CAPÍTULO XI
Encontrar a Brick, «El Cangrejo», no fue tarea tan fácil como me había parecido. Desde que llegara a la oficina hasta que saliera de ella, habían transcurrido dos horas largas, y aún hubieron de pasar casi cuatro más hasta que, por fin, pude cazar a mi presa al filo de las tres de la tarde, acodado al mostrador de un tabernucho de ínfima categoría, cuyo sucio letrero decía ser «El Cormorán de Plata» el nombre de tan detestable establecimiento.
Hacía calor, un calor húmedo, pegajoso, que impedía la transpiración, haciendo que uno se sintiera constantemente como dentro de un baño de vapor, sin posibilidad alguna de refrescarse, como no fuera yéndose a pasar el fin de semana a Groenlandia. Tenía la camisa pegada a la piel y en todo momento cruzaban por mi mente tentadoras imágenes de arroyos murmurantes y sombreadas orillas cubiertas de verde césped.
Entré en «El Cormorán de Plata» casi como último recurso. La taberna hedía a coles hervidas y carne pasada, y la peste me revolvió el estómago. Había en ella media docena de marineros semi borrachos, tratando de quitarse el semi de encima, para completar su embriaguez, pero eran inofensivos. Se limitaban a beber como esponjas, sentados en torno a varias mesas de repelente aspecto. Dos o tres más tragaban alcohol de madera junto al mostrador.
El barman me miró especulativamente al verme entrar en el infecto figón. Verdaderamente, y aún sin falsa modestia, mi ropa desentonaba por completo en medio de tanta cochambre.
Brick me vio llegar a través de un ojo apenas abierto. Sonrió, dejando ver los tres únicos dientes que le quedaban, tan amarillos por la nicotina como la cara de un chino ictérico.
—Pero si es mi gran amigo el detective Stirling —dijo con voz que no tenía mucha firmeza—. ¿Vienes a este antro en busca de emociones?
—Las emociones tienen un nombre —dije—: El tuyo. —Le agarré por un brazo y miré hacia el barman—. Sírvanos una botella y dos vasos. La botella, de lo mejor, y los vasos, limpios.
El tabernero no hizo caso de la ofensa. Arrastré a Brick hasta la mesa más alejada del mostrador y lo hice sentar frente a mí. Por supuesto, mi espalda quedó pegada a la pared; no tenía ganas de estar allí sin ver quién entraba o salía en el local.
«El Cangrejo» comprendió que la cosa iba en serio. Era un pobre diablo, un desecho de la vida, un harapo humano, pero con cierta inteligencia. No dijo ni pío hasta que el barman hubo servido lo pedido y de mejor calidad, por cierto, que lo que había esperado.
Serví las dos primeras copas y traté de asentar mi estómago con un buen trago. Brick despachó la suya de un golpe, y luego me tendió el vaso con gesto ansioso.
Tapé la botella con ademán ostentoso. Brick comprendió lo que quería decirle.
—Está bien —gruñó—. ¿Qué es lo que quieres de mí?
—Necesito saber el paradero de dos tipos, «Cangrejo».
—Y te lo tengo que decir yo, Lance.
—Claro. Por eso he venido a verte. Llevo ya casi cuatro horas buscándote. Te habías escondido bien esta vez. ¿Tienes miedo de la policía?
Se pasó la lengua por los labios, en tanto miraba ávidamente la botella de whisky.
—No. Ahora llevo una buena temporada que estoy limpio, Lance. Te lo juro —rió cascadamente—. Incluso, a veces, les doy algún soplo. Ya sé que esto es vergonzoso para un tipo como yo, pero no tengo otro remedio que vivir.
—Los tipos como tú no habéis conocido nunca la vergüenza. Pero no he venido aquí para hablar de tus supuestas cualidades morales.
—Lance —suplicó Brick— por el amor de Dios, dame otro trago. Hace un montón de años que no pruebo un licor tan bueno. Anda, sé compasivo.
—La botella entera será para ti si me dices una cosa que quiero saber. Es fácil y sencillo, «Cangrejo».
Volvió a mojarse los labios con la lengua.
—Venga —dijo al cabo— % ¿Quién es?
—Quiénes, está mejor dicho. Son dos: Fred Corsack y Tony Hadoe. Necesito saber dónde viven. He de verles con urgencia.
Brick se echó para atrás en su asiento. El rostro se le puso como de cera.
—No —murmuró, aterrado.
—¡Qué! Vamos, «Cangrejo», no me seas tonto ni, mucho menos, tímido. Estoy seguro de que los conoces y sabes dónde viven. Es esto último lo que quiero saber. —Y alargué la botella hacia él, pero sin soltarla de la mano.
—Lance, eres para mí el ángel malo; sin embargo, no cederé a la tentación. —Sacudió enérgicamente la cabeza—. No, señor, no cederé. Cualquier cosa que me pidas menos ésa.
Sin contestarle, solté la botella, dejándola frente a él. Pero aunque sus ojos se le iban tras el líquido, no la tocó tan siquiera.
Aquello me extrañó un poco. Brick era un tipo que hubiera vendido a su padre por un vaso de matarratas.
¿Por qué rayos no quería, pues, contestar a una pregunta tan sencilla?
—No puedo, Lance, no puedo, créeme.
Me dieron ganas de agarrarle por el cuello y sacudirle hasta que vomitase la información que quería, pero supe contenerme. A pesar de todo, me daba lástima su cuerpo gastado y consumido por el vicio, lo cual le hacía aparentar quince años más de los cuarenta y tantos que tenía.
Hube de recurrir, por tanto, a otro sistema. Eché mano al bolsillo y saqué de él un puñado de billetes. Ostentosamente, puse uno de cinco sobre la mesa.
—Lance, maldito seas, ¿por qué has venido a verme? —gimió.
En silencio, sin hablar, coloqué otro billete encima del anterior. Pensando que los Mac Intosh, no importaba cuál en aquellos momentos, eran los que pagaban, puse el tercero. Ya eran quince dólares, lo cual equivalía a otros tantos litros del horrendo alcohol que Erick solía consumir.
Al cuarto billete, su resistencia se quebró. Agarró con una mano la botella y con la otra estrujó el dinero.
—Satanás cargue contigo, Lance Stirling —juró—. Corsack vive en…
—¡«Cangrejo»! —gritó en aquel momento una voz.
Los dos volvimos la vista hacia el tipo que había gritado. En el mismo instante, sentí que los pelos se me ponían de punta.
Brick se incorporó convulsivamente, sin soltar la botella ni los billetes.
—¡Tírate al suelo! —aullé, dando el ejemplo y zambulléndome bajo la mesa.
Una pistola ametralladora tableteó ensordecedoramente. Por encima del estrépito de los disparos, del rebote de las balas y del estallido de los vidrios, oí los alaridos de «El Cangrejo» al sentir su cuerpo perforado por los proyectiles. Brick fue arrojado hacia atrás por el vendaval de plomo que le lanzaban desde la puerta, y después de tratar en vano de apoyarse contra la pared, resbaló hasta el suelo, en donde quedó sentado.
La postura del desgraciado era patética a más no poder. Tenía todo el cuerpo inundado de una repugnante mezcla de sangre y alcohol, abrazado aún a los restos de la botella. A dos pasos de mí, con una docena de agujeros en el cuerpo, le vi convulsionarse horriblemente.
Por debajo de la mesa miré hacia la puerta. El asesino había huido apenas vio desplomarse a Brick. Cuando todavía me dolían los oídos como consecuencia del detonar de la «Thompson», pude escuchar el ronquido del motor de un automóvil que se alejaba velozmente.
Era inútil tratar de perseguir al asesino. Como en mil casos semejantes, no habría asestado su golpe sin tener bien, cubiertas las espaldas. Ahora, lo único que podía hacer era largarme de allí cuanto antes; no tenía el menor deseo de que me sorprendiese la policía y empezasen a molerme con preguntas indiscretas.
Cuando iba a levantarme, oí un gemido. Miré hacia Brick. Resultaba increíble, pero aún alentaba. La sangre le fluía abundantemente por la boca y estaba claro que no viviría más allá de un minuto. Era necesario pues, que yo supiese aprovechar aquel minuto.
Me acerqué a él, procurando no mancharme.
—Brick, Brick —exclamé—, contéstame. ¿Dónde vive Corsack?
Giró los ojos hacia mí, unos ojos en los cuales ya se veía la opacidad de la próxima muerte. Hizo un esfuerzo supremo y consiguió separar los labios.
Pero no salía ningún sonido de su boca. Sólo sangre y más sangre. ¡Dios mío!, ¿cómo podía vivir aún?
—Vamos, Brick, vamos —le urgí despiadadamente—. Haz un esfuerzo. Se trata de Corsack, recuérdalo, Corsack.
Volvió a abrir la boca. Esta vez sí que pudo hablar:
—Calle… de los… de los… Españoles…, cincuenta y cuatro… Hay un viejo almacén que…
Sus últimas palabras se perdieron en un horrendo gorgoteo que le subía de lo más hondo de los pulmones. Un tremendo chorro de sangre brotó de su boca, la cual no me manchó por milagro, y luego sus ojos voltearon vertiginosamente en sus órbitas. Se tumbó a un costado y murió, sin soltar aún los billetes ni los trozos de botella que habían quedado entre sus manos ensangrentadas.
Me puse en pie con un sentimiento de triunfo que pagaba en buena parte la lástima que me había causado la muerte del confidente. Así, pues, el asesinato de «El Cangrejo» había resultado baldío. Ahora ya sabía dónde vivían Corsack y sus compinches. Iría a verles inmediatamente y trataría de cobrarme el canallesco asesinato que acababan de cometer.
Ya había perdido demasiado tiempo. Antes de cinco minutos estaría allí la policía, y si no conseguía evadirme, me meterían en un compromiso. Era preciso, pues, salir de allí rápidamente.
Pero cuando ya llegaba a la puerta, un hombre se interpuso en mi camino. Era el barman, un tipo de buena corpulencia y cara de muy pocos amigos.
—Alto —gruñó—. Quédese ahí, hermano. No quiero líos con la policía y usted tiene mucho que decir.
Era inútil discutir con un tipo semejante. No hubiera atendido a razones y, además, incluso cabía la posibilidad de que estuviera a sueldo de mis enemigos. Con que, sin mediar palabra, le tiré un viaje de izquierda a su estómago, que abultaba más de lo conveniente.
El tabernero se dobló sobre sí mismo. Junté las dos manos y le apliqué el filo de ambas sobre la nuca con un golpe demoledor. El tipo se desplomó como un buey apuntillado.
Ya no hubo nadie que me detuviera. Apenas se había acabado el fragor de los tiros, los clientes de «El Cormorán de Plata» se habían esfumado rápidamente. Todos ellos eran gente con cuentas colgadas en los ficheros policiales, y ninguno tenía ganas de estar presente cuando aparecieron los agentes de la Ley y el orden.
Lo mismito que un servidor. Salí fuera cuando ya la gente acudía hacia la taberna y eché a correr en busca de calles más acogedoras. Cuando llegaba a la Primera Avenida, pude oír el aullido de las sirenas policíacas. Entonces compuse el gesto y me mezclé con los viandantes.