CAPÍTULO VII

El nombre de Mac Intosh parecía obrar con efectos mágicos en el «Pendragon». Un obsequioso maestresala me acompañó hasta la mesa que había reservado la hija del millonario.

Ruth Mac Intosh tardó unos minutos en llegar. Cuando lo hizo, me puse: en pie para saludarla, admirando su espléndida hermosura con muy poco disimulo… La ropa que llevaba realzaba notablemente su magnífico tipo y se notaba que la muchacha sabía vestir tanto como gastarse el dinero en un buen modisto.

Mientras nos servían la cena, dispuse dos «martinis». Hablamos durante unos momentos de cosas intrascendentes y luego me lancé a fondo.

—Muy bien, señorita Mac Intosh, y ahora, veamos de qué se trata. ¿Qué es lo que tiene usted que hablar conmigo?

—Estoy enterada de todo lo que le ocurre a mi padre —dijo sin titubeos—. Le quiero mucho y deseo ayudarle en lo que pueda.

—Honrarás a tu padre y a tu madre. Hermosos sentimientos, a fe mía.

—No bromee, señor Stirling; lo que estoy diciendo es la pura verdad —dijo ella con severo acento. No había sonreído apenas desde que llegara.

—No es broma, señorita. Pero, creo que su ayuda no le es necesaria. Su padre sabe bien cómo desenvolverse, se lo aseguro.

—Quizá —repuso Ruth con displicencia—. No obstante, si mi padre quiere hacer las cosas de un modo, yo las quiero hacer de otro. Y estoy segura de que mi método es mucho más eficaz.

—Muy bien —accedí—. Oigámoslo.

—El pasado de mi padre es un poco turbio, lo sé. Pero no es pecado de que pueda avergonzarme, puesto que yo no lo he cometido. Si bien en su, llamémosle juventud, cometió muchos desafueros, sé que no murió nadie por su culpa. Y hoy día ha remediado muchísimas necesidades y ha hecho numerosas obras benéficas, sin dar cuatro cuartos al pregonero ni conceder publicidad a sus donativos. Estoy segura de que en los últimos tiempos ha repartido más dinero que el que pudo reunir hace quince o veinte años con malas artes.

—Una buena manera de cancelar el pasado.

—Es imposible cancelar el pasado, señor Stirling. Lo que se hizo, hecho está. Ahora bien, esos donativos, esas obras benéficas que ha hecho mi padre, lo han sido como una forma de restitución de lo que se apropió de un modo no muy legal que digamos.

—Ese modo carece de legalidad en absoluto, señorita Mac Intosh, y usted lo sabe bien.

Su rostro se tiñó de rubor, haciéndola aparecer aún más bonita de lo que era. Empezó a gustarme, palabra.

—Lo sé. Pero será mejor que dejemos este tema. Mi padre persigue unos documentos comprometedores para él. Yo también persigo el mismo fin, aunque por medios distintos. Ya he dicho antes que éstos son mejores que los de mi padre.

—Conforme. Aclárese, pues.

—Verá. Mi padre me entregó, al cumplir los veintiún años, unos cuantos paquetes de acciones de distintas empresas suyas, como regalo de cumpleaños. Esas acciones son mías por completo y puedo disponer de ellas en absoluto, como mejor me parezca.

Empecé a comprender los propósitos de la muchacha.

Ruth siguió:

—Vendidas apresuradamente, con el natural quebranto, como puede suponerse, darían fácilmente quinientos o seiscientos mil dólares en efectivo. Busque usted al actual propietario de esos documentos y ofrézcale medio millón. Si con este aliciente no cede, no cederá con ninguno.

Las palabras de la muchacha me dejaron sin aliento. ¡Medio millón de dólares!

—¿E… está segura de que lo quiere hacer así?

—En el momento en que usted me diga que el individuo accede, daré la orden a mi corredor de bolsa para que haga la venta del papel. Por supuesto, señor Stirling, su trabajo será recompensado como se merece. Cinco mil al establecer el primer contacto con el chantajista y veinticinco mil más cuando todo se haya resuelto satisfactoriamente, además de los gastos, claro está.

Lancé un silbido muy tenue. Treinta mil dólares no era una suma que pudiera desdeñarse así como así. Qué diablos, a fin de cuentas, es mi profesión y no podía decirse que aceptar el trato de la muchacha contuviera materia delictiva. Únicamente, si se pensaba un poco, podía estar un tanto en conflicto con las instrucciones recibidas de Mac Intosh, aunque, bien mirado, ¿no se trataba de recuperar los dichosos documentos? ¿Qué importaban los medios, en aquel caso, coa tal de obtener el fin propuesto?

La miré fijamente durante unos segundos. Al fin, dije:

—Conforme. Acepto. Pero ¿qué dirá su padre si, suponiendo que triunfe, llega a enterarse un día de lo que ha hecho usted por él?

—Se enfadaría muchísimo; pero acabaría por perdonarme.

—Y reponerle el medio millón.

Se encogió de hombros. Como los tenía desnudos, el gesto le salió muy bonito.

—En todo caso, eso es cosa mía —manifestó.

—Muy bien. Ahora necesito saber una cosa más. Hagamos cuenta de que he conseguido los documentos que usted desea. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?

—Llámeme por teléfono. No de su verdadero nombre. Diga que es… Víctor. Sí —se animó su rostro con una pálida sonrisa— eso es. Víctor, que significa vencedor.

Sonreí. Tomé mi copa y la levanté en alto.

—Por Víctor —dije.

Ella acentuó su sonrisa.

—Creo que ganará…, Víctor —y alzó también su copa.

En aquel momento, me di cuenta de una cosa.

Hacía ya tiempo que notaba que alguien me estaba mirando con insistencia. Era, como suele suceder muchas veces, una sensación subjetiva, pero definida; incluso parece que la mirada del que nos está contemplando «palpe» nuestro rostro o la nuca, obligándonos a volver la cabeza. Eso es lo que me ocurrió a mí y, con disimulo, miré a todos los lados, en tanto nuestra conversación derivaba ya hacia derroteros de menor trascendencia, hasta que encontré al propietario de la mirada.

Propietaria es la palabra exacta, porque se trataba de una mujer. Concretamente de la del tropezón en los almacenes y propietaria del «Lancia» rojo.

Estaba unas mesas más allá y me extrañó no haberla visto antes. Si la primera vez me pareció hermosa, ahora no había palabras con qué describirla.

Su pelo, casi azulado a fuer de negro, estaba recogido en un tirante rodete en la nuca, algo anticuado quizá, pero que prestaba aún un mayor encanto a su ovalado rostro. El rodete estaba sujeto por una cinta de esmeraldas que hacían juego con sus verdosos y enigmáticos ojos.

Vestía un traje negro, tan escotado por delante que la y del escote le llegaba, literalmente, a la cintura, separándole los senos, pequeños, pero firmes y erguidos. El vestido estaba sujeto por dos imperceptibles tirantes moteados también de diminutas esmeraldas, y estoy seguro de que debajo sólo llevaba la piel. Era muy delgada, pero no huesuda, lo que se demostraba en la curva de sus hombros, de un trazado perfecto, y en el maravilloso torneado de sus brazos, cubiertos hasta más arriba de los codos por unos guantes también negros.

Al mirarla, me miró y sonrió imperceptiblemente. Entonces no me quedó otro remedio que hacer una leve inclinación de cabeza en señal de saludo.

Ruth advirtió el gesto.

—¿A quién saluda usted, Lance? —preguntó, curiosa.

Se lo dije. Entonces ella miró también a la dama de las esmeraldas. Noté que el seno de la muchacha se agitaba perceptiblemente al corresponder igualmente al saludo de aquella mujer.

—¿La conoce usted? —inquirí.

—Sí —dijo, sin pizca de amabilidad en su acento.

—¿Quién es?

—Daisy Karslake, una viuda de treinta años que se siente muy sola.

—Ya lo veo. Lo raro es que no tenga a nadie haciéndole compañía.

—El que debería hacerlo no está. —Contestó Ruth, y su acento seguía siendo rencoroso.

—Parece que la señora Karslake no le es muy simpática, Ruth —manifesté.

—No. No me gustan las madrastras, ni tampoco las aspirantes —dijo sorprendentemente.

—¡Cómo! ¿Es…, va a casarse con su padre?

—Exactamente —dijo la muchacha muy nerviosa. Apuró su copa de un trago y se puso en pie—. Vámonos.

Agité la mano y vino el camarero con la nota. Me estremecí al ver su importe, pero pensé que era un gasto que habría que incluir en la minuta de costos. Di una generosa propina y salí tras la joven.

Al pasar cerca de Daisy Karslake, noté que la sonrisa de ésta se hacía más pronunciada. Ruth pasó por su lado sin apenas mirarla, pero yo hube de inclinar nuevamente la cabeza para saludarla, a lo que la dama de negro correspondió con un gesto semejante.

Salimos fuera. Pedí a Ruth las llaves de su coche para traérselo, pero ella se negó.

—Déjelo, no es preciso que me acompañe. Iré yo sola a casa —dijo. Pese a todo, la seguí hasta su automóvil, el cual se hallaba estacionado en el terreno que el «Pendragon» tenía destinado para aparcamiento de los vehículos de sus clientes.

Traté de desarrugar el ceño de la muchacha.

—Ea, no se preocupe —dije—. Dentro de un par de días a lo sumo la llamará Víctor.

Ruth emitió una pálida sonrisa.

—Ojalá —exclamó con vehemencia. Pisó el acelerador y se marchó.

Encendí un cigarrillo y permanecí allí, fumando, años minutos, en tanto que meditaba acerca de lo que tenía que hacer. Ofrecer medio millón era fácil, pero ¿a quién?

De pronto recordé a los dos individuos que me habían estropeado la digestión del mediodía. Corsack y Hadoe. Sí, tendría que empezar por ellos. Ninguno de los dos era el jefe, pero seguro que lo conocían o, por lo menos, sabían el medio _ de ponerse en contacte con él. Bueno, tendría que buscarlos. Y lo mejor era hacerlo cuanto antes…

—¡Qué fastidio! —exclamó entonces una voz no lejos de mí.

Giré la cabeza. No me sorprendió en absoluto ver a Daisy Karslake a cuatro pasos de distancia, muy afanada en buscar algo en el interior de su costoso bolso de noche, adornado, ¡cómo no!, con esmeraldas.

—¿Puedo ayudarla en algo? —me ofrecí.

Ella emitió una cálida sonrisa.

—Hay aquí tan poca luz…, no consigo encontrar las llaves del coche. Los bolsos de las mujeres, usted ya sabe…

—Encenderé un fósforo —dije, haciéndolo. No se movía la atmósfera y la llama de la cerilla alumbró el bolso. Pero yo no miraba el bolso precisamente. Había otras cosas más interesantes, mucho más, ya lo creo.

—¡Ah! —exclamó—. Al fin —y se dirigió hacia el «Lancia», situado a pocos pasos de distancia, después de darme las gracias.

La acompañé hasta el coche. Había algo en aquella mujer que me turbaba y me atraía hacia ella. Cada vez que me miraba, tenía la sensación de que ella era la llama y yo la mariposa que se ha de quemar indefectiblemente, atraída por la brillantez de la luz.

—Ha sido usted muy amable, señor Stirling —dijo ella, metiéndose en el coche, de un modo que me pareció inverosímil, dado lo ajustado de su traje negro. Me miró de un modo subyugador—. Quisiera agradecerle lo que ha hecho por mí.

—Me conoce usted —dije, un poco sorprendido.

—Claro. Usted es el detective —que ha contratado Greg, ¿verdad? Greg me lo ha dicho. Por cierto, lo esperaba a cenar, pero me telefoneó diciendo que no podría acudir.

—Yo lo hubiera dejado todo con tal de hallarme a su lado, señora Karslake —dije galantemente.

Ella se echó a reír.

—Es usted muy audaz, amiguito, y por ello estoy dudando en manifestarle mi agradecimiento con algo más que con simples palabras.

—¿Agradecimiento? —Enarqué las cejas, extrañado.

Levantó su bolso.

—Me ha ayudado a encontrar las llaves. Suba —dijo de pronto con una brillante sonrisa—. Correré el riesgo.

—Soy completamente inofensivo, señora —dije, en tanto me sentaba a su lado en el estrecho asiento del «Lancia», lo cual me obligó a colocar las rodillas bajo la barbilla. Casi inmediatamente, ella arrancó de modo tan brusco, que estuve a punto de saltar por la zaga del coche.

—Yo no diría tanto, señor Stirling —manifestó ella, saliendo a la carretera. Entonces supe lo que era pisar a fondo. Pareció como si el «Lancia» saliera disparado por la boca de algún obús.

—Eh, oiga, cuidado —dije, con los pelos de punta al ver que pasábamos rozando la zaga de un pesado camión de mercancías—. Esto no es Indianápolis.

Volvió el rostro para mirarme. Sus facciones estaban débilmente iluminadas por la luz del cuadro de instrumentos y ofrecían un aspecto tan bello como aterrador. No sé por qué, pero al contemplar aquella cara tan hermosa hube de sentir un escalofrío que parecía venirme desde muy lejos.

—¿Tiene miedo? —preguntó con voz sedosa, insinuante.

La pregunta me hizo reaccionar. Abombé el pecho.

—Con usted puede irse hasta… el infierno, señora Karslake.

—No le llevaría nunca a un lugar tan detestable, amigo Stirling. En todo caso, a… —Pero el resto de su frase se perdió en el enérgico bocinazo que hubo de dar para pasar a otro coche que iba delante del nuestro. Ruth era la conductora del vehículo y nos reconoció con no poca sorpresa y más enojo todavía.

—Es una buena chica —comentó Daisy con indiferencia—. Lástima que no comprenda que su padre es joven todavía y que necesita del cariño y del afecto de una mujer, lo que yo puedo proporcionarle el día en que me case con él.

—No parece, en efecto, abrigar sentimientos muy caritativos hacia usted, señora Karslake.

—Son cosas de la juventud —dijo ella—. Se creen los amos del mundo, cuando no son todavía más que unos críos.

—Usted no es una vieja, precisamente, para hablar en ese tono —manifesté, calculando la edad de mi enigmática compañera en unos treinta o treinta y dos años maravillosamente llevados.

—Muchas gracias por el elogio, Stirling. Estoy segura de que su esposa estará satisfechísima de tener un marido como usted.

—Soy soltero —dije.

—Ah —exclamó ella, y ya no habló hasta que estuvimos en su casa. Al llegar a nuestro destino, la sorpresa embargó mi espíritu de inmediato.

Daisy Karslake vivía en aquel edificio que parecía un castillo y que había visto yo por la mañana desde la mansión de los Mac Intosh.