CAPÍTULO XXX
Debía haberlo supuesto mucho antes. Ahora, las piezas que yacían sueltas y dispersas iban encajando una por una, hasta componer el rompecabezas. Quedaban algunos puntos oscuros por aclarar, pero esto sucedería apenas pudiese enfrentarse con Daisy.
Pensé con melancolía en la mujer. Su nombre y su modo de actuar le cuadraban exactamente[2]. Una Margarita negra. Así era ella y así habían sido los resultados de su modo de vivir. Pensar que había estado a punto de dejarme arrastrar por sus verdes ojos subyugantes, más que rabia y cólera contra mí mismo, me produjo una gran melancolía.
Con un cigarrillo humeante en los labios, me aproximé a la ventana. Era ya de noche cerrada a todo esto y por la parte del mar se veían de vez en cuando los lívidos chispazos de los relámpagos, seguidos poco más tarde del sordo retumbar del trueno. El calor había aumentado de manera enorme y la atmósfera estaba densa y sofocante. Estaba seguro de que aquella noche iba a estallar la tormenta. En ambos sentidos, pensé lúgubremente.
Confirmando mis pensamientos, las primeras gotas de lluvia cayeron sobre los cristales de la ventana. De pronto, me volví hacia el sargento.
—Pide comunicación con el castillo y déjame luego el teléfono.
Reilly asintió. Cuando hubo conseguido lo que deseaba, me pasó el auricular en silencio.
Escuché durante unos momentos. Escuché claramente el zumbido de la llamada, pero nadie respondió a la misma.
Dejé el aparato sobre la horquilla sin más comentarios. Acto seguido, tomé la cartera y me encaminé hacia la puerta.
—¿A dónde vas? —me preguntó el sargento.
—A terminar de una vez con este maldito asunto.
—Georgia Seatroy está en manos de esos forajidos.
—Lo sé. Por eso prefiero ir solo.
—Si lo deseas, puedo ayudarte.
Sacudí la cabeza.
—Éste es un asunto mío, muchacho. No te metas en él. Déjame que lo solucione yo solo. En todo caso, haz lo que te dije antes.
Reilly se encogió de hombros.
—Como quieras, Lance. Buena suerte.
—Gracias. Adiós.
Cuando salí a la calle, esperé un minuto resguardado en la puerta de la Jefatura hasta que vi un taxi libre. Entonces crucé la acera a todo correr y me zambullí dentro del vehículo. La lluvia caía densa, en gruesas gotas, abrillantando el asfalto, el cual duplicaba el multicolor neón de los anuncios luminosos.
El coche arrancó con rapidez, mediante el acicate de un billete de diez dólares. Pronto estuvimos fuera de la zona urbana, en donde el agua que caía parecía ser más copiosa todavía. De vez en cuando, los relámpagos rasgaban la oscuridad, arrojando lívidas sombras de agudas aristas a los lados de la carretera.
Hice que el conductor detuviera el coche a una distancia prudencial del castillo. El tipo debió creerse que estaba loco cuando me vio echar a correr bajo la lluvia. Pero no sabía que yo no quería fuese advertida mi llegada al castillo.
El agua me empapó de inmediato de pies a cabeza. Seguí corriendo hasta que, a la luz de un relámpago, divisé la desviación lateral que conducía a casa de Daisy.
Unos segundos más tarde, me detenía ante la amplia portalada del falso castillo. Me quité el sombrero, sacudiendo el agua que se había acumulado en el mismo. Luego me dispuse a poner en práctica mi plan.
Había decidido ir por aquel sitio, en lugar de utilizar uno de los túneles, ya que con aquella noche, caminar por los acantilados era hacer oposiciones a una fractura de cuello. Llamaría a la puerta y luego me echaría a un lado. Cuando me abriesen, entonces…
La puerta se abrió sola, silenciosamente, sin hacer el menor ruido, antes de que hubiese tenido tiempo de tirar de la cadena que movía la campanilla. Quise saltar a un lado para esconderme, pero una voz insidiosamente suave me impidió el gesto.
—No lo haga, señor Stirling —dijo—. Gonzalo. —Sabemos que está aquí. ¿Por qué entrar de modo violento, cuando puede hacerlo de una forma normal y correcta?
Traté de disimular el asombro que me causaba la acogida. En vista de ello franqueé el umbral, penetrando en el amplio vestíbulo.
Daisy estaba en el centro, erecta, majestuosa, vistiendo un traje negro que le llegaba hasta el suelo por abajo y dejaba al descubierto sus marmóreos hombros, en uno de los cuales estaba apoyado «Caín». Las pupilas del maldito cuervo me miraban con resplandeciente fijeza.
—Pase, querido Lance —dijo ella con voz melosa. Sonreía levemente, en tanto que con la mano izquierda acariciaba con suavidad el negro plumaje del cuervo—. Lo ha descubierto todo, ¿verdad?
La miré a la cara durante unos segundos, antes de dar mi respuesta.
—Ha sido usted diabólicamente lista, Daisy —manifesté—. Pero todo se le ha acabado ya. ¿Dónde está Georgia?
—Hablemos primero de nosotros, ¿quiere, Lance? —contestó ella sin inmutarse—. No, no he sido tan lista como creía. He cometido algunos errores, pero todavía hay tiempo de enmendarlos. Nunca debí, por ejemplo, usar su propio coche, Lance. Fue usted muy hábil; supo disimular a la perfección.
—Hay otro error más importante —contesté. Hablábamos en medio de un silencio impresionante; pues la tempestad parecía haber amainado apenas comenzada.
Daisy arqueó las cejas.
—¿De veras? —murmuró.
—Sí. Lo recordé demasiado tarde; de otro modo, quizá podría haberme evitado muchos sinsabores.
—Explíquese, Lance, por favor.
—Ello ocurrió cuando vinimos Ruth y yo a verla la noche en que no acudió a la cena en casa de la primera por hallarse indispuesta. Usted comentó el tiroteo acaecido en el almacén de la calle de los Españoles y, refiriéndose a Georgia, dijo más o menos esto: «Debió ser horrible para la pobre chica hallarse en medio del tiroteo». ¿Cómo podía saberlo si no se había hecho público tal detalle? Solamente alguien que estuviese en concomitancia con Corsack y su pandilla podía saberlo: Usted, Daisy —concluí con tono acusador.
Se estremeció levemente, pero no dijo nada. Luego trató de sonreír y quiso hablar.
Antes de que pudiera hacerlo, se le anticipó el jorobado. Gonzalo lanzó un gruñido.
—Estamos perdiendo el tiempo inútilmente, Daisy. Stirling habrá estado en contacto con la policía y se nos echarán encima antes de que podamos largarnos.
Vámonos pronto de aquí antes de que sea demasiado tarde.
Ella extendió una mano con ademán majestuoso.
—No vendrán —dijo con acento seguro—. Lance les habrá dicho que no lo hagan. Sabe que Georgia correría entonces un gravísimo riesgo, ¿no es cierto?
—Sea como sea —insistió el jorobado— hemos de marcharnos. Tenemos ya lo suficiente para vivir. ¿Para qué correr riesgos innecesarios?
—¡Calla, Gonzalo! —dijo ella, imperativamente—. Harás lo que yo te ordene. Siempre te obedecí; ahora te correspondí hacerlo a ti.
—No le llame Gonzalo —dije—. Ése no es su nombre. Llámele mejor Gus Lesser. Ése es su verdadero nombre, Daisy, como el suyo es el de Mary Lou Shitko.
Daisy palideció horriblemente. Su rostro se descompuso, transformándose en una horrible máscara de odio, en el centro de la cual brillaban dos fuegos verdes con resplandor de muerte.
—¿Cómo lo sabe? —gritó—. ¿Quién se lo ha dicho?
—Creían muy bien guardado su secreto, ¿verdad? —Reí satisfecho—. Olvidaron, sin embargo, que sus fichas estaban archivadas en la Jefatura de Policía. Olvidaron que alguno de sus antiguos compinches, Seth Spalf, por ejemplo, podía hablar y hacerlo, además, desde un sitio donde ustedes no pudieran alcanzarle. El fue quien me habló, entre otras cosas de Gus Lesser. El resto no fue muy difícil, como pueden comprender. Trataron de arrancarme el secreto de los escondites de Spalf y los otros, mediante la tortura, pero pude demostrarles que fui más listo y me evadí del pozo.
—Tendremos que matarle por esto, Lance —dijo ella.
Me encogí de hombros.
—Como no lo hagan ahora mismo… —Giré un poco la cabeza hacia el jorobado—. ¿Por qué se cambió de nombre, Lesser?
Los dientes del aludido rechinaron de rabia. Saltó hacia adelante, plantándose frente a mí. Sus dedos se clavaron como garfios en el rostro lleno de cicatrices.
—¡Mire! —aulló, lívido, descompuesto—. ¡Mire lo que hicieron conmigo Mac Intosh y sus compinches! Yo quería salirme de la banda, y marcharme lejos con Mary Lou… Pero, ah, eso no podía ser, sabía demasiados secretos y no podían consentirlo. Me golpearon bárbaramente, me torturaron hasta límites como jamás ningún humano ha conocido… Finalmente, me abandonaron después de arrojarme por uno de esos acantilados. Todavía no sé cómo pude sobrevivir…, pero estoy aquí, sí, aquí. Y vivo para satisfacer mi venganza. Y Mary Lou ha sido el instrumento de esa venganza, ¿me comprende?
Los ojos de Lesser brillaban con furor demoníaco. Una vagorosa sonrisa apareció en los rojos labios de Daisy, la cual extendió los brazos con amoroso ademán.
—Yen, amor mío, ven —murmuró con voz apasionada.
Lesser tenía una pistola en la mano desde que se pusiera frente a mí, impidiéndome con el arma cualquier acción. Sin dejar de mirarme, caminó de espaldas hasta situarse al lado de la hermosa mujer, cuyo talle ciñó con uno de sus brazos. Lesser quedaba algo más bajo que ella, por lo que Daisy se veía obligada a inclinar su cabeza para apoyarla en la del contrahecho.
La mujer me miró de soslayo, sin abandonar la posición que había adoptado. Entre Lesser y el cuervo, era la viva estampa de la bella y las bestias, y los tres componían un cuadro que atraía y repelía a un tiempo.
—Greg hizo esto con mi marido, cuando apenas llevábamos unas semanas de matrimonio —dijo—. Gus tardó mucho en curarse, y todavía no sé cómo está vivo. Entonces juramos los dos vengarnos de él, y del resto de sus compinches, pero sobre todo de él.
—Sus propósitos han fracasado, Daisy —dije.
Ella enderezó la cabeza.
—¡No! Todavía hay tiempo. Dentro de poco vendrá Mac Intosh aquí. También vendrá su hija. Entonces… —Y Daisy se interrumpió, en tanto que un resplandor diabólico iluminaba su rostro, haciéndome estremecer de espanto.
Traté de distraerlos. No sabía qué planes tenían con respecto a mí, pero era preciso dejar correr el tiempo. Cuanto más pasase, más probabilidades teníamos de salvación.
—No entiendo —dije— de qué modo querían vengarse de Mac Intosh. ¿Chantajeándole solamente? Tenía dinero en abundancia…
—Hubo otro que también tuvo la misma idea. Gugsie —contestó ella—. Le arrebató una libreta tremendamente comprometedora, que luego pasó a mí poder.
—Después de olvidarse un trozo de tapa en el lugar del crimen —comenté—. Se dio cuenta del detalle y envió a alguien a arrebatármelo, ¿no es cierto? ¿Por qué no me hizo asesinar?
—Usted me fue siempre simpático, Lance —sonrió ella débilmente—. Únicamente trataba de disuadirle de su empeño.
—Y para ello, apenas tomé a mi cargo el asunto, envió a uno de los pistoleros de Corsack a llenarme el cuerpo de plomo. ¡Vaya una simpatía!
—Eso fue cosa de Corsack, créame —respondió la joven.
—¿Lo mismo que la muerte de Clergy?
Daisy endureció el gesto. Su pequeño pero hermoso pecho avanzó hacia adelante, firme y retador.
—Clergy fue el ejecutor material de las órdenes de Mac Intosh —respondió con voz llena de odio—. Por eso fue el primero en caer. Como lo hubieran hecho todos los demás, de no haber tomado usted parte en el asunto.
—¿Y Greg Mac Intosh también?
—Sí —declaró ella sin vacilar un segundo—. Primero le hubiéramos despojado de su fortuna. Después…
—No siga —corté—. El resto se sobreentiende. Dígame, se lo ruego, ¿por qué tardaron tanto tiempo en comenzar su venganza? ¿No le parece que quince años son demasiado tiempo para esperar a cobrarse una deuda pendiente?
—Primero hubimos de atender a la curación de Gus. Lo crea o no, esto nos consumió tres largos años, durante los cuales hubo de soportar crueles operaciones, para, en suma, quedar como está. Nos quedamos sin un céntimo; el poco dinero que teníamos ahorrado —se nos fue en los primeros gastos. Tuve que ganarlo mientras Gus estaba en el hospital. ¿Quiere que le diga cómo pagué esas operaciones quirúrgicas, mejor dicho, quiénes las pagaron?
El rostro de Lesser se tornó purpúreo.
—¡Mary Lou! —gritó—. ¡Te he dicho mil veces que no quiero oírte hablar así de este asunto! ¡Calla!
—¡Déjame! Quiero que Lance se entere. Que conozca toda la verdad acerca del asunto. ¿No le encargaron que investigase? ¡Pues que lo sepa! Sí; pagué de ese modo la vida de mi esposo, y cada vez que obtenía un dólar de manera tan infamante, juraba que un día acabaría por vengarme del hombre que tenía la culpa de todo aquello —el seno le subía y bajaba rápidamente a causa del violento jadeo—. No será la venganza con que había soñado, una venganza primero hundiéndole y luego arrebatándole la vida; pero al menos recibirá el castigo por lo que hizo con el hombre que amo. No se ría, Lance; todavía amo a Gus, y no hubiera podido amar jamás a otro hombre.
Hizo una pausa. Sonrió de modo extraño.
—Sólo a usted, Lance. Pero ya era demasiado tarde.
—Muchas gracias. En medio de todo lo que he oído, eso que me acaba de decir es un elogio, Mary Lou. ¿O prefiere que la llame Daisy?
Ella se encogió de hombros. La animé a seguir.
—Me gustaría oír el resto de la historia —dije.
—Ya queda poco —respondió—. Dejamos pasar aún unos años. No teníamos prisa; nos interesaba adormecer la confianza de Mac, Intosh y sus compinches. Habían abandonado el racket del préstamo, y eran ahora personas honorables, sobre todo en una ciudad como Crandeston, que había experimentado un crecimiento notable con la guerra y después de ella. Entonces vinimos nosotros. Mac Intosh no me conocía ni los otros tampoco; yo sería, pues, la pieza esencial en nuestra venganza.
—¿Y Corsack y los otros? ¿Cuál era su papel?
—Poco más que simples comparsas. No podíamos empezar sin dinero. Reorganizamos el racket y les enseñamos a ponerlo en funcionamiento. También operábamos con coches robados. Pero algunas veces se desmandaban, en especial Hadoe. Se creían tan jefes como nosotros. Por eso sucedieron algunas cosas con las cuales no contábamos y que, normalmente, no debieran haber ocurrido.
—Algunos perdieron la vida por esas cosas que no debieron haber sucedido —dije lentamente.
—El mundo no perdió nada con la desaparición de esas personas —declaró Daisy con indiferencia—. No me irá a decir que Crandeston ha llorado la muerte de Erick «El Cangrejo», por ejemplo.
—Era un hombre —murmuré—. Un ser vivo. Tenía derecho a la vida.
—De todas formas, ya está hecho y no tiene remedio. Además, hoy lo damos todo por terminado, se lo aseguro.
—¿Dejarán Crandeston?
Daisy sonrió imperceptiblemente.
—Tengo abajo una canoa. La costa mexicana dista cincuenta millas escasas. Un par de horas de navegación como máximo. Ahora es cuando Gus Lesser desaparecerá para siempre. Conmigo, claro está.
—Y con «Caín».
Ella acarició el cuervo con gesto delicado.
—¿Por qué no? —sonrió.
Lesser emitió un bufido.
—Acabemos de una vez, Mary Lou. Hemos charlado demasiado. Es hora de que empecemos ya a actuar.
—¡Un momento! —grité—. ¡Georgia! ¿Dónde la tienen?
—La ama usted, ¿verdad? —preguntó Daisy.
—Eso es cosa mía —contesté secamente—. Quiero saber dónde está la muchacha. Si ustedes dicen que todo ha terminado ya, no hay razón alguna para mantenerla prisionera.
Daisy vaciló. En aquel momento, un atroz relámpago estalló en el exterior, seguido de un tremendo trueno que hizo temblar el falso castillo hasta los cimientos. Casi en el acto volvió a escucharse el batir de la lluvia.
—Vamos —gruñó el contrahecho—. Acabemos ya. Stirling, sé lo que lleva en la cartera. —Blandió la pistola de modo significativo—. Démela. Suéltela suavemente, dejándola caer al suelo a un metro de sus pies. No intente lanzármela a la cara, porque dispararé sin compasión.
Vi en los ojos de Lesser que prometía verdad, y obré como me decía. Quedé frente a él, mirándole.
El jorobado se acercó a la cartera sin separar sus pupilas de las mías. Luego la alejó de una patada.
—Ahora —ordenó—, vuélvase. Todavía lleva una pistola encima.
Apreté los labios. Aquello me gustaba menos.
—¡Vuélvase! —rugió el forajido.
Obedecí. Casi en el mismo instante, advertí que sé me echaba encima y traté de inclinarme, con el fin de esquivar su registro. Pero entonces me golpeó con el cañón de la pistola tras la oreja, y perdí el conocimiento.