11
Que termina con un final feliz y atiborrado
![](/epubstore/F/C-Funke/No-Hay-Galletas-Para-Los-Duendes/OEBPS/Images/image2.png)
Cuando Bisbita se despertó, le zumbaba la cabeza. Se palpó el cráneo con exquisito cuidado. En el medio, justo entre las orejas, un chichón de considerable tamaño, recordatorio doloroso del armario del Pardo, abombaba su pelaje liso. Bisbita, suspirando, se sentó y atisbo a su alrededor. Sietepuntos seguía roncando en el lugar donde lo habían tumbado. Y Cabeza de Fuego por lo visto se había pasado la noche trabajando. A su alrededor se apilaban cajas de galletas, tabletas de chocolate y el resto de lo que habían birlado en casa del Pardo.
Bisbita se abrió paso entre tantas exquisiteces y salió al exterior. El camión de juguete estaba bien oculto debajo de un montón de hojas entre las ramas del árbol muerto. Y dos pies negros se balanceaban justo delante de su nariz.
—¿Qué, has descansado bien? —Cabeza de Fuego, sentado en una rama gorda por encima de ella, le sonreía.
Bisbita trepó y se sentó a su lado.
El tiempo era similar al de la jornada anterior, un soleado y claro día de invierno.
—Seguro que sí. Nosotros, mi camión y yo, nos hemos pasado la noche trabajando.
Bisbita sonrió.
—¿Tú qué opinas? —miró, inquisitiva, al duende pelirrojo—. ¿Crees que tendremos bastante para pasar el invierno?
—En circunstancias normales, sí —contestó Cabeza de Fuego, rascándose detrás de sus largas orejas—. Pero el invierno es traicionero. Uno nunca sabe bien lo largo y frío que será. No estaría mal que volviéramos en algún momento a por otro cargamento.
Bisbita negó con la cabeza.
—Olvídalo —replicó—. El Pardo lo vendió todo ayer.
—Que vendió a alguien todas sus provisiones. Y se las llevaron enseguida. Sietepuntos y yo oímos cómo las transportaban poco a poco hasta el coche.
—¡Oh, no! —Cabeza de Fuego dio un puñetazo furioso en la rama sobre la que se sentaban—. ¡Qué mala suerte!
—Pues yo me alegro muchísimo —replicó Bisbita—. No sé si habría tenido valor para entrar de nuevo allí. Así pues, no nos queda más remedio que arreglárnoslas con lo que tenemos.
—La piel nos bailará encima de los huesos cuando llegue la primavera —suspiró Cabeza de Fuego.
—Sí, Sietepuntos sobre todo sufrirá mucho. —Bisbita sonrió sardónica—. Ah, por cierto, se ha hecho daño en una pierna. Convendría que le echaras un vistazo, tú entiendes un poco de esas cosas.
—Lo haré. —Cabeza de Fuego asintió—. Y después celebraremos nuestro botín con un desayuno opíparo.
Cuando entraron agachándose en la cueva, Sietepuntos se quitaba el sueño frotándose los ojos. Les sonrió, cansado.
—Buenos días, héroe —saludó Cabeza de Fuego—. ¿Qué tal tienes la pierna? ¿Quieres que la examine ahora o después de desayunar?
Sietepuntos se palpó, cauteloso, la pierna izquierda. Al tocar el tobillo, dio un respingo. Estaba muy hinchado y le dolía mucho.
—Creo que me he torcido el tobillo —anunció—. Pero… creo que resistiré sin problemas hasta después del desayuno —añadió relamiéndose los labios peludos con su lengua pequeña y puntiaguda.
Fue un desayuno maravilloso: tres clases de galletas y un trozo de chocolate para cada uno. Después, Cabeza de Fuego vendó la articulación hinchada con fuertes bandas de tela que trajo especialmente de su casa. Hecho esto, repartieron en tres grandes montones su botín nocturno y calcularon lo que les tocaría cada día si el invierno tenía la duración habitual. Comprobaron aliviados que sus preocupaciones por las provisiones invernales habían llegado a su fin. No sería un invierno muy abundante, pero desde luego no se morirían de hambre.
—¡Tengo una idea! —exclamó Bisbita—. ¿Qué os parecería pasar juntos el invierno aquí, en la cueva de Sietepuntos? Por las noches podríamos acurrucamos bien juntitos para combatir el frío. Además, nos evitaríamos distribuir las provisiones por nuestras madrigueras. Y las largas noches de invierno seguro que serán mucho más divertidas si cada uno de nosotros no está solo en su hogar. ¿Qué me dices, Sietepuntos?
Este esbozó una sonrisa deslumbrante.
—¡Oh, me parecería genial! —exclamó entusiasmado—. De todos modos este sitio es demasiado amplio para uno. Y siempre me aburro terriblemente cuando estoy solo, sobre todo después de oscurecer.
—¡Entonces, decidido! —sentenció Cabeza de Fuego—. Mañana mismo traeré mis cosas y atrancaré mi casa hasta la primavera.
—Yo también traeré mi calcetín de dormir —dijo Bisbita.
Total, que la noche siguiente durmieron tres duendes en la cueva de Sietepuntos, y la siguiente, y muchas más. Fuera aumentaba el frío, pero la vieja madriguera de conejos situada bajo las ramas del árbol caído era cálida y confortable. Y sus tres moradores no tenían otra cosa que hacer salvo comer, dormir, rascarse, reír, contar cuentos y prepararse para pasar un invierno que no sería peor que los anteriores y quizá incluso un poco mejor.