.

Mientras en la cueva dormitorio los duendes se cansaban de pelear y volvían a meterse entre las mantas y Bisbita montaba pacientemente guardia delante del almacén, dentro, entre las estanterías repletas, se tramó la fuga más audaz que jamás habían emprendido los duendes. El regreso de la horda de bandidos se aproximaba. Ya apenas quedaban unas horas, y había que pensar muy bien todos los detalles. Cualquier fallo podía convertirlos en prisioneros de por vida.

Finalmente el plan quedó ultimado.

—Será una empresa muy peligrosa —suspiró Cola de Milano.

—¿No sería preferible esperar unos días? —preguntó Medioluto—. ¡De repente todo transcurre tan deprisa!

—¿Sabes cuándo nos volverán a asignar una guardia a Bisbita y a mí? —inquirió Cabeza de Fuego sacudiendo la cabeza—. No. Jamás volveremos a tener una suerte así. O lo conseguimos hoy, o nunca.

Todos callaron angustiados.

—¡Venga, venga! —exclamó Cabeza de Fuego incorporándose de un salto—. Aún no es mediodía, de modo que nos sobra tiempo. Ahora me reuniré con Bisbita e iniciaremos la primera parte de nuestro plan. Entretanto, vosotros meteréis en sacos tantas provisiones como podamos cargar, y lo colocaréis todo delante de la trampilla.

—Mucha suerte —le deseó en voz baja Cola de Milano.

—La necesitaré —dijo Cabeza de Fuego dirigiéndose a la salida—. ¡Más deprisa! —vociferó—. Como no terminéis pronto os echaré de aperitivo a la rata —salió a zancadas del almacén con expresión malhumorada—. ¡Comenzamos! —le dijo en voz baja a Bisbita y después, aporreando con toda su fuerza la pared del sótano con el garrote, gritó—: ¡Arriba! ¡Fuera de las mantas, deprisa!

Bisbita le dirigió una mirada de incredulidad.

—¡Vamos, salid todos! —insistió Cabeza de Fuego con tono grosero.

Los duendes se levantaron, perplejos.

—Eh, ¿a qué viene esto? —gruñó uno lanzando una mirada iracunda a Cabeza de Fuego—. ¿Estás loco o qué?

—¡No te pongas impertinente! —Cabeza de Fuego dio amenazador unos pasos hacia él—. Tengo orden del jefe de que los prisioneros limpien esta pocilga antes de su regreso. Así que marchaos arriba y tumbaos al sol.

—¡Menuda tabarra! —refunfuñó uno.

—Pues yo no he oído nada sobre esa orden —intervino otro, desconfiado.

—De acuerdo. —Cabeza de Fuego sonrió, enfurecido—. En ese caso no limpiaremos. Ya le contarás tú al jefe por qué esto sigue pareciendo una cochiquera.

—¡Vale, vale! —el duende miró enfadado a Cabeza de Fuego—. No te sulfures, que ya nos vamos.

Rezongando y despotricando, el tropel de duendes trepó por la cuerda hacia arriba.

—Al que durante la próxima hora se le ocurra asomar tan sólo la punta de la nariz —amenazó Cabeza de Fuego—, se pondrá a fregar también, ¿entendido? ¡Necesitaremos todavía muchísima ayuda!

Ante semejante perspectiva, los duendes treparon al doble de velocidad. En un abrir y cerrar de ojos desapareció el último sin dejar rastro. La cueva estaba vacía.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Cabeza de Fuego—. En toda mi vida había gritado tanto como aquí.

—¿A qué ha venido eso? —preguntó Bisbita, impaciente—. ¿Qué os proponéis?

—Nos largamos.

—¿Hoy? ¿Ahora mismo?

Cabeza de Fuego asintió.

—La primera parte de nuestro plan ha salido a pedir de boca. Ahora viene la segunda.

—¿Se han ido? —preguntó Cola de Milano saliendo con cuidado de detrás de la tela metálica.

—Sí —contestó Cabeza de Fuego—, más deprisa de lo que pensaba.

Cola de Milano miró con incredulidad las mantas vacías.

—Parece que funciona de verdad —musitó—, voy a informar a los demás ahora mismo.

Bisbita seguía mirando el gran agujero del techo. Pero ciertamente no se veía ni la punta de una nariz.

—A pesar de todo no debemos perder de vista lo de ahí arriba —dijo ella. Y volviéndose a Cabeza de Fuego, añadió—: ¿Cuál es la segunda parte?

—Sietepuntos irá a buscar la llave.

Bisbita, estupefacta, miró de hito en hito a Cabeza de Fuego. Pero antes de que pudiera decir nada, Sietepuntos estaba detrás de ellos.

—Lo has hecho muy bien —felicitó a Cabeza de Fuego palmeándole la espalda—. ¡Ahora me toca a mí!

Bisbita lo sujetó del brazo.

—Escucha, Sietepuntos…

En ese momento apareció arriba, en la entrada, un duende greñudo. Sietepuntos se agachó a la velocidad del rayo detrás de la espalda de Bisbita.

—¿Acaso no me he explicado bien? —bramó Cabeza de Fuego.

—¡No gastes saliva! Soy yo —el duende que los había puesto a prueba antes atisbaba, curioso, hacia abajo—. Me han dicho que tenéis que hacer limpiar a los prisioneros. El jefe no me dijo nada de eso.

—¿Y por qué iba a hacerlo? —contestó a voces Cabeza de Fuego—. A él no le gusta repetir las cosas. ¡Deberías saberlo!

El duende de arriba vaciló. Después esbozó una sonrisa.

—¡Es cierto! —exclamó—. Tienes razón, no le gusta nada. Pero —se inclinó hacia delante— recuerda lo que te he dicho. No trates con demasiada dureza a los prisioneros. Hace mucho tiempo que no los teníamos tan buenos.

—Claro —dijo Cabeza de Fuego—. Pero ahora, márchate. ¿O tendré que contarle al jefe que te gusta jugar a ser jefe durante su ausencia?

—Eres duro de pelar —gruñó el duende de arriba—. No te preocupes, no me dejaré ver durante un buen rato. No me interesa un pimiento observar a alguien limpiando. ¡Más bien me pone enfermo!

Y al momento su oscura cabeza desapareció.

—No soportaré esto mucho más tiempo —suspiró Bisbita.

Sietepuntos se incorporó con cautela.

—Creía que me había visto. Bueno, pasemos a la segunda parte. Cruzad los dedos para que la rata no esté tan hambrienta como yo.

Yantes de que Bisbita pudiera impedírselo, se fue con paso decidido hacia la escalera destruida.

¿Era de verdad Sietepuntos, el que se asustaba de las gallinas? Bisbita intentó seguirlo, pero Cabeza de Fuego la detuvo.

—No puedo explicártelo —dijo en voz baja—, pero creo que sabe lo que hace.

Sietepuntos estaba ya muy cerca de la escalera. La rata alzó sorprendida la cabeza y miró con curiosidad al duende rechoncho con sus ojos oscuros. Era la primera vez durante su largo cautiverio que alguien que no fuera el duende albino se acercaba a ella. Contrajo nerviosa la punta del hocico y sus largos bigotes vibraron. Cuando Sietepuntos comenzó a subir los escalones, se volvió. La pesada cadena tintineó y su rabo azotó, inquieto, la madera carbonizada.

Sietepuntos continuó su ascensión, peldaño tras peldaño, sin vacilar.

Bisbita y Cabeza de Fuego parecían petrificados y apenas se atrevían a respirar. En el penúltimo escalón, Sietepuntos se detuvo. Inspiró profundamente y miró cara a cara a la rata.

—Hola —dijo en tono bajo, pero firme.

La rata se quedó rígida, contemplando al duendecillo desgreñado.

—Como es lógico, no puedes entender mis palabras —dijo Sietepuntos, carraspeando—, pero estoy seguro de que me entiendes.

La rata aguzó las orejas y clavó los ojos en Sietepuntos.

—Vosotras, las ratas, sois muy inteligentes, lo sé de sobra —prosiguió—. En una ocasión tuve que relacionarme con una de vosotras. Desde entonces sé que sois distintas de lo que afirman los duendes. Sobre todo las ratas sois inteligentes, muy inteligentes.

La rata movió su cabeza en dirección a Sietepuntos, y la cadena raspó el suelo. Cabeza de Fuego y Bisbita dieron un respingo, pero Sietepuntos permanecía muy tranquilo.

—Voy a hacerte una oferta —le dijo, señalando la cadena con su mano peluda—. Voy a liberarte, y podrás ir donde se te antoje. Pero antes me darás la llave que está debajo de tu barriga.

En la cueva reinaba un silencio sepulcral. Desde arriba llegaban voces de duende amortiguadas, pero en el oscuro sótano no se oía ni el vuelo de una mosca.

—Bueno, ¿qué me dices? —preguntó Sietepuntos subiendo muy despacio el último escalón. Ahora estaba justo delante de la rata. Rodeando la pesada cadena con sus manos, añadió—: ¿Deseas librarte de ella?

La rata se alzó despacio sobre sus patas. Bajo su gorda panza apareció una llave. Sin pensárselo dos veces, Sietepuntos se agachó y la recogió. La rata no hizo el menor movimiento. Pero no perdía de vista al duende ni un segundo.

Sietepuntos volvió a incorporarse. Sólo vaciló un instante. Después se aproximó a la rata. Su cadena, como había dicho Cola de Milano, estaba sujeta al collar con un mosquetón. La desnuda cola de la rata comenzó a contraerse de un lado a otro. Sietepuntos, haciendo acopio de todo su valor, separó el cierre de resorte y separó el pesado gancho del collar. Después soltó la cadena, que cayó al suelo con un fuerte tintineo… y la rata quedó libre.

Se miraron durante un instante interminable. Después la rata se sacudió y bajó las escaleras de un par de saltos. Sietepuntos la siguió con la llave.

—¡La ha soltado! —gimió Cabeza de Fuego apretándose contra la malla que tenía detrás.

—¿Y qué esperabas? —siseó Bisbita sin quitar ojo de encima a la rata—. ¿Creías que iba a entregar la llave a cambio de unas cuantas caricias?

La rata estaba en mitad del sótano. Olfateando, alzó el afilado hocico. El triunfo relampagueó en sus ojos. Después lanzó una larga mirada cargada de odio hacia el lugar donde por las noches reinaba el duende albino.

Intranquila, Bisbita miró arriba, al agujero del sótano.

Si ahora alguien miraba hacia abajo, todo estaría perdido. Pero las voces de Cabeza de Fuego habían surtido efecto. Arriba no se movía nada. Sólo se escuchaban unas carcajadas amortiguadas.

Sietepuntos marchó derecho al almacén. La rata se volvió despacio y trotó tras él. Bisbita y Cabeza de Fuego no daban crédito a sus ojos. Cuando Sietepuntos se detuvo finalmente ante ellos, la rata estaba justo a su espalda. Deslizando su hocico afilado junto a Sietepuntos, escudriñó a los otros dos con sus ojos redondos.

—¡Nosotros hemos terminado! —llegó del almacén la voz queda de Cola de Milano—. ¿Qué hay de Sietepuntos? —asomó la cabeza por la puerta y al ver a la rata, retrocedió de un salto, horrorizado.

—Debéis moveros todos con calma y muy despacio —dijo Sietepuntos acariciando con cautela el pelo gris parduzco de la rata—. Haced como si os diera igual. O se pondrá nerviosa.

Los demás asintieron en silencio.

—¿Tiene que entrar también ella en el almacén? —preguntó Cabeza de Fuego aturdido.

—Pues claro —contestó Sietepuntos—, y también en el pasadizo. ¿O crees que puede subir trepando por la cuerda?

Cabeza de Fuego tragó saliva.

—Yo diría que voy a abrir ahora la trampilla de la salida de emergencia —advirtió Sietepuntos entrando en el almacén. La rata lo siguió.

—¡Permaneced muy tranquilos! —recomendó Sietepuntos en voz baja a los prisioneros, que se apiñaban en un rincón, aterrados—. Ya veis que es inofensiva. Sólo desea salir de aquí… igual que nosotros.

La rata miró interesada a cada uno y olfateó placenteramente el aire. Cabeza de Fuego condujo a Sietepuntos hasta la trampilla de hierro. El duende gordo se agachó junto a ella y con dedos temblorosos deslizó la llave en la cerradura. Se oyó un suave clic. Sietepuntos sonrió aliviado y abrió la trampilla. Una fosa oscura se abrió como un bostezo ante ellos.

—Comprueba si también encaja desde dentro —dijo Cabeza de Fuego.

Sietepuntos metió la llave en la cerradura por el otro lado.

—No hay problema —afirmó.

—Maravilloso. —Cabeza de Fuego soltó un suspiro de alivio—. Entonces bajad ahora los sacos al pasadizo y escondeos allí. Bisbita y yo pondremos en marcha la tercera parte. Sietepuntos, tú quédate aquí. Por hoy ya has hecho bastante y —señaló con disimulo a la rata— vigilarás a nuestra amiga, ¿verdad?

—Primero comeré algo —contestó Sietepuntos deslizando los ojos inquisitivos por los estantes repletos—. Me lo he ganado.

Cabeza de Fuego lo miró sin habla.

—¿Piensas comer ahora? —balbuceó.

—Desde luego. —Sietepuntos tiró de una caja de galletas, mientras la rata lo observaba con interés—. ¿Por qué no? Es el momento justo para ello.

—No lo comprendo —gimió Cabeza de Fuego—. ¡Es que no me cabe en la cabeza!

Bisbita, riendo, agarró por el brazo al duende negro.

—Anda, acompáñame —dijo empujándolo hacia delante—, que va a empezar la tercera parte y antes tienes que explicármela.