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En el que al principio todo sale bien y al final se tuercen algunas cosas

Los tres se quedaron petrificados y atónitos mientras miraban boquiabiertos y con el estómago gruñendo todas aquellas maravillas.

—Santo cielo —susurró finalmente Bisbita, sentándose—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Yo os lo enseñaré. —Cabeza de Fuego corrió hacia la descomunal estantería de la pared del fondo, trepó hasta el cuarto estante, tiró de una bolsa grande para separarla del montón y con un par de patadas vigorosas la empujó por el borde.

La bolsa cayó siseando y chocó contra el suelo.

—Ahora voy a atiborrarme la barriga de ositos de goma hasta explotar —anunció Cabeza de Fuego mientras se descolgaba a la velocidad del rayo.

Sietepuntos ya había rajado la bolsa a lo largo con sus garras afiladas.

—¡No estaréis hablando en serio! —les riñó Bisbita.

Cabeza de Fuego y Sietepuntos comenzaron a sacar de la bolsa un oso pegajoso tras otro para zampárselos.

—Pues sí —resopló Cabeza de Fuego—. El Pardo nunca regresa antes de mediodía.

—¿Y nuestras provisiones? —Bisbita, muy enfadada, se puso en jarras—. Ni siquiera sabemos cómo vamos a sacarlas de aquí.

—Romperemos una ventana —dijo Cabeza de Fuego arrancando la cabeza a un oso rojo de un mordisco.

—Muy bien. —Bisbita hervía de furia—, para que el Pardo se dé cuenta y jamás podamos volver a entrar aquí.

Cabeza de Fuego dejó de masticar y se quedó pensativo.

—Tienes razón —gruñó—, eso no estaría bien. Quién sabe cuánto nos podremos llevar hoy —y dejando caer al suelo el oso de goma mordido que sostenía entre sus garras, inspeccionó la estancia.

—Eh, Sietepuntos —llamó—, deja de comer y piensa.

Sietepuntos se metió en la boca lo que quedaba de un oso verde y después miró indeciso primero a Bisbita y después a Cabeza de Fuego.

—No sé —dijo desconcertado—, es que con tanta comida alrededor no se me ocurre una sola idea razonable.

Bisbita le lanzó una mirada severa.

—Lo más importante es llevarnos únicamente lo que pueda saciarnos de verdad y que no sea una carga muy pesada. O sea, galletas, chocolate, nueces, pasas, conservas de pescado, frutos secos si es que los hay, y quizá también pan tostado. Por el momento estoy hasta las narices de latas de conservas. Meteremos todo lo que podamos en esas bolsas de plástico que hay delante de la ventana, las arrastraremos hasta la cama y luego… —frunció el ceño—, luego… no sé seguir.

—¡Pero yo sí! —Cabeza de Fuego sonrió—. Abriréis una de las hojas de la ventana con la palanca que las sujeta. No debería ser difícil. A continuación tiraréis las bolsas de plástico por la ventana y yo esperaré abajo para transportarlas hasta el lindero del bosque. Pero a cambio… —guiñó un ojo a sus dos amigos—, a cambio me largaré un momento.

—¿Qué quieres decir? —Bisbita lo miró con desconfianza.

—Que vosotros llenaréis las bolsas y abriréis la ventana, y mientras tanto yo me ocuparé del transporte.

—¿Qué demonios significa eso? —rugió furiosa Bisbita.

Pero Cabeza de Fuego salió por la puerta, saltó por encima de la piel de oso y desapareció en el dormitorio del Pardo.

Sietepuntos y Bisbita corrieron tras él. Pero únicamente les dio tiempo a verlo desaparecer a toda velocidad entre la chatarra esparcida por detrás de la cabaña.

—¡Ese tipo acabará volviéndome loca! —gruñó Bisbita.

Sietepuntos miraba, horrorizado, por la ventana.

—Siéntate en la cama —le dijo Bisbita y luego trepo por el marco de la ventana hasta la palanca de la que había hablado Cabeza de Fuego—. Ahora intentaré abrir este chisme.

Sietepuntos observó acongojado cómo Bisbita apretaba y daba tirones a la enorme palanca. Finalmente esta se movió un poco. A pesar de todo, en la ventana nada pareció cambiar. Bisbita apretó y estiró jadeando por el esfuerzo. Nada. Finalmente apretó una pierna contra la otra hoja de la ventana. La ventana se abrió con un sonoro chirrido y pasó siseando a un pelo de distancia de la peluda cabeza de Sietepuntos. Bisbita voló por el aire describiendo un amplio arco y aterrizó en el edredón con un sordo golpe.

Cuando apareció, Sietepuntos la miró, admirado.

—¡Lo has conseguido! —exclamó.

Una de las hojas del ventanuco estaba abierta de par en par por encima de sus cabezas. Bisbita trepó de nuevo al alféizar y lanzó una mirada de preocupación hacia el exterior. De Cabeza de Fuego no se veía ni rastro.

—¡Qué le vamos a hacer! —murmuró ella saltando encima de las blandas plumas—. ¡Ven, Sietepuntos! Vamos a llenar unas cuantas bolsas.

Cuando ambos alcanzaron el alféizar con la primera de las bolsas, llena hasta los topes, Cabeza de Fuego ya los esperaba abajo. A su lado tenía un camión grande de plástico, de color verde chillón, con un enorme volquete y un cordel atado a la cabina del conductor para arrastrarlo.

—Bueno ¿qué me decís? —Cabeza de Fuego resplandecía de gozo. Casi reventaba de orgullo.

—¿De dónde has sacado ese trasto? —inquirió Bisbita.

—Pertenece al niño de la segunda caravana —contestó Cabeza de fuego—. Pero nunca juega con él, de modo que tampoco lo echará de menos.

—¡Confiemos en que así sea!

—Tirad la bolsa.

La bolsa atiborrada cayó con un zumbido y aterrizó justo en el camión de juguete.

—¡Diana! —Cabeza de Fuego rio y agarró el cordel—. Apresuraos con el próximo cargamento. Enseguida vuelvo.

El vistoso vehículo traqueteaba tras él y desapareció finalmente junto con Cabeza de Fuego detrás de la gran bañera.

—¿Y las gallinas? —preguntó Sietepuntos, inquieto.

—Se han marchado —afirmó Bisbita—. Venga, vamos a por la siguiente.

En cuanto arrojaban una bolsa desde el alféizar al camión de Cabeza de Fuego, Bisbita lanzaba una mirada preocupada hacia el cielo. Pero el sol no había alcanzado ni mucho menos su posición del mediodía.

—¿Cuántas llevamos? —preguntó Bisbita al de abajo.

—¡Seis! —contestó Cabeza de Fuego.

—Por el momento es suficiente, ¿no?

—¿Pero qué dices? —Cabeza de Fuego alzó hacia ella una mirada de asombro—. Si aún falta mucho para el mediodía.

—Da igual, tengo un mal presentimiento. Creo que llenaremos una bolsa más y nos largaremos enseguida.

Cabeza de Fuego se encogió de hombros.

—Como quieras. A mí me parece una estupidez. Pero haced lo que os apetezca.

—¿Tú qué opinas, Sietepuntos?

El duende rechoncho contrajo nerviosamente las orejas.

—Una bolsa más y a continuación salir disparados de aquí.

—De acuerdo.

Saltaron sobre la cama por última vez y de allí, al suelo. Tras cruzar a toda mecha la habitación de la piel de oso, irrumpieron en el cuarto de las provisiones y subieron a los estantes. Desde allí tiraron unos cuantos paquetes de galletas, varias tabletas de chocolate y una bolsa de cacahuetes y empezaron a embutir todo en la bolsa a la velocidad del rayo.

Cuando oyeron fuera el ruido del motor, se quedaron petrificados. Sietepuntos comenzó a gemir de pánico y se acurrucó en el suelo. Unos pasos pesados se aproximaban a la cabaña.

—¡Deprisa! —Bisbita tiró del lloroso Sietepuntos para ponerlo en pie—. ¡Corre!

Salieron disparados del almacén, pasaron junto a la piel de oso y se encaminaron hacia la puerta del dormitorio. Oyeron girar la llave en la cerradura y el silbido de Cabeza de Fuego llamándolos desde fuera. Justo cuando cruzaban, lanzados, la puerta abierta, Sietepuntos resbaló y cayó al suelo, profiriendo un grito agudo.

—¡Mi pierna, mi pierna! —gimió.

Bisbita lanzó una mirada de desesperación hacia la ventana abierta. En ella apareció el rostro horrorizado de Cabeza de Fuego.

—¡Daos prisa! —lo oyeron jadear.

Tras ellos, la pesada puerta de la cabaña se abrió con un sonoro crujido.

Presa de la desesperación, Bisbita cogió por debajo de los brazos al quejumbroso Sietepuntos y lo arrastró hasta un armarito emplazado detrás de la puerta del dormitorio. Tenía unas patas tan cortas que ella y Sietepuntos podían yacer tumbados debajo. El perro no podría meter por allí ni siquiera el hocico. Bisbita volvió a saludar al horrorizado Cabeza de Fuego, empujó por delante al duende gordinflón y después ella misma se deslizó boca abajo en la protectora oscuridad.

Apenas habían desaparecido sus pies, el perro del Pardo entró en tromba en la habitación y empezó a olfatear el suelo como un poseso.

Cabeza de Fuego lanzó una mirada desesperada al gigantesco animal. Después, con las piernas temblorosas, volvió a deslizarse pared abajo y regresó tan deprisa como pudo al lindero del bosque.

A sus espaldas, Brutus asomó su cabeza negra por la ventana y le ladró furioso mientras se alejaba.