XVI. Willemstad, Curazao 30 de Septiembre 1982
Regresé al día siguiente al puerto, a mi banco preferido y estuve casi todo el día ahí como una estatua, sentada, sin moverme, pidiéndole a Dios que me devolvieran a mi hijo. Rogándole, reclamándole, implorándole a la Virgencita y al Santo Niño, volverlo a tener en mis brazos, volverlo a besar, a tocar, pero no había respuesta. Ninguno de los de allá arriba decía nada, solo tiempo… tiempo que pasaba lentico como el aceite.
No pude dormir nada esa noche otra vez, y creo que ya el cuerpo empezaba a ponerse malo de tantas noches sin pegar ojo. “Pronto se acabará todo esto Alma, ya no queda nada… Mañana tu muchachito estará aquí contigo, segurito que sí. Segurito que está más alto y con más pelo, segurito que esta bello… ya verás Almita, ya verás…”. Porque una cosa era segura: La fe la tenía agarrada por los cuernos y no pensaba soltarla hasta el último momento. Dios me había dado una vida horrenda y triste y yo sé que no me podía quitar lo único por lo que había valido la pena tanto dolor y tantas lágrimas. Mi razón de vivir, mi vida misma… No puede hacerme esto, Dios no puede odiarme tanto.
Eran las siete en punto y yo estaba otra vez como un soldao paradita en la entrada del muelle. Otra vez con mi collar de caracolitos otra vez con mis sandalitas rojas.
Ya no quería matar a Noach, ni siquiera tenía espacio en mi cabeza para desperdiciar mis pensamientos en él. Salvador era todo. Dios mío por favor tráemelo, tráemelo bien.
Y así fueron pasando las horas interminables que contenían los minutos eternos de mi agonía. Había caminado el muelle entero cincuenta y tres veces ida y vuelta y sentía que las piernas hinchadas del calor me iban a explotar en cualquier momento. Las cuerdas apretadas de las sandalias me habían sacado llagas supurantes en los pies que me torcían de dolor y tenía la piel de la entrepierna raspada al rojo vivo por el roce, me ardía y me picaba como si me hubieran quemado con un hierro. Era insoportable… ¿Pero a quién se le ocurre ponerse falda y sandalitas romanas bajo el sol ardiente de esta isla infernal para caminar cincuenta veces un muelle? Pues a mí… ¿A quién más? Y lo peor es que no me había dado cuenta del cansancio ni del dolor hasta ahoritica mismo. ¿Dónde tenías la cabeza Alma? ¿Dónde estabas?
Me senté un momento para recuperar el aliento cuando al fin pude adivinar a lo lejos la sombra azul y blanca del Zwartewater. Sonreí…
Todos los dolores desaparecieron al instante y un nudo seco y gordo se instaló en mi estómago y me paralizó. No me pude mover más. Solo podía ver como cada vez se acercaba, lento, muy lento ese barquero gigante que nunca me había dado tanto gusto volver a ver.
Desde lejos buscaba a mi niño por todas partes, y me extrañaba que no estuviera en la cubierta saludándome con sus bracitos abiertos.
¿Pero dónde están? ¿Dónde están que no los veo?
Aunque sabía que la llegada era más lenta que caballo e bandido, y que por lo general estos barqueros tomaban horas y horas en atracar a puerto y desembarcar, mi ansiedad no daba tregua a que los minutos pasaran tranquilamente, sin embargo, suerte la mía, esto iba bastante más rápido de lo que yo esperaba.
Como por arte de magia los dos veleros que estaban atracados en el fondo del muelle, ya no estaban, con lo cual había quedado libre el mejor lugar del puerto. Al Zwartewater le habían destinado al E.164 y no sé por qué milagro náutico lo cambiaron a última hora a atracar allí en el A.091. Y mira que era bien rarito porque nunca pero que nunca dejaban a los cargueros extranjeros atracar allí en el sitio de los yates multimillonarios.
Noach siempre se queja que hay que esperar al contramaestre durante una eternidad pa que el señorito musiu ese quiera subirse al barco, pero a este…. No sé qué mosca le picó, pa salir espepitao al Zwartewater, y además con tres remolcadores atrás… No uno… ni dos (que ya es mucho) sino tres… ¿Pero y por qué tres? Qué exageraos la verda’.
Había como cuarenta hombres esperando en las amarras y no me dejaban ver nada. No sé quién estaría en este barco pero segurito es bien importante porque esto no lo hacen nunca por nadie. Tanta gente… tanta gente esperándolo…
Yo buscaba y buscaba a mi muchachito pero no lo veía. Estaba segura que si él me veía a mí, iba a gritar MAMAAAA a todo pulmón, pero nada, ni mamá ni nada. Había silencio, todo el mundo trabajaba en silencio… cosa rara en un puerto. Ni siquiera sonó la bocina cuando el Zwartewater se acercaba al muelle.
En un pis pas armaron la pasarela y empezaron a bajar apresuradamente unos cuantos de la tripulación, con silbatos haciendo sitio entre la multitud para dejar el paso libre.
Yo ya sabía que Noach siempre es de los últimos en bajar, así que calmé un poco mi angustia y decidí esperar a que Dios me trajera de vuelta mi muchachito. Yo sé que está en este barco… Yo lo sé, lo siento….
Y para mi mayor sorpresa veo la cabeza de Noach saliendo por la cubierta a toda prisa y bajando prácticamente a zancadas la pasarela mientras los demás marineros le abrían el paso. No levantaba la vista. No me buscaba entre la multitud con una sonrisa, no le mostraba a Salva donde estaba su mamá con el collar de caracolitos esperándolo. No, no hacía nada de eso. Se movía con rapidez, miraba al suelo fijamente como si tratara de saltar cada vez más lejos y su cara, a medida que se acercaba, la veía más dura y más gris que nunca. Lleva algo en los brazos… Es Salva… Salvador está en sus brazos. Mi niño… ¿Dios mío qué le has hecho?