CAPÍTULO II

Me desperté bastante más tarde, sintiendo vivos dolores en todo el cuerpo. Noté costras de sangre en la cara, y unos pinchazos muy poco agradables en el costado. Haciendo un considerable esfuerzo, pude ponerme en pie, aunque manteniendo el equilibrio con bastante dificultad.

Miré a mí alrededor. La habitación, que era, como ya he dicho, el dormitorio de Gugsie, estaba completamente revuelta y daba la sensación de que había pasado por allí un batallón de cosacos en plan de saqueo. En uno de los ángulos había un lavabo sujeto a la pared, y me encaminé hacia él para remojarme un poco, a fin de despejarme.

Usé una toalla mojada, y la frescura del agua me devolvió buena parte de las fuerzas perdidas, aunque ello no consiguió mitigar mis dolores. Pero tuve que olvidarlos para atender a otras cosas más perentorias en aquellos momentos; por ejemplo, las causas de la inmovilidad de Gugsie.

«Terremoto» ya no se movería más en esta vida. Había muerto de un modo que aún me horroriza al recordarlo. Los gangsters habían usado con él de una crueldad como parece imposible pueda existir entre gentes civilizadas.

La cama de Gugsie era del tipo antiguo, de hierro, con respaldos altos y enrejados, rematados en cuatro bolas doradas, una en cada esquina. Gugsie estaba sentado en la parte de los pies, con el tronco atado sólidamente a la barra más gruesa del costado derecho. Los pies estaban también ligados por un trozo de sábana rasgado apresuradamente.

En torno al cuello le habían pasado una cuerda, que luego habían anudado por detrás del barrote vertical. La cuerda tenía otro segundo nudo, hecho para sujetar el travesaño redondo de una vieja silla, el cual había servido de manivela para ir apretando el lazo, hasta causar la estrangulación del desgraciado. En resumen, una ejecución a la turca, lo mismo que cuando, en otros tiempos, los Sultanes de la Sublime Puerta, enviaban a su ejecutor, con el consabido lazo de seda, para deshacerse de algún inoportuno competidor al trono.

Dominando mi repugnancia, examiné el cadáver lo mejor que pude. Un hilillo de sangre había brotado por una de las comisuras de la boca del desgraciado Gugsie, indicio de que algún pequeño vaso interno de su cuello había reventado al ser apretado el lazo que lo había estrangulado. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos, y por entre los labios, amoratados, asomaba una lengua monstruosamente hinchada. El conjunto, en verdad, era repelente y horripilaba a cualquiera.

Hube de pasar aquello por alto para proseguir mis pesquisas. Entre las ropas de Gugsie no encontré nada que pudiera servirme de utilidad, prueba de que aquellos forajidos lo habían registrado concienzudamente antes de mi llegada.

Prendí fuego a un cigarrillo, en tanto meditaba. Seguramente, «Terremoto» había sido torturado para que hablase. Si lo había hecho, era cosa que yo ignoraba en aquellos momentos; aunque tenía la seguridad de que una vez concluida la charla, Gugsie había sido ejecutado para que no se fuera de la lengua. A pesar de todo, lo más posible era que no hubiera hablado, ya que, de otro modo, no se concebía aquel desorden.

Efectivamente, si el trío había ido en busca del maleante para obtener algo que les interesaba y Gugsie se lo hubiera dicho, lo habrían hallado de inmediato, sin recurrir al registro. Si realmente lo habían o no encontrado, era cosa que no podía asegurar circunstancialmente.

Estaba seguro de que nadie vendría a molestarme, en tanto investigaba. En casas como la de Gugsie, nadie se preocupa de lo que hace el vecino, aunque sepa que está descuartizando a su mujer. El único riesgo que corría era el de que los asesinos hubieran denunciado el hecho a la policía; pero cuando ésta no se había presentado todavía, era que no les había interesado hacer público el evento.

Permanecí allí durante más de una hora, sin hallar nada que pudiera satisfacerme. Al fin, opté por marcharme a casa. Tenía todo el cuerpo dolorido y estimaba que un buen baño caliente y una noche de tranquilizador reposo me dejarían como nuevo para reanudar mis actividades al día siguiente. En cuanto al cadáver…, bueno, llamaría a la policía desde un teléfono público para ponerla en antecedentes del suceso.

Me dirigí hacia la puerta y entonces reparé en algo en que no me había fijado hasta aquellos momentos. Mientras me agachaba para recoger aquella cosa, fruncí el ceño.

Examiné el objeto. Era un trozo de piel muy fina, de regular calidad, grabada a troquel para imitar la del cocodrilo, con restos de papel adherido en una de sus caras. Tenía el color marrón oscuro y se notaba con facilidad que en tiempos había sido suave y brillante y de tono más claro que el que ahora tenía. Resultaba sencillo advertir que había pertenecido a la cubierta de una libreta o agenda de notas, la cual había sido usada muy a menudo, según se podía advertir en las características que presentaba actualmente aquel manoseado trozo de piel que tenía en las manos.

Quedé unos momentos pensativo, junto a la puerta del dormitorio, con el trozo de cubierta en las manos.

¿Sería aquello lo que habían estado buscando los asesinos? En tal caso, ¿cuál era el contenido de la libreta?

Harto de pensar en vano, decidí marcharme. Eran ya las once de la noche y, además de dolorido, me sentía hambriento. Apagué la luz y, usando la linternilla, salí de la casa.

Una vez en la calle, miré en torno mío; los ruidos se habían amortiguado notablemente y aparecía totalmente solitaria. Incluso el automóvil había desaparecido, cosa que me demostró que había servido para el transporte de los asesinos.

En la Avenida Roosevelt tomé un taxi que me condujo a casa. Me zambullí de inmediato en la bañera, y mientras relajaba mis músculos, comí un par de bocadillos, regados con una botella de cerveza. Ya había avisado a la policía, de modo que no me restaba sino echarme a dormir.

Cuando me disponía a hacerlo, sonó la campanilla del teléfono. Maldiciendo al inoportuno que me molestaba a horas tan intempestivas, levanté el aparato.

—Jefe —dijo la voz de Georgia. Se notaba que la chica estaba impaciente y algo nerviosa.

—¿Qué hay? —dijo, en tono poco acogedor.

—¿Dónde se ha metido usted? —preguntó—. Desde que hablamos la última vez, he estado buscándole por todas partes. A casa le he llamado lo menos…

—Está bien, está bien —corté el chorro de palabras. Cuando Georgia quiere, no hay quien la gana como oradora—. ¿Qué es lo que sucede?

—Ya le dije que Toushita había estado hablando con el señor Mac Intosh.

—Sí. ¿Qué le dijo?

—Nada. Nada en absoluto. Mac Intosh se niega a hablar si no es solamente con usted en persona.

—Bueno, pero ¿qué diablos quiere ese mamotreto? ¿Es que no confía en Toushita?

—Dice que puesto que habló la primera vez con usted, y lo hizo como jefe de nuestra oficina, no lo hará con nadie más. ¿Me entiende?

—No, pero sigue. ¿Algo más?

—Quiere que mañana a las nueve esté usted en su casa, sin falta.

¡A las nueve!, pensé. Y yo que tenía el propósito de quedarme en la cama hasta las doce, por lo menos.

—Bien —dijo—. De acuerdo. Pero antes deseo hablar con ustedes dos, así que, a las ocho en punto, en la oficina.

—Jefe, usted no me quiere bien —se quejó la chica.

—No responda, Georgia, y acate en todo momento el dictado de los mayores. A las ocho.

—De acuerdo —dijo ella, y ya iba a colgar, cuando volvió a llamarme—. ¡Jefe!

—¿Sí, Georgia?

—¿Qué hay de «Terremoto»?

—Nada.

—¡Cómo! —se asombró—. ¿No ha sabido encontrarlo?

—Encontrarlo era fácil. Lo difícil era hacerle hablar.

—Se resistió, ¿eh?

—Los muertos se resisten siempre a hablar, ricura —dije, colgando antes de que pudiera preguntarme más detalles. Sin embargo, en el breve espacio que duró el viaje del teléfono desde mi oreja a la horquilla, pude oír el grito de espanto que había emitido mi secretaria al escuchar la terrible nueva.

A las ocho de la mañana, tal como lo había dispuesto, nos encontrábamos los miembros de la oficina reunidos en consejo de guerra. Éramos tres: un servidor de ustedes —del cual ya es hora se diga el nombre: Lance Stirling—, mi atractiva y generosamente redondeada secretaria, Georgia Seatroy, y el ayudante y hombre para todo, un fiel y astuto americano de origen japonés, llamado Jim Toushita.

Georgia era pelirroja y enfundaba sus provocativas formas en un sencillo vestidito de algodón estampado que la hacía aún más atractiva. Tenía todo el aspecto de una vamp, pero yo sabía que su anhelo secreto era encontrarse en una casita, con un marido y cuatro o cinco chiquillos subiéndosele por las piernas. Algunas veces había pensado yo en hacerme colaborador en la producción de los mentados chiquillos, previa la anuencia legal correspondiente, pero la idea del matrimonio era algo que me asustaba. Y no es por presumir, pero sé que Georgia sólo esperaba una insinuación mía para blandir en su mano una licencia de matrimonio y arrastrarme hasta el juez de paz más próximo.

En cuanto al nipoamericano, Toushita, era un hombre de unos treinta y cinco años, de mediana estatura y regular complexión, dotado de un cerebro privilegiado, y con una habilidad fenomenal en el judo y en el lanzamiento de cuchillos. Por si fuera poco, se había licenciado en Derecho por la Universidad de Stanford, y conocía al dedillo una serie de trucos legales que hubieran causado pasmo al fundador de la abogacía. Era el consultor jurídico de la oficina, y cuando teníamos que dar un paso un tanto arriesgado, nos valíamos de sus conocimientos legales para avanzar o retirar el pie, según conviniese.

Después de darnos los buenos días, nos sentamos en torno a la mesa de despacho y empezamos a discutir la situación. Los periódicos traían ya la noticia de la muerte del maleante, adornada con unas fotos de un realismo sensacional, y hablaban de un posible ajuste de cuentas entre compinches, y de que la policía —¡ja, ja!—, tenía ya una pista segura que la conduciría al descubrimiento y arresto del criminal.

—Es casi inútil que vaya a ver a Mac Intosh —dije, apenas hube relatado mis experiencias de la noche anterior—. Él quería que me entrevistase con Gugsie, y ahora que éste ya ha muerto, nuestros servicios no son necesarios.

Georgia meneó la cabeza.

—Lástima —dijo—. Era un asunto tan bueno. Además de la consiguiente fama, nos hubiera dado bastante dinero, cosa de que estamos bien necesitados.

La miré de arriba abajo. Pese a su sencillo vestidito, Georgia no daba sensación alguna de ser una pobretona. Claro es que, desde que había entrado a trabajar en mi despacho, un par de años antes, había seguido siempre mi consejo: «Hay que aparentar lo que no se es; así se lo creerá la gente». Y realmente, parecía una millonaria en vacaciones, cosa a la que contribuía el detonante collar de coral rojo que descansaba sobre su prominente busto. En cambio, y esto me gustaba más, iba muy poco maquillada, claro que tampoco lo necesitaba mucho, ésta es la verdad.

—Pues aún no sabe lo que es bueno, muchacha —dije—. Nos han robado el coche.

—¡Qué! —exclamó, poniéndose en pie, muy irritada. Toushita, en cambio, ni se inmutó; permaneció en su sitio, fumando con gesto impasible—: Ya se lo dije yo, jefe —gruñó ella— ese coche era demasiado atractivo y…

—Bueno, bueno —refunfuñé—, la cosa está ya hecha y no podemos evitarlo. Denuncié el robo a la policía, ¿qué más podía hacer?

—El coche no aparecerá —dijo Georgia, lúgubremente—. Mac Intosh nos despedirá, pagándonos solamente los gastos, y habremos de convertirnos en unos míseros peatones, en una ciudad donde un individuo de esta especie es considerado poco menos que un paria.

—No se preocupe —dije, tratando de consolarla—. Quizá el autor del robo ha sido un muchachuelo que tenía ganas de divertirse un rato y el coche aparece en cualquier rincón un rato de éstos.

—Es una hipótesis digna de tenerse en cuenta —dijo el hasta entonces silencioso Toushita—. Claro es que también pudo serlo el propio Gugsie.

Miré al ayudante con gesto maravillado.

—Diablos, esa posibilidad no se me había ocurrido, Toushita.

—Si Gugsie se dio cuenta de que usted le seguía, una vez le dio esquinazo, pudo apoderarse muy bien del coche para evitar la segunda parte de la persecución. ¿No lo cree así?

—Toushita tiene razón —dijo Georgia, muy excitada—. ¿No dice usted que vio un coche idéntico muy cerca de la puerta de su propio domicilio?

—Sí; pero la placa de la matrícula era distinta —objeté.

—Bueno. Si algo fácil hay en este mundo, es cambiar una placa, jefe. ¿No se le ocurrió mirar más detenidamente en el interior del coche? Hay un detalle que lo hubiera podido identificar sin ningún género de dudas. Recuerde la medalla de San Cristóbal que tiene aplicada sobre el panel de instrumentos. No creo que haya dos iguales en todo Crandeston, y si la quitaron, la huella tiene que permanecer todavía en el panel.

Asentí meditabundo.

—De todas formas, viendo que el número de la placa era otro, no me preocupé mucho más. Tenía muchas ganas de ver a Gugsie, como pueden comprender.

Georgia miró el reloj. Su gesto era decidido.

—Y ahora, se irá a ver a Mac Intosh —dijo—. Sea lo que sea, es conveniente que hable con él. Tenía mucho interés en verle.

Me levanté y salí de detrás de la mesa.

—Ese interés se habrá enfriado apenas haya leído en los periódicos, la muerte de Gugsie —manifesté. De pronto, recordé un detalle—: ¡Toushita!

—Sí, jefe.

Saqué una cosa del bolsillo. Era el trozo de piel que había recogido en casa de Gugsie.

—Sería conveniente averiguar la procedencia de esto —le expliqué mis intenciones, y el japonés asintió—. Perteneció a una libreta o agenda. Será un poco latoso recorrer las librerías y lugares donde se venden objetos de escritorio, pero bien podríamos obtener alguna información suplementaria que luego podría ser de bastante utilidad para la oficina.

Toushita asintió, guardándose el trozo de piel en el bolsillo. Yo me dispuse a salir de la oficina para encaminarme a casa de Mac Intosh. Tenía ya el tiempo justo, y no podía descuidarme si no quería llegar con retraso.

En aquel momento llamaron a la puerta. Toushita, más vivo, se levantó y acudió a abrir.

—¡Vaya! —dijo Georgia con acento de fastidio—. ¿Quién será, a estas horas?

—Algún nuevo cliente —dije, echando a andar tras las huellas del nipón. Ella me siguió también—. Si es así, no le permitan escapar.

—Le estrujaremos el bolsillo a modo, descuide, jefe.

Pasamos al vestíbulo. Toushita ya estaba frente a la puerta y se disponía a abrirla. Georgia y yo nos hallábamos tras él, a una distancia de tres o cuatro metros.

La puerta se abrió. Inmediatamente surgió por el hueco la amenazadora y pavorosa boca de una ametralladora «Thompson».