CAPÍTULO XXI
—Por nada del mundo —murmuró Ruth— viviría yo en esta casa.
La joven había detenido el automóvil a unos cien metros del falso castillo donde vivían los hermanos Kreiger. La atmósfera era sofocante y las nubes corrían mansamente por el cielo, despidiendo de vez en cuando algún relámpago cegador, que se producía, casi siempre, en silencio. En aquel momento, la luna había aparecido un instante, derramando una pálida luz sobre el paisaje, que recortó al castillo en negro, coa una silueta de pesadilla, lúgubre y sombría, como los edificios similares que se describen en las leyendas de brujas y fantasmas.
—En cualquier momento —dije—, puede aparecer el Conde Drácula.
Ruth se estremeció. Como estábamos juntos, su cuerpo tocó el mío. Sin poder contenerse, buscó protección, apretándose junto a mí. Sentí a través de las ropas, el calor de su carne viva y palpitante.
La luna se ocultó, dejándonos completamente en tinieblas. Fue una ocultación tan repentina, que pareció un golpe teatral. Ruth no pudo contenerse y exhalé un gritito de espanto.
Entonces pasé el brazo por encima de sus hombros y la atraje hacia mí. Ella no se resistió, antes al contrario, volvió su rostro, haciéndome percibir su aliento cálido y perfumado.
—Lance —susurró.
La besé, aplastando con los míos aquellos labios ardorosos y llenos de vida. Ella pasó su brazo libre en torno a mi cuello, y sus uñas se clavaron en mi nuca, causándome un agradable dolor.
Ruth se separó de pronto, jadeante y temblorosa. Con mano nerviosa dio la vuelta al conmutador de la luz, y una pequeña lamparita se encendió en el techo, sobre el parabrisas.
—Límpiese bien los labios, Lance —dijo, con voz que quería ser natural, en tanto que restauraba su maquillaje.
Dos minutos más tarde, nos deteníamos al pie de la fachada del edificio. La puerta se abrió apenas detenido el coche. Seguramente habían visto el resplandor de los faros.
Gonzalo, el jorobado, acudió deferentemente a abrirnos la puerta.
—¿Está la señora en casa? —preguntó Ruth.
—Le anunciaré la llegada de ustedes —contestó el jorobado, precediéndonos para servirnos de guía.
Gonzalo nos condujo a la estancia que ya conocía, en donde nos dejó solos. Al cerrarse la puerta, Ruth volvió a estremecerse.
—Decididamente, no me gusta. Si fuera mío, lo vendería o lo haría destruir hasta los cimientos.
—¿Por qué? En medio de todo, no deja de tener su atractivo vivir en un sitio como éste. ¿No es copia exacta de algún castillo europeo?
—Pero allí, los castillos tienen razón de ser. Siempre existieron y…
Seguimos discutiendo unos momentos más sobre el tema. El beso que nos habíamos dado en el coche había pasado a un discreto segundo término y, por el momento, no tenía ganas de suscitar nuevamente la cuestión. Me parecía haber traicionado a Georgia, aunque, diablos, cuando uno es un hombre, es lógico que pasen esas cosas.
Daisy apareció de repente, vestida con una bata negra, completamente cerrada, que le llegaba a los tobillos. El cuello y los puños eran de encaje blancos y prestaban a su figura un encanto tan atractivo y singular como, al mismo tiempo, extrañamente perverso. ¿Qué sucedería al hombre que se enamorase plenamente de aquella mujer?
—Queridos —dijo, sonriendo un tanto apagadamente. Su cara estaba completamente limpia de maquillaje y temía los labios pálidos y descoloridos—. Ruth, cariño, tendrás que dispensarme por no haber acudido a la cena. Y usted también, amigo Lance. —Se puso la mano en la frente—. Oh, este dolor de cabeza… No me ha dejado en todo el día; es algo horrible, torturante, a veces creo que me va a estallar el cráneo…
—Precisamente por eso mismo hemos venido a verla, Daisy —dijo la muchacha—. Nos preocupó lo que dijo su hermano acerca de usted.
—¡Qué amables! Oh, dispénsenme; estoy tan aturdida que ni siquiera me acuerdo de hacerles los honores de la casa —se acercó a la pared y tiró de un grueso cordón—. Tomarán una copa conmigo, claro.
Gonzalo apareció casi al instante. Daisy le dio una orden.
—Gonzalo, licor para mis huéspedes. A mí, un vaso de agua y una tableta de aspirina.
—Al momento, señora.
En el instante en que el jorobado iba a cerrar la puerta, se oyó un revoloteo acompañado de una serie de estridentes graznidos. «Caín» penetró aparatosamente en la sala y, después de unos cuantos alborotadores vuelos, fue a posarse en el hombro izquierdo de su ama.
Daisy acarició al repugnante animal con una mano.
—El pobre —murmuró—. Me ha estado echando de menos durante todo el día. No he salido de mi habitación, y mi hermano no le dejó pasar para que no me molestase. Ahora, claro…
Seguimos hablando en este tono durante unos minutos. Tomamos unos sorbos de jerez y fumamos unos cigarrillos. Daisy me preguntó después por el estado de mis investigaciones. Le dije que no iban ni bien ni mal, y luego ella comentó el jaleo de la calle de los Españoles.
—Debió ser horrible verse en medio de un tiroteo tan espantoso. Sobre todo, para una muchacha como su secretaria, ¿no es así, Lance?
—Gracias a ella estoy con vida, Daisy —contesté.
La viuda sonrió.
—Es muy atractiva. Ruth, querida, ¿tú no sientes celos de ella?
La muchacha se puso encamada.
—Podría suceder si amase al señor Stirling. Pero, por hora, no hay nada entre los dos.
—Las relaciones entre mi secretaria y yo son puramente profesionales, Daisy —dije muy serio.
Ella soltó una risita.
—Pues está como para entablar otras relaciones que no tengan precisamente ese carácter, ¿no crees?
—No estoy en el interior del señor Stirling —dijo la muchacha un tanto desabridamente. De pronto, la noté incómoda—. Bien, querida Daisy, nos alegramos de que haya mejorado. Papá dijo que la llamará mañana por teléfono.
—Sí, ya me lo había dicho Dan. Por cierto, que el muy grosero no ha acudido a saludarles. Como de costumbre, habrá cogido una novela policíaca y se habrá enfrascado en su lectura. Iré a llamarle para que…
—No se moleste —dijo Ruth—. Déjelo que siga leyendo. ¿Vamos, Lance?
«Caín» echó a volar apenas salimos de la estancia. Subió hasta lo alto de los pendones del gran vestíbulo y luego bajó, sin dejar de graznar tan estrepitosamente como de costumbre.
—¡Bicho odioso! ¡Pajarraco inmundo! —exclamó Ruth apenas estuvimos en el coche. Arrancó con tal velocidad que me pegó la espalda al asiento—. Si he de soportar un animal cuando papá se case con esa bruja, me iré de casa, se lo aseguro, Lance.
—Creí que se había arreglado con ella, Ruth —murmuré suavemente.
—Sólo por las apariencias y porque sé que papá la quiere. De otra forma, la habría enviado al diablo, puede creerme.
En vista de que aquel tema la excitaba, guardé silencio. La distancia del castillo a casa de Ruth era muy corta, y llegamos en pocos momentos. El coche se detuvo frente a la verja, y entonces traté de consolarla, pasándole un brazo por encima de los hombros.
—Olvide a Daisy, Ruth —dije—. Olvídela y concéntrese solamente en su presente…
—¡Déjeme! —exclamó con voz crispada. Estaba nerviosísima—. Usted ha estado comiéndosela con los ojos durante todo el tiempo que permanecimos en su casa. Anda sorbiendo también los vientos, por su secretaria. Me ha besado a mí, aprovechándose de las circunstancias. ¿Es usted un Barba Azul con licencia de detective privado?
Me separé de Ruth, atónito por su repentina explosión de cólera.
Ella me abrió la puerta.
—Bájese —declaró enérgicamente.
—Mi coche está arriba —objeté.
—Se lo mandaré con el mayordomo —dijo, exasperada—. Pero no quiero que de un paso más conmigo. Bájese, Lance.
Hice lo que me decían. La verja se abrió en aquel momento, y el automóvil partió raudo.
Me rasqué la nuca, completamente desconcertado. Ni el diablo sería capaz de entender a las mujeres, pensé, viendo empequeñecerse las luces rojas de aquel vehículo.
Mientras esperaba que me enviaran el coche, pues no quería violar la formal prohibición de Ruth, pasando al otro lado, me entretuve en pasearme a lo largo de la tapia que delimitaba la posesión. Encendí un cigarrillo, pero no tuve tiempo de darle más allá de dos o tres chupadas.
Un coche se detuvo silenciosamente frente a mí. Era un «Packard Hawk», cincuenta y ocho, idéntico en un todo, salvo en el color, pues éste era negro, al que me habían robado, y al que vi cerca del domicilio de Gugsie el día en que lo asesinaron. La cosa no tenía importancia, salvo que había dos tipos detrás de sendas armas de fuego, una de las cuales era una «Thompson» con silenciador.
—Suba —dijo alguien en tono suave y persuasivo.
Permanecí un momento inmóvil, tratando de hacer tiempo para que viniera Cara de Palo con mi coche. Pero los fulanos no querían esperar tanto.
—Ya hemos contado una —dijo el mismo que había hablado—. Ahora van dos. La tercera será una ráfaga que le partirá por medio si no se decide a subir al coche inmediatamente.
La intimidación fue apoyada por la apertura de una puerta del vehículo. Lanzando un suspiro de resignación, me dirigí hacia el «Packard».
Al entrar, tuve que agacharme forzosamente. Vagamente entreví dos tipos en el asiento de atrás, empuñando sendas pistolas. Pero no pude ver mucho más. Algo duro y contundente cayó sobre mi nuca.