10

En el que Sietepuntos prepara unas cuantas sorpresas y la situación vuelve a estar que arde

Cabeza de Fuego volvió a salir del almacén y regresó al lado de Bisbita con expresión muy sombría.

—¿Qué ocurre? —le preguntó su amiga en voz baja.

En ese momento unos duendes empezaron a pelearse en los colchones, mientras los demás los miraban complacidos.

—Tenemos un problema —gruñó Cabeza de Fuego.

Detrás, en el almacén, los prisioneros armaban mucho ruido. Ahora estaban vaciando de verdad un estante.

—Cola de Milano me ha enseñado la salida de emergencia —susurró Cabeza de Fuego.

—¿Está ahí dentro? —los ojos de Bisbita relampaguearon—. Pues entonces…

—Está cerrada con llave —la interrumpió Cabeza de Fuego.

—Era de esperar —cuchicheó Bisbita—. ¿Y quién tiene la llave?

—¡Ahí está el problema! —susurró Cabeza de Fuego, tirando furioso al suelo el pesado garrote—. La llave está debajo de la rata.

—¿Cómo? —Bisbita miró horrorizada al duende negro.

—Ya te he dicho que había un problema —dijo Cabeza de Fuego mientras regresaba al almacén—. ¿Es que no podéis ir más deprisa? —le oyó gritar Bisbita.

Reapareció con cara de pocos amigos y se apoyó en la reja.

—No se me ocurre una solución a este problema —murmuró desesperado en voz baja.

En la cueva los duendes seguían distraídos con la riña y no les prestaban atención. Ellos, abstraídos, se devanaban los sesos pensando. Aún quedaba mucho para el mediodía. Pero el valioso tiempo hasta el regreso de la banda iba transcurriendo… y a ellos no se les ocurría nada. ¿Volvería a tener próximamente una oportunidad igual? Los prisioneros no estaban encerrados. Ellos montaban guardia delante del almacén de las provisiones. Y la mayor parte de la banda junto con su peligroso jefe estaba lejos, muy lejos. No obstante, sin la llave de la salida de emergencia no tenían la menor posibilidad de marcharse ante las narices de los demás duendes… Aún eran demasiados para eso. ¡Era para volverse loco! Cabeza de Fuego miraba, furioso, a la gigantesca rata. Todas sus esperanzas fracasaban con ella.

Arriba, en la entrada del sótano, pasaba algo. Un duende gordo y desgreñado con el pelaje oscuro se descolgó por una de las cuerdas. Saltó al suelo de un golpe y miró curioso a su alrededor.

Bisbita lo miró con incredulidad y susurró excitada:

—¡Cabeza de Fuego!

—Sí, ¿qué pasa? —malhumorado, se sobresaltó y abandonó sus sombríos pensamientos.

—¡Sietepuntos está ahí!

—¿Cómo?

—¡Viene hacia aquí!

El duende gordinflón caminaba indolente hacia ellos. Observó con disimulo a los duendes que se peleaban. Estos se habían vuelto aún más escandalosos y los que al principio se habían limitado a mirar ahora también intervenían en la gresca.

Sietepuntos se apoyó contra la pared justo al lado del almacén de provisiones, y simuló que contemplaba interesado la pelea. Cuando tuvo la certeza de que nadie miraba hacia allí, se volvió hacia sus dos amigos.

—¿Cómo va todo? —inquirió guiñándoles el ojo—, menudo trabajo bonito os han endosado. Y a mí me dejáis fuera, muñéndome de hambre en esa madriguera de conejos. Sencillamente, no he podido aguantar más la soledad… y el hambre —sus miradas vagaron inquietas de vuelta hacia los escandalosos ladrones—. Esos seguro que pueden volverse muy desagradables, ¿me equivoco?

—Sietepuntos —dijo Bisbita con un hilo de voz—, ¿te has vuelto loco? ¿Qué has hecho con tu pelaje?

—Me he revolcado en la porquería a conciencia. —Sietepuntos soltó una risita nerviosa—. ¿Ha quedado genial, verdad? ¡Así seguro que no reparan en mí!

—¿Y cómo has logrado pasar por delante de los centinelas? —preguntó Cabeza de Fuego, incrédulo.

—Oh. —Sietepuntos se encogió de hombros—, no ha sido nada difícil. Al ver que se iba la banda, comprobé que vosotros no salíais con ellos. Eso no me gustó. Tras esperar un rato, fui cojeando hasta los muros y les conté a los centinelas que me había torcido el pie y que no podía participar en el maravilloso asalto. Fingí mucha tristeza… y se lo tragaron.

—¡Recórcholis! —exclamó Cabeza de Fuego en voz baja, contemplando asombrado a su rollizo amigo—. ¡No te creía tan listo!

—Psé. —Sietepuntos sonrió con timidez—, es que sólo soy tan listo cuando estoy hambriento. Aunque de momento preferiría ocultarme en algún rincón seguro.

—Atiende —susurró Bisbita—, cuando yo diga «ahora», sal corriendo a la habitación de detrás de nosotros —dijo mirando a los duendes peleones, que se dedicaban a sacudirse puñetazos en la nariz—. ¡Ahora! —siseó Bisbita, y Sietepuntos desapareció detrás de la malla metálica.

Nadie se había dado cuenta. La rata contrajo las orejas y los miró.

—Bien —dijo Cabeza de Fuego—, entonces volveré a interpretar el papel de severo carcelero —dio media vuelta y entró en el almacén—. ¡Cuánta desidia! —gritó—. ¿Cómo es posible que aún no hayáis terminado?

Sietepuntos, sentado entre Cola de Milano y los demás, se dejaba palmear sus gruesos hombros mientras explicaba cómo había ido a parar a aquel horrible lugar su amigo Cola de Milano.

Cabeza de Fuego se sentó con ellos.

—¿Tenéis ya un plan? —preguntó Sietepuntos dejando resbalar sus ojos nostálgicos por todas las cajas y latas que se apilaban hasta el techo.

—Creí que tenía uno —gruñó Cabeza de Fuego—. Pero por desgracia hay un inconveniente. Yo…

—¡Cuidado! —cuchicheó desde fuera Bisbita.

Los prisioneros, levantándose de un salto, empezaron a apilar como fieras cajas y latas sobre el suelo. Cabeza de Fuego saltó al pasillo principal y agitó su garrote, vociferando:

—¡Ahí enfrente! Así no acabaréis nunca. ¡Cuando vuelva el jefe os vais a enterar!

Sietepuntos seguía sentado en el suelo, patidifuso, pero desapareció enseguida detrás de montañas de latas de conservas recién apiladas.

—¿Qué miráis con esa cara de bobos? —Cabeza de Fuego oyó la voz iracunda de Bisbita—. ¡Largo de aquí ahora mismo!

—¿Qué te pasa? —tres duendes de aspecto salvaje se situaron junto a Bisbita delante del almacén e intentaron mirar hacia el interior. Pero todo lo que vieron fue prisioneros que parecían extenuados vaciando un estante.

—Sólo queríamos preguntar si podrías darnos alguna fruslería —comunicó el mayor de todos enseñando sus dientes afilados—. Unas galletas, un poco de chocolate…

—¡No pienso daros nada! —rugió Cabeza de Fuego—. ¡Largaos con viento fresco!

—Bueno, bueno, por preguntar que no quede. Al fin y al cabo nos hemos deslomado a trabajar para conseguir todo lo de ahí dentro. ¿Me equivoco, compañeros?

Los otros dos asintieron, furiosos.

—¡Fuera de aquí! —gruñó Cabeza de Fuego—. ¡Fuera de aquí ahora mismo!

—Vamos, no te pongas así —ronroneó el que tenía enfrente—. El jefe no tiene por qué enterarse.

—¡Vaya si se enterará! —bufó Cabeza de Fuego—. De eso podéis estar seguros. ¿O te has creído que estamos de broma? ¿Cómo te llamas?

—Ahora presta atención —dijo el otro acercándose mucho a Cabeza de Fuego—. Hasta ahora nos hemos mostrado simpáticos y amables. Pero también podemos comportarnos de otra manera, ¿comprendes?

—¡Claro que comprendo! —Cabeza de Fuego exhibió una sonrisa maligna—. Y yo espero que tú comprendas esto —levantó su pesado garrote y Bisbita enseñó sus dientes afilados como agujas—. Marchaos de aquí por pies o vais a llevaros el disgusto más grande de toda vuestra vida.

Los tres duendes retrocedieron a toda prisa.

—Se ve que eres un tipo duro —comentó el que llevaba la voz cantante—. Pero nosotros somos tres, y aquí hay además otros muchos que no harían ascos a unas cuantas galletas extra. ¿No queréis pensároslo mejor?

Bisbita empuñó también su garrote. Era un objeto tan pesado que casi no podía levantarlo. Pero ojalá no se dieran cuenta esos tipejos. Se plantó ante ellos con aire amenazador.

—¡Ahora sí que me habéis hinchado las narices del todo! —rugió Cabeza de Fuego dando un paso adelante.

Entonces los tres duendes comenzaron a sonreír y a darse codazos entre sí.

—Olvidad el asunto —dijo el grande—. Vosotros dos estáis en orden. Habéis superado el test.

—¿El test? —Cabeza de Fuego tragó saliva—. ¿Pero de qué test hablas, maldita sea? ¿Qué significa esto?

—Bueno —dijo el otro entre las risitas de sus dos acompañantes—, el jefe encarga siempre a alguien que vigile a los centinelas durante su ausencia. No se fía de nadie ¿comprendes? Pero, como ya he dicho, habéis superado la prueba. En realidad no debería contároslo, pero ¿qué más da? —se encogió de hombros con indiferencia—. Me habéis caído simpáticos. Y por lo que se refiere a los prisioneros…

—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Cabeza de Fuego observando a los otros con hostilidad, mientras sentía un nudo en la garganta.

—No seas tan duro con ellos. Todavía los necesitamos. ¿Está claro?

—Sí. —Cabeza de Fuego asintió.

—Pues que te diviertas —replicó el duende con una risita burlona.

Y tras hacer una seña a los otros dos, desaparecieron al poco rato arriba, por el agujero del sótano.

—¡Buf! —gimió Bisbita—. ¡Nos hemos librado por los pelos!

—¡Ya lo creo! —replicó Cabeza de Fuego, respirando hondo—. Voy a entrar otra vez —regresó al almacén con las rodillas temblorosas—. Ya podéis parar, se han marchado —anunció.

Con un suspiro de alivio los prisioneros se desplomaron sobre los estantes. Sietepuntos salió con cuidado de detrás del montón de latas de conservas.

—¿Va todo bien? —preguntó, preocupado.

Cabeza de Fuego asintió.

Durante unos instantes permanecieron en silencio.

—Hemos perdido un tiempo precioso —dijo al fin Cabeza de Fuego—. Hay que seguir. Tenemos que encontrar una solución. Creí que podríamos largarnos de algún modo por la salida de emergencia —le explicó a Sietepuntos—, pero tenemos un problema.

—¿Cuál? —preguntó Sietepuntos.

—La salida de emergencia está cerrada con llave —explicó Limonera—, y la llave está debajo de la gorda barriga de una rata encadenada. Pertenece al duende albino.

Sietepuntos frunció el ceño y se le erizó el pelaje.

—¿Una rata? —preguntó—. ¿Ese es el problema?

—¿Acaso no te parece suficiente? —preguntó con impaciencia Cabeza de Fuego—. Tú te asustas hasta de las gallinas.

—De las gallinas, sí. —Sietepuntos lanzó una mirada de enojo a Cabeza de Fuego—. Pero no de las ratas… salvo que estén medio muertas de hambre.

Todos lo miraron atónitos.

—¿Está medio muerta de hambre esa rata? —preguntó Sietepuntos.

—No —contestó Reymozo con expresión de absoluto desconcierto—. El jefe en persona la alimenta todas las mañanas. Le da más comida que a nosotros.

—Y está encadenada, ¿verdad?

—Sí, pero…

—Eso no les gusta riada a las ratas —dijo Sietepuntos, sacudiendo la cabeza meditabundo—. Pero nada de nada —se rascó la tripa vacía y suspiró. Después fue de uno a otro con expresión de fiera determinación—. De acuerdo, traeré la llave. ¿Cómo está sujeta la rata? ¿Lo sabe alguien?

—Con una cadena de perro que cuelga de una argolla de hierro colocada arriba en la escalera —contestó Cola de Milano—. El otro extremo está sujeto al collar de la rata con un mosquetón.

—Bien. —Sietepuntos asintió—. ¿Qué ocurrirá cuando tengamos la llave?

Cabeza de Fuego clavaba sus ojos en el duende gordo, como si este hubiera perdido el juicio.

—¡Estás loco, Sietepuntos! ¡Es una rata!

—Si digo que traeré la llave es que traeré la llave —repuso Sietepuntos enfadado—. Ahora es mejor que nos digas cómo piensas continuar cuando dispongamos de ella.

Cabeza de Fuego abrió y cerró la boca un par de veces, sin decir palabra. Al final carraspeó y expuso su idea.