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En el que juegan una mala pasada al pobre Sietepuntos y los días de calma y saciedad finalizan bruscamente
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Poco después, Cabeza de Fuego y Bisbita colocaban encima del camión al extenuado y maltrecho Libélula Azul. Tras enroscarse en el volquete, se durmió al momento.
—Cabeza de Fuego, estoy muy preocupada —susurró Bisbita.
El cielo sobre ellos estaba casi tan blanco como la nieve y el sol era un tenue resplandor detrás de las nubes.
—Sí, lo sé —contestó Cabeza de Fuego en voz baja—. Te gustaría tanto como a mí saber dónde se han metido esos despreciables individuos.
—¡Exacto! —confirmó Bisbita—. A partir de ahora tendremos que tener los ojos bien abiertos.
—Sí —suspiró Cabeza de Fuego—, y una boca más nos obligará seguramente a pasar hambre unos días.
—Es inevitable. —Bisbita se encogió de hombros—. Tendremos que confiar en que la primavera se adelante o en hallar algún botín inesperado.
—¿Quién sabe? A lo mejor Cola de Milano regresa pronto —intervino Cabeza de Fuego— cargado con un montón de bocadillos y de galletas. Aunque al pensar en la terrorífica historia de Libélula Azul, sólo deseo que regrese sano y salvo.
Continuaron el camino en silencio. Comenzó a nevar nuevamente. El dormido Libélula Azul pronto quedó cubierto por una fina capa de nieve, y también Bisbita y Cabeza de Fuego tuvieron gorros de nieve sobre sus cabezas en un abrir y cerrar de ojos. Arrastrar el camión era una tarea cada vez más fatigosa.
Estaban cerca de su destino, cuando Bisbita se paró de repente.
—¿Qué es eso? —preguntó mirando fijamente el suelo nevado—. ¿Ves eso, Cabeza de Fuego?
Incluso bajo la nieve recién caída se veía con claridad que allí habían pisado muchos pies hacía algún tiempo… pies de duende.
—¡Maldición! —masculló Cabeza de Fuego.
Allí delante estaba el árbol muerto que albergaba la madriguera de Sietepuntos. Y el ancho rastro pisoteado que la nieve iba ocultando lentamente conducía justo hasta allí.
—¡Deprisa! —gritó Cabeza de Fuego dejando caer en la nieve la cuerda del camión de juguete.
Pero Bisbita ya había echado a correr. Cuando llegó a la copa del árbol, vio para espanto suyo que muchas de las ramas muertas estaban partidas y rotas. Despotricando, se deslizó entre las ramas para dirigirse a la entrada de la cueva.
—¡Sietepuntos! —gritó—. ¡Eh, Sietepuntos!
Tras ella llegó, jadeando, Cabeza de Fuego.
—¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?
—No lo sé. —Bisbita irrumpió de un salto en la cueva y escudriñó a su alrededor.
La cueva estaba vacía. Todas sus provisiones habían desaparecido.
—¡Oh, no! —gimoteó Cabeza de Fuego.
De uno de los numerosos pasadizos laterales llegaron unos gruñidos amortiguados. Corrieron hacia allí. Sietepuntos yacía en la oscuridad atado como una larva de mariposa e intentaba desesperadamente escupir una hoja arrugada que le habían metido en la boca a modo de mordaza.
—¡Sietepuntos! —Bisbita sacó la mordaza al duende regordete con dedos temblorosos, mientras Cabeza de Fuego sin más preámbulos le rompía las ligaduras a mordiscos.
—¡Ay, lo siento mucho! —sollozó Sietepuntos—. Se lo han llevado todo. ¡Pero es que eran muchos!
—Está bien —lo consoló Bisbita—, tranquilízate.
—¿Tranquilizarme? —clamó Sietepuntos—. ¿Cómo voy a tranquilizarme? Ahora nos moriremos de hambre, maldita miseria.
—¡Aquí no se va a morir de hambre nadie! —bramó iracundo Cabeza de Fuego, temblando de rabia—. Recuperaremos hasta la última galleta, te lo prometo, hasta la última tableta de chocolate. ¡Esos canallas no se quedarán ni un bocado!
—¿Y cómo piensas conseguirlo? —preguntó Sietepuntos, incorporándose.
—Aún no lo sé —contestó Cabeza de Fuego—, pero lo recuperaremos todo.
—Sí, lo haremos —gruñó Bisbita enfadada—. ¡Y después quiero descansar por fin en este maldito invierno!
En silencio, salieron uno tras otro de su hogar expoliado al aire libre. Entretanto, caía una nieve tan espesa que no se veía ni a un paso de distancia.
—Maldición —renegó Bisbita—, dentro de unos minutos sus huellas habrán desaparecido por completo. ¿Cuánto tiempo hace que se fueron, Sietepuntos?
—Un buen rato —respondió Sietepuntos sorbiéndose los mocos—. Creí que iba a pudrirme, de tanto tiempo como pasé tirado en la oscuridad.
—En ese caso carece de sentido seguirlos —comentó Cabeza de Fuego con expresión sombría. De repente, se dio una palmada en la frente—. ¡Ay, madre!, nos hemos olvidado por completo de Libélula Azul. Volved a la cueva, yo lo traeré —y un instante después desapareció entre los remolinos de nieve.
—¿Libélula Azul? —Sietepuntos miró confundido a Bisbita—. ¿Cómo es eso? Creí que había desaparecido.
—Es una larga historia —contestó su amiga—. ¿Qué te parece si te la cuento dentro de la cueva?
Poco tiempo después los cuatro se sentaban, cariacontecidos, en la cueva vacía.
—¿Y cómo pudieron llevárselo todo? —preguntó Bisbita.
—Traían unos sacos enormes —explicó Sietepuntos.
—Claro, y no te dirían amablemente quiénes eran, ¿verdad?
—Por supuesto que no. —Sietepuntos suspiró—. Se limitaban a vociferar y hacer chistes malvados a mi costa. Y celebraban a gritos lo buenos tipos que eran.
Cabeza de Fuego soltó un profundo gruñido.
—Sé que en los últimos años nosotros también hemos cometido algún que otro robo juntos. Pero, maldita sea, una cosa es birlar un poco a los humanos, que están a punto de explotar de tanto comer. Al fin y al cabo ellos llevan años esquilmando el bosque y no nos dejan ni siquiera unas míseras bayas para vivir. Pero robárselo todo a tus propios congéneres para que luego perezcan de hambre, es lo más perverso que he visto jamás.
—No te alteres —le recomendó Bisbita—. Es inútil. Mejor piensa dónde podrían haber transportado nuestras provisiones. Tenemos que recuperarlas rápidamente o muy pronto el hambre nos impedirá salir de la madriguera —se volvió de nuevo al duende rechoncho—. Sietepuntos, ¿comentaron algo sobre a la distancia que hay hasta su guarida? ¿O adónde tenían que transportar su botín?
Sietepuntos frunció su ceño peludo y reflexionó. De pronto su rostro se iluminó.
—Sí, ahora lo recuerdo —contestó mirando a los otros muy excitado—. Correteaban como locos por la cueva, contando chistes estúpidos, y entonces uno de ellos se enfadó como una bestia y…
—¿Era un tipo delgado? —lo interrumpió Libélula Azul—. ¿Con el pelaje blanco como la nieve y diminutas manchas negras en la barriga?
—¡Sí, exacto! —Sietepuntos lo miró, asombrado—. Con una voz extrañamente suave.
—Tiene que ser el mismo del que os he hablado —informó Libélula Azul muy alterado—. El mismo que capitaneaba la banda que me asaltó a mí.
—Ese parece ser el jefe —gruñó Cabeza de Fuego—. Es típico. Esas bandas idiotas siempre tienen un jefe.
—Bueno, con eso queda definitivamente demostrado que se trata de la misma banda —aseguró Bisbita—. Es casi tranquilizador que no vaguen por aquí dos hordas iguales. Dime, Sietepuntos, ¿qué dijo ese jefe?
—Les echó un rapapolvo. Dijo que se dejaran de majaderías y metieran todo en los sacos para poder llegar a su guarida antes de anochecer.
—Aaaah —dijo Cabeza de Fuego—, ahora sí que se pone interesante la cosa. ¿Dijo ese indeseable algo más?
Sietepuntos frunció el ceño.
—¡Sí! Que si seguía nevando así les costaría mucho subir la pendiente con esos sacos tan pesados.
—¡Muy interesante! —Cabeza de Fuego se volvió hacia Libélula Azul—. ¿Tienes idea en qué dirección está el lugar donde te asaltaron?
—Debió ser al sur —contestó Libélula Azul.
—Bueno, no está mal. —Cabeza de Fuego esbozó una sonrisa triunfal—, con ello ya tenemos una pista. Eso sí que he podido observarlo en sus huellas: proceden del sur y han vuelto al sur. Eso nos proporciona una dirección, aunque sea vaga —se levantó y comenzó a recorrer la cueva de arriba abajo—. ¿Qué más sabemos? Que su madriguera está a tal distancia de aquí que les permite llegar con su pesada carga antes de anochecer. Sietepuntos, ¿es verdad que se presentaron aquí poco después de habernos ido nosotros?
Sietepuntos asintió.
—Creo que no llevabais ni media hora fuera. Yo aún no había vuelto a dormirme.
—Eso significa que su guarida debe de estar de aquí a seis o siete horas como máximo. Y seguro que todavía podemos descontar algo, porque a fin de cuentas transportan mucha carga.
—Yo nunca he ido tan lejos —dijo Bisbita—. Ninguno de nosotros ha llegado nunca tan al sur.
—Yo sí —dijo Libélula Azul—, pero no me complace recordarlo.
—¿Cómo es aquello? —le preguntó Sietepuntos, preocupado.
—El bosque es mucho más espeso que aquí —contó Libélula Azul—, los árboles más altos y corpulentos, y en algunos lugares la maleza entre ellos es casi impenetrable. En un par de ocasiones me vi obligado a cambiar de dirección, pues el suelo estaba tan cenagoso que tuve miedo de hundirme. Y por todas partes apestaba a lechuzas y a zorros.
—¿Atravesaste también territorios muy montañosos? —preguntó Cabeza de Fuego.
Libélula Azul sacudió la cabeza.
—No, no me acuerdo de eso.
—Tal vez tengan su guarida en la cima de una colina —comentó Cabeza de Fuego meditabundo—. Porque su jefe habló de una pendiente.
—Podría ser —apuntó Bisbita—, pero también podría haberse referido a una colina cualquiera o a una cuesta empinada.
—Podría, podría… —gruñó Cabeza de Fuego—, no seas tan pesimista.
Sietepuntos carraspeó.
—Se me ha ocurrido una idea —dijo con voz insegura—, pero no sé…
—¿Cuál? —quiso saber Bisbita.
—Creo que deberíamos pedir consejo a Milvecesbella —opinó Sietepuntos—. Ella viajó mucho cuando se fue a hacer su aprendizaje. A lo mejor ella sabe dónde hay colinas al sur, o una guarida que permita a un tropel de duendes esconderse.
—¡Es una idea genial, Sietepuntos! —exclamó Cabeza de Fuego.
El duende regordete sonrió y se acarició el pelaje con timidez.
—¿Y dónde vive ahora Milvecesbella?
—Encima de un árbol, igual que yo —respondió Bisbita—. En un nido de ardillas abandonado, a poco más de una hora de camino de aquí. ¿Qué os parece si le hago una visita hoy mismo? Podría estar de regreso mañana temprano.
—¿Piensas ir sola? —preguntó Sietepuntos.
—Claro. Así tú podrás reponerte del asalto, y mientras estoy fuera Cabeza de Fuego conseguirá una ración de comida extra para el desfallecido Libélula Azul.
—No sé dónde voy a conseguirla —rezongó Cabeza de Fuego.
—Donde los humanos alimentan a los patos. Ya sabes. Allí siempre se encuentran unos mendrugos de pan.
—De acuerdo —refunfuñó Cabeza de Fuego—. No me apetece nada, pero lo haré. Mientras, estos dos —lanzó una mirada sombría a Sietepuntos y a Libélula Azul— pueden quedarse aquí tumbados a la bartola como dos vagazos.
—¡No te sulfures tanto! —Bisbita se puso de pie sonriendo—. Me pondré en camino ahora mismo —corrió hacia la entrada de la cueva y miró fuera—. Sigue nevando —afirmó—. Llegaré a casa de Milvecesbella convertida en una mujer de nieve.