13
Que comienza con una tempestad y termina con una rata enfurecida
—¿Ves algo? —preguntó Cabeza de Fuego.
Habían dejado atrás las dos colinas y se encontraban al borde de un claro nevado en medio de la zona pantanosa. Bisbita había trepado a un árbol alto y desde allí oteaba en todas direcciones.
—No, nada —gritó hacia abajo—. Pero con la tempestad es dificilísimo ver algo.
Hacía una hora que el sol había desaparecido detrás de grandes cúmulos de nubes que se apilaban a gran altura y cubrían todo el cielo. El viento aumentó su fuerza y comenzó a desplazarlas como si fueran espuma sucia. Todo el bosque estaba en movimiento. Ramas y hierbas se mecían de un lado a otro bajo su carga de nieve, y los árboles jóvenes doblaban al viento sus delgados troncos.
—Es inútil —gritó Bisbita. El fragor que la rodeaba aumentaba cada vez más. Descendió a toda prisa—. ¡Debemos continuar sin demora! —dijo echándose de nuevo sobre sus hombros el pesado saco—. Se avecina una tempestad, y de las que hacen época. ¡Tenemos que estar fuera del claro cuando estalle!
Prosiguieron su marcha. Pero a pesar de las prisas, los pesados sacos sólo les permitían avanzar lentamente. El sol encima de ellos parecía cada vez más amenazador, y los árboles protectores distaban todavía un buen trecho. Estaban expuestos al viento gélido que traspasaba su pelaje como si fuera un abrigo agujereado. Tenían las piernas y los pies cansados y desollados, pero continuaron. Tenían que detenerse una y otra vez para borrar sus huellas. Los duendes ladrones no debían enterarse jamás de quién los había burlado. Por fin alcanzaron los árboles. La rata fue la primera en desaparecer entre la maleza. Los duendes la siguieron apresuradamente dando trompicones.
Sietepuntos lanzó una mirada de preocupación a las sombrías nubes. Copos de nieve helados caían como diminutos pinchazos sobre ellos, tan espesos que pronto dejaron de ver sus propias manos delante de los ojos.
—¡Tenemos que encontrar un refugio! —gritó Cola de Milano.
En ese mismo momento la rata desapareció con el camión de Cabeza de Fuego debajo de unas raíces de árbol. Sin vacilar, los cuatro duendes se deslizaron tras ella.
—¡Qué estrecho es esto! —gruñó Bisbita.
Las raíces de árbol ocultaban una verdadera cueva, pero sólo podía cobijar a los cuatro duendes, la rata y todo su equipaje si todos se apretujaban bien entre sí. Acurrucados como sardinas en lata, atisbaron hacia fuera por entre las raíces nudosas. El bramido del viento aumentaba su fuerza. El árbol encima de ellos comenzó a gemir y a crujir.
—¡Maldita suerte! —despotricó Cabeza de Fuego… que se dio cuenta de pronto de que estaba estrechamente apretado contra la rata. Sus ojos estaban a muy poca distancia de los suyos y lo observaban interesados.
—Sietepuntos —gimió Cabeza de Fuego—, ¿estás seguro de que tu amiga está saciada?
—No te alteres —gruñó Sietepuntos, al que la tormenta asustaba bastante más—. No nos hará nada.
—Vale. —Cabeza de Fuego cerró los ojos, y la rata, aburrida, apartó la vista de él.
La tempestad desataba toda su furia por el bosque, sacudía y agitaba los árboles desnudos y hacía bailar la nieve ante ella. Los duendes y la rata, sentados muertos de frío en su escondite lleno de corrientes de aire, escuchaban el fragor del viento, recordando con nostalgia sus cuevas calientes y protegidas. En realidad pretendían estar en casa antes de que oscureciera. Pero la tempestad había aniquilado esa esperanza.
Cuando el bramido del viento y los quejidos de los árboles enmudecieron al fin, habían pasado una eternidad acurrucados bajo las raíces del árbol. Se abrieron paso con esfuerzo hasta el exterior entre la nieve recién caída. El sol había salido de nuevo de detrás de las nubes, pero estaba a punto de ocultarse tras las copas de los árboles. Gimiendo, los duendes estiraron sus miembros entumecidos.
—Mirad esto —dijo Bisbita.
Poderosos remolinos de nieve se alzaban como torres a su alrededor. Y al árbol bajo el que se habían acurrucado se le había partido una poderosa rama que se había hundido en la nieve junto con el ramaje.
—¿Cuánto tiempo nos quedará hasta el arroyo? —preguntó Cabeza de Fuego.
Bisbita se encogió de hombros.
—Una hora creo.
—¡Pues, en marcha! —Cabeza de Fuego levantó su saco de provisiones—. No quiero salir ileso de una aventura semejante para acabar devorado por un búho en una noche oscura.
En silencio caminaron pesadamente por la nieve recién caída. Pasaron con esfuerzo por encima de altos montones de nieve arremolinada y bajo ramas partidas. Al menos, con la nieve reciente borrar las huellas era un poco más fácil.
Casi habían llegado al arroyo cuando un torbellino de nieve muy alto les cerró el camino. Con esfuerzo tiraron de sus pesados sacos hasta arriba. Sólo la corteza de árbol que llevaban bajo los pies impedía que se hundieran en la nieve junto con su carga.
La rata parecía muy descansada, pues llegó arriba rápidamente junto con el camión cargado hasta los topes. Aunque una vez allí se detuvo de pronto como si hubiera echado raíces.
—¿Qué le pasa? —preguntó Bisbita.
Sietepuntos alzó la vista, asombrado, hacia la rata.
—No tengo ni idea —contestó.
—Chisst —cuchicheó Cola de Milano tumbándose boca abajo en la nieve—. ¡Oigo algo!
Los cuatro contuvieron la respiración y escucharon. A sus oídos llegaron las pisadas de muchos pies.
—¡No puede ser! —susurró Bisbita, horrorizada.
La rata soltó la cuerda del camión y enseñó sus largos dientes. Todo su cuerpo parecía temblar.
—¡Son ellos! —gimió Sietepuntos—. Seguro. ¡Si os fijáis en la rata, sabréis quién se acerca!
En ese mismo momento la rata profirió un estridente chillido y salió disparada bajando por el torbellino de nieve. Los cuatro duendes subieron a toda prisa hasta arriba y acecharon cautelosos por encima de la cumbre nevada.
A unos treinta cuerpos de duende delante de ellos se veía una horda de duendes, como petrificada, entre los árboles. El pelaje blanco de su jefe destacaba débilmente de la nieve en medio de la oscuridad. Con los ojos dilatados por el asombro miraban a la rata gigantesca que se abalanzaba contra ellos enseñando los dientes. La nieve se esparcía tras ella como una bandera de humo. Ya se encontraba a pocos pasos de los ladrones.
El duende albino la reconoció en el acto, y supo que iba a por él. Durante un instante se quedó petrificado. Después giró como un remolino, se abrió paso entre sus huestes que continuaban sin saber qué hacer y corrió para salvar la vida. Cuando la rata pasó entre su gente, trepó como un rayo al tronco del árbol más cercano.
Los cuatro duendes observaron desde detrás del remolino de nieve cómo la rata frenaba bruscamente su carrera y se lanzaba rugiendo contra el tronco del árbol. Resoplando y regañando los dientes, se incorporó y miró hacia arriba. Tras ella, los ladrones se dispersaron en todas direcciones, dejando descuidadamente tirado en la nieve el escaso botín que portaban.
Su jefe, temblando y estremeciéndose, trepó a una gruesa rama. Con la cara deformada por el pánico, se acurrucó y miró fijamente a la rata, que seguía lanzándole bufidos.
—¿Por qué no trepa tras él? —preguntó Bisbita en voz baja.
—Debe de estar demasiado alto para ella —contestó Sietepuntos en susurros—. Además así es cómo él tiene menos posibilidades de escapar. Ella permanecerá ahí toda la noche. Y todo el día y la noche siguiente, si es necesario. Casi me da pena el pobre tipo.
—Sólo puede esperar a que ella se quede dormida tarde o temprano —murmuró Bisbita—, o sus días de duende vivo habrán llegado a su fin.
—Y entonces quizá no sepa nunca que nosotros hemos conseguido burlarle —dijo Cabeza de Fuego decepcionado.
—Si alguna vez regresa a sus ruinas, eso le dará igual —dijo Bisbita.
En silencio contemplaron un rato más a la rata y a su prisionero, que ahora era el duende albino.
—Vamos —dijo al fin Cola de Milano, levantándose—, continuemos nuestro camino. Quiero llegar a casa de una vez.