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En el que dos de nuestros amigos duendes se encuentran en una situación desesperada

Los roncos ladridos del perro atronaban los oídos de Bisbita. Después oyó un golpe sordo y el ruido de patas aproximándose poco a poco. Sietepuntos se había arrastrado hasta pegarse a la pared, donde se apretaba contra el rodapié. Clavó los ojos dilatados por el terror en la enorme pata que intentaba introducirse por debajo del armario. El perro no paraba de escarbar. Sin embargo sus toscas garras no llegaban hasta los pequeños duendes, que se apretujaban temblando, sin atreverse a respirar siquiera.

—¡Brutus, aparta de ahí! —ordenó el Pardo—. Tenemos otras preocupaciones que los malditos ratones —sus pesadas botas se encontraban ahora justo delante del armario—. Me gustaría saber quién ha estado aquí dentro —lo oyeron despotricar.

Mascullando maldiciones, cerró la ventana y abandonó la habitación a zancadas. El perro apretó por última vez su hocico húmedo debajo del armario antes de seguir a su amo.

Unas cuantas temerosas respiraciones después, el Pardo descubrió la bolsa medio llena en su almacén.

—¡Malditos cerdos!

Bisbita y Sietepuntos dieron un respingo. Sietepuntos volvió a echarse a llorar en voz baja, pero Bisbita le tapó la boca con la mano.

—¿Tienes idea de quién ha podido ser? —preguntó alguien.

Bisbita contuvo la respiración. Esa no era la voz del Pardo. Allí había alguien más. ¡Lo que faltaba!

—No, no tengo ni idea —oyó decir al Pardo—. En esta región dejada de la mano de Dios, nunca hay nadie. Seguramente habrá sido algún merodeador que deseaba abastecerse para el invierno. Un vagabundo o alguien parecido.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó el otro.

—¿Y qué quieres que haga? —replicó el Pardo entre un montón de juramentos—. Sea como sea, llévate ahora mismo todo esto. Me alegraré de verlo desaparecer.

Bisbita aguzó el oído. ¿Qué es lo que estaba diciendo?

—Bueno, lo que está claro es que ahora recibirás menos dinero por todo esto.

—¿Qué quieres decir?

—Al fin y al cabo han robado bastantes cosas.

—Vale, vale —gruñó el Pardo—. ¡Lo que me faltaba! Muy generoso por tu parte.

—Los negocios son los negocios —repuso el otro entre carcajadas—. ¿Quieres que lo llevemos todo a mi coche ahora mismo?

—Será lo mejor.

Alguien abrió la puerta de entrada y luego durante un rato Bisbita y Sietepuntos sólo oyeron pasos alejándose y volviendo una y otra vez. Las pisadas eran tan ruidosas que Bisbita se atrevió a apartar la mano de la boca de Sietepuntos y susurrarle unas palabras al oído.

—Sietepuntos, tú has observado al Pardo. ¿Cuándo volverá a salir de la casa durante un rato?

Sietepuntos sollozó e intentó pensar. No era fácil. El miedo ofuscaba su mente.

—¿Cuándo, Sietepuntos? —Bisbita lo sacudió—. ¡Vamos, piensa! ¡Deprisa! Mientras todavía estén dando zapatazos por ahí.

—Él… —Sietepuntos inspiró profundamente—, él siempre sale por la noche a hacer otra ronda. Ya sabes. A vigilar las caravanas.

Bisbita asintió.

—Y seguro que hoy lo hará a conciencia —susurró ella—, pensando que por aquí merodean ladrones.

—Pues nosotros no saldremos —gimoteó desesperado Sietepuntos—. ¡Ha cerrado la ventana!

—Tendremos que romperla —replicó Bisbita en voz baja intentando ocultar el miedo de su voz.

—¿Romperla? —Sietepuntos se incorporó aterrado, golpeándose la cabeza contra la parte baja del armario.

—¡Ten cuidado, idiota! —le recriminó Bisbita en voz baja echando chispas—. ¡Romper, sí! Has oído perfectamente. Y después saltar fuera.

—Pero… —el pelaje de Sietepuntos se erizó en todas las direcciones—, pero si es de cristal.

—Claro que es de cristal. ¿Creías acaso que la rompería si fuese de piedra?

Sietepuntos la miró como si hubiera perdido la razón.

—Nos cortará la piel. Y nos partiremos la crisma…

—Y además nos puede atrapar el perro, y entonces todo habrá terminado. Lo sé, lo sé. —Bisbita aguzó los oídos, pero los pies seguían pateando de un lado a otro.

—¡Es nuestra única posibilidad, Sietepuntos! ¿O acaso esperas que él deje abierta la puerta de la cabaña cuando salga?

Sietepuntos negó con la cabeza.

—No —musitó con voz ronca—, casi siempre la cierra al salir.

—¿Lo ves? ¡Es nuestra única posibilidad! —repitió Bisbita.

—Pero mi pierna…

—O conseguimos llegar a la ventana o nos pudriremos debajo de este armario.

—¿Y Cabeza de Fuego? ¿No podría él…?

—Cabeza de Fuego tampoco puede ayudarnos en esta situación. La puerta es demasiado pesada para él y no puede abrir la ventana desde fuera. Entonces, ¿de acuerdo? —Sietepuntos miró desesperado hacia el suelo del armario, que se encontraba justo encima de su nariz.

—De acuerdo —susurró al fin—, de acuerdo, maldita sea.

—Así me gusta. —Bisbita suspiró, aliviada—. Ahora sólo nos queda esperar.

Las horas siguientes fueron las más espantosas de su larga vida de duendes. Sólo podían permanecer tumbados, esperando a que por fin cayera la noche. El tiempo transcurría con lentitud. Oyeron cómo el otro hombre se despedía del Pardo. Después, en cierto momento, llegó a su nariz olor a panceta asada, y escucharon como el Pardo y su perro porfiaban por zamparse ruidosamente la cena.

Transcurrió un tiempo que se les hizo interminable cuando al fin la luz del día dejó de penetrar por debajo del armario. Pero el Pardo seguía caminando inquieto por la otra habitación. Su perro acudía al cuarto oscuro haciendo ruido con las patas para olfatear y arañar alrededor del armario. En esas ocasiones, en su escondrijo a los dos duendes casi se les paraba el corazón. Luego por fin oyeron chapoteo del agua, los pies desnudos del Pardo pasaron delante de ellos y la enorme cama chirrió al acostarse. Brutus se tumbó delante, gruñendo, y chasqueó la lengua sonoramente. Al final sólo los ronquidos del Pardo y el tictac de su despertador inundaban la oscura habitación.

¡Si al menos hubieran podido hablar entre ellos! Pero tenían que permanecer tumbados en silencio, minuto tras minuto, hora tras hora. Ni siquiera podían dormirse, para no desperdiciar los escasos minutos en los que el Pardo cerraría la casa con llave.

A pesar de todo se durmieron.

El horrible estruendo del timbre del despertador los despertó con tanta rudeza como al Pardo. Se incorporaron, asustados, y se dieron un coscorrón tremendo en la cabeza, lo que les recordó en el acto dónde se encontraban.

Oyeron al Pardo maldecir y calzarse las botas, y luego al perro y a él dirigiéndose a la puerta de entrada. Se deslizaron en silencio hasta las patas delanteras del armario y aguzaron los oídos.

El Pardo abrió la puerta de la calle. En el mismo momento en que la cerraba tras él, Sietepuntos y Bisbita salieron disparados de debajo del armario, corrieron hacia la cama y treparon por ella. A Sietepuntos le dolía muchísimo la pierna, pero apretó los dientes y se abrió paso denodadamente por el blando edredón hasta llegar a la pared. Tras subir hasta el alféizar de la ventana, se encontraron delante del cristal.

—¿Cómo piensas romperlo? —musitó Sietepuntos, sin aliento.

—Empujaremos el tiesto contra él. ¡Vamos!

Agarraron juntos el pesado tiesto situado sobre el alféizar y golpearon con todas sus fuerzas el borde contra el cristal. Este saltó en pedazos con estrépito. Bisbita retiró de una patada unas esquirlas altas, salió por el agujero abierto y saltó abajo sin vacilar. Sietepuntos oyó aproximarse unos pasos apresurados. Eso le hizo olvidar su miedo a los cristales y a la altura. Apretando las mandíbulas, atravesó el agujero de bordes afilados, cerró los ojos y saltó. Se estrelló con dureza contra el suelo, entre tallos de hierba tiesos por la helada y piedras duras. Alguien lo puso en pie tirando de su brazo.

—Vamos, Sietepuntos —le susurró Bisbita al oído—. Acompáñame, lo conseguiremos.

Se tambaleó detrás de ella, preso del estupor. El lindero del bosque parecía a una distancia infinita. Los ladridos del perro rompieron el silencio nocturno, y la voz iracunda del Pardo mascullaba continuas maldiciones en medio de la noche.

Una sombra se deslizó hacia ellos, agarrando por el brazo a Sietepuntos.

—Vamos, te ayudaré.

—Cabeza de Fuego —suspiró su amigo, aliviado.

—Claro, hombre —repuso el aludido en voz baja—, ¿quién iba a ser si no?

Poco después los tres alcanzaron la protección de los árboles. Sietepuntos intentó tumbarse enseguida en cualquier sitio debajo de los helechos y dormirse. Pero Bisbita y Cabeza de Fuego se lo llevaron de noche a través del bosque hasta que llegaron a su casa. Tras cruzar tambaleándose la estrecha entrada, se desplomaron exhaustos sobre las hojas blandas.

—¡Cómo me alegro de teneros aquí de nuevo! —Cabeza de Fuego se sentó, mirándolos radiante.

—Ahora ante todo dormid, yo saldré a echar un vistazo para comprobar si el Pardo ha vuelto a acostarse. Si es así, me encargaré de traer el botín.

Bisbita se incorporó y lo miró preocupada.

—¿Dónde está?

—En un árbol hueco en el lindero del bosque. Bien escondido. No quise perder de vista la cabaña del Pardo mientras vosotros estuvisteis dentro. Por eso no me he llevado nada todavía.

—Te ayudaré.

—Bobadas. Tú, a dormir. —Cabeza de Fuego se levantó y guiñó un ojo a Bisbita—. Yo tengo mi camión.

Y al instante, desapareció. Bisbita hizo ademán de correr tras él, pero después volvió a reclinarse en las blandas hojas junto a Sietepuntos, que roncaba como un bendito, y se quedó dormida en el acto.