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En el que Bisbita se mete en una situación peliaguda, muy peliaguda

Era una caravana enorme, oxidada, con cortinas floreadas y un letrero de madera con el nombre encima de la puerta de entrada. Estaba tan cerca del lindero del bosque que una corpulenta haya extendía por encima de ella sus ramas y hojas con gesto protector y había cubierto el tejado con un gorro de óxido rojo formado por las hojas caídas.

Ágil como una comadreja, Bisbita salió disparada de detrás del tronco de árbol y se metió bajo la tripa de la caravana. Era evidente que el Pardo no estaba en casa, pero todas las precauciones eran pocas para un duende. Bisbita acechó a su alrededor.

En la penumbra sólo se veían unos charcos helados, unas cuantas latas de cerveza vacías tiradas por ahí, una bolsa de plástico rota y un montón de pañuelos de papel sucios, medio podridos. ¡Nada! ¡Absolutamente nada! Ni siquiera un mísero corazón de manzana que llevarse a la boca. Ni un mendrugo de pan con mantequilla mordido o una corteza de queso dura. ¡Maldita sea!

Bisbita se deslizó detrás de una de las enormes ruedas y atisbo cautelosa hacia afuera. Apenas a unos metros de distancia estaba el lugar en el que los humanos encendían fuego para asar carne. Al recordar los exquisitos aromas que flotaban entonces por el claro, a la hambrienta Bisbita se le hizo la boca agua. A veces encontraban allí patatas o restos de carne entre la ceniza fría. Seguro que Cabeza de Fuego aún no había inspeccionado esa zona. Era muy arriesgado, pues no ofrecía posibilidad alguna de esconderse, sólo la tierra desnuda y la hierba baja. Pero el hambre pellizcaba y mordía su estómago, y además le habría encantado demostrarle a Cabeza de Fuego que ella era más lista y más valiente que él.

Su mirada se dirigió a las otras caravanas. Por debajo de las cortinas corridas de una de ellas salía luz. Pero se encontraba al otro extremo del claro. Otra era más amenazadora, pues sólo estaba alejada unos pasos del lugar donde los humanos encendían fuego. Pero a pesar de la mañana sombría allí no había luces encendidas… «Una buena señal», pensó Bisbita.

Lanzó una rápida ojeada a la cabaña de madera: también estaba a oscuras. Bisbita se mordió los labios. Después, con un salto elástico salió de detrás de la rueda gorda, corrió agachada sobre la tierra desnuda y se lanzó jadeando detrás de una de las grandes piedras que rodeaban el lugar donde encendían fuego. Se quedó tumbada, resguardada por ella.

En el claro reinaba un silencio sepulcral a la luz grisácea de la mañana, como si el tiempo se hubiera detenido con la primera helada. Bisbita dirigió su aguda mirada de duende hacia el lindero del bosque. A punto estuvo de soltar una carcajada. Dos pares de ojos atónitos miraban desde allí hacia ella. ¡Bueno, menudo lo que les había enseñado a esos dos! No pudo reprimir una risita ahogada. Jamás se había atrevido un duende a acercarse al hogar a plena luz del día.

Como una pequeña serpiente peluda, Bisbita se deslizó al centro del anillo de piedras. La ceniza y el carbón vegetal cubrían la tierra desnuda. Ella olfateó y rebuscó, pero por lo visto el perro del Pardo ya se había zampado todos los restos y había dejado un olor tan intenso que el pelo de la nuca de Bisbita se erizó y a cada momento temía sentir el aliento cálido del can en el pescuezo. Sin embargo, todo seguía en silencio, en un silencio sepulcral.

Entonces… un olor interesante llegó de repente a su nariz. Avanzó un poco más… y en efecto: en medio de la ceniza había dos patatas. Bastante grandes incluso. ¿Debía comérselas allí? Imposible. Demasiado peligroso. Tenía, pues, que llevárselas. Pero ¿cómo?

Bisbita, acuclillándose, rodeó con sus garras uno de los arrugados tubérculos y se lo metió debajo del brazo. ¡Sí, eso funcionaría!

Se incorporó con una patata debajo de cada brazo y corrió de nuevo hacia una de las piedras grandes. De Sietepuntos y Cabeza de Fuego no se veía ni rastro. Bueno, daba igual. Seguro que estaban esperándola detrás de la caravana. Con una sonrisa triunfal se deslizó fuera de su escondrijo y emprendió el camino de regreso, tambaleándose ligeramente bajo su pesada carga. Miró hacia la casa del Pardo. Nada. También las caravanas seguían silenciosas y somnolientas. Dirigió la mirada a su meta, la sombra protectora situada detrás de la rueda grande, y se detuvo en seco. Primero pensó dejar caer las patatas. Pero sus garras se negaban a soltar el valioso botín. Así que se limitó a quedarse allí, en medio del claro, como si hubiera echado raíces. Dos ojos gigantescos amarillo verdosos la miraban fijamente desde la oscuridad de debajo de la barriga de la caravana.

Se había olvidado del gato. Los gatos son sigilosos. ¡Pero habría debido olerlo!

—¡Maldición! —masculló entre dientes.

No se atrevía a moverse. Sabía de sobra en qué momento saltaría el felino.

—¡Vamos, hazlo de una vez! —se dijo Bisbita.

Y el gato saltó. Su cuerpo atigrado salió disparado de la sombra, pasó ante la atónita Bisbita a la velocidad del rayo y trepó al tronco de un haya esbelta como si lo persiguiera el diablo. Cuando desapareció arriba, entre las hojas de un rojo herrumbroso, Bisbita oyó sus bufidos iracundos.

—¡Rápido! —oyó la voz de Cabeza de Fuego, y sus cabellos rojos aparecieron un momento por detrás de la rueda de la caravana—. ¡No te quedes ahí parada! —siseó él—. ¡Vamos!

Bisbita se movió y, tambaleándose se dirigió tan deprisa como pudo hacia la caravana protectora con su valiosa carga. Allí, Cabeza de Fuego y Sietepuntos cogieron las patatas y los tres se adentraron en el bosque, corriendo cuanto podían.

Huían hacia la casa de Sietepuntos, una conejera grande, abandonada tiempo atrás y muy próxima al camping. La única entrada estaba bien escondida debajo de la copa seca y cubierta de ortigas y zarzas de un árbol caído. Los tres duendes alcanzaron jadeando el árbol muerto. A toda prisa se apretujaron entre las ramas espinosas del zarzal y las secas del árbol hasta llegar a la entrada pequeña y oscura. Sietepuntos retiró el trozo de gomaespuma con el que siempre tapaba el agujero y a continuación los tres se pusieron a salvo en la oscuridad.

—¡Esperad, voy a encender la luz! —advirtió Sietepuntos.

Los otros dos, extenuados, se dejaron caer en las blandas hojas con las que Sietepuntos había mullido su hogar.

—¿Luz? —preguntó Cabeza de Fuego.

Hasta los duendes diurnos como Bisbita, Sietepuntos y Cabeza de Fuego veían de maravilla en la oscuridad.

—A mí la luz me parece confortable —dijo Sietepuntos mientras hurgaba en un tubo grande hundido hasta la mitad en uno de los numerosos corredores que conducían al exterior de la madriguera.

—¡Atención! —exclamó él, y un gran disco luminoso redondo iluminó la cueva con luz mortecina.

—¿Qué demonios es eso? —Cabeza de Fuego se acercó, curioso, y palpó con los dedos el disco brillante.

—Lo encontré debajo de una caravana —explicó Sietepuntos, henchido de orgullo—. Menudo esfuerzo me costó traerla hasta aquí.

—Es una linterna de bolsillo —dijo Bisbita, mientras quitaba la piel arrugada de una de las patatas, ya repuesta del susto—. Y ahora contadme qué hicisteis con el gato, pues creo que he de agradeceros a ambos no estar ahora deshaciéndome en su barriga.

—No hay de qué —respondió Cabeza de Fuego—. De todos modos sólo te hemos salvado para no perdernos esas estupendas patatas.

—¡Eso es una mentira gordísima! —Sietepuntos sacudió con energía su cabeza desgreñada.

—¡Él tiene razón! —Cabeza de Fuego sonrió—. No es verdad. Lo del gato sucedió así: estábamos observándote durante tu valerosa empresa, cuando Sietepuntos reparó de repente en un gran peligro. Ese pequeño y diabólico gato atigrado se había instalado a sus anchas debajo de la caravana, esperando plácidamente el momento de devorarte. Como es natural, no podíamos permitirlo, así que nos deslizamos detrás de la caravana y yo imité al perro del Pardo, ese gruñido que suelta cuando está furioso y hambriento. Así más o menos. —Cabeza de Fuego echó la cabeza hacia atrás y profirió un gruñido profundo y amenazador. Sonó tan auténtico que Sietepuntos y Bisbita notaron un escalofrío recorriendo su espalda.

—¡Caramba, yo también habría mordido el anzuelo! —exclamó Bisbita—. Menos mal que no lo oí, pues de lo contrario seguro que habría pensado que el perro y el gato habían puesto sus miras en mí. Pero ahora —retiró el último trocito de monda de su botín—, de momento tenemos algo que comer. Al fin y al cabo nos lo hemos ganado a pulso.

Clavaron con fruición sus garras afiladas en las blandas patatas y bocado a bocado llenaron sus barrigas vacías. De las dos patatas no quedó ni un trocito minúsculo. Y por primera vez después de muchos días y noches, los tres duendes se enroscaron satisfechos y saciados para dormir un ratito.