CAPÍTULO XVIII

Estaba adormilado cuando sonó una vez más el zumbador de la puerta. Percibí vagamente el taconeo de Georgia, y luego su voz al hablar en el pequeño vestíbulo contiguo.

—Sí, está aquí —oí que decía—. Pero no sé si podrá recibirle.

La voz que sonó a continuación tenía un tono inconfundible. Me estremecí al escucharla.

—Georgia, dígale que pase, por favor —dije en voz alta.

Era Daisy, vistiendo, según costumbre, de un modo sensacional. Estoy seguro de que hacía como las grandes damas de las cortes europeas de antaño: jamás volvía a ponerse un traje que hubiera usado una vez.

El que llevaba en esta ocasión era de un color vino oscuro, casi violado, con un escote discreto, pero aún más incitante que si hubiese llevado los hombros al descubierto. Sobre el lado izquierdo del pecho vi el trébol de esmeraldas que ya conocía, el cual hacía juego esta vez con unos pendientes de análogo diseño.

—Querido amigo —exclamó, tendiéndome la mano. Traté de incorporarme, pero ella me lo impidió con rápido ademán—. No, no se mueva, se lo ruego. Por Ruth estoy enterada de lo que le ha sucedido. ¡Dios mío! —Se estremeció—. ¡Debió ser espantoso!

—Un poco —concedí con una sonrisa. No me agradaba su presencia allí en esta ocasión, pero no tenía más remedio que poner buena cara al mal tiempo—. Afortunadamente, se ha pasado todo ya, Daisy.

—Cuánto lo celebro —dijo, sentándose a mi lado. Cruzó las piernas, enseñando unas rodillas perfectas, y luego sacó de su bolsillo una costosa pitillera.

Encendió un cigarrillo y me lo puso en la boca, sonriéndome amistosamente. Luego, ella hizo lo propio con el suyo, y expulsó una bocanada de humo. Dijo:

—¿Puedo preguntarle por la marcha de sus investigaciones, Lance?

—No tengo grandes noticias que ofrecerle, Daisy, excepto que he recibido una monumental paliza como consecuencia de haber metido las narices quizá donde no debiera.

—Pero usted lo hacía por Greg —exclamó ella.

—Claro que sí. Las bofetadas, sin embargo, me las he llevado yo. Bueno, ése es uno de los riesgos de la profesión. En veinticuatro horas más estaré como nuevo. —Aspiré el humo del pitillo—. ¿Qué le dijo Ruth?

—Se mostró muy afligida por el incidente del «Seaview», y me pidió perdón. Le dije que lo encontraba muy natural, y ella me contó la conversación sostenida con usted. Parece que hemos quedado mucho más amigas que antes.

—Lo celebro, Daisy. Espero que me invitará a la boda el día en que se case con el señor Mac Intosh.

Ella me miró, sonriendo.

—Usted será uno de los testigos de honor, Lance. Bien —se puso en pie—. Me alegro de haberle encontrado tan mejorado. Quisiera quedarme más tiempo con usted, pero lo tengo tasado. Las mujeres, ya sabe: la peluquería, el modisto…

—A usted, poco de eso que ha mencionado le hace falta, Daisy.

—Es usted muy galante, Lance —dijo—. Sin embargo, hay una edad en la mujer en que es preciso cuidarse o perecer. Usted ya me entiende, ¿verdad?

—Perfectamente. Pero, mi opinión sigue siendo, no obstante, la que he manifestado anteriormente.

—Es usted delicioso, amigo mío —declaró, empezando a ponerse los guantes—. ¿Cuándo podré tener el placer de volver a verle?

—En el momento en que usted lo desee, Daisy. Ya sabe que siempre estoy a su disposición.

—Mil gracias. Llámeme por teléfono cualquier día de éstos. En caso de que yo no estuviera, mi hermana o Gonzalo tomarían su recado. ¡Adiós!

—Adiós —murmuré, viéndola alejarse hacia la puerta, esbelta, ágil y cimbreante como una palmera africana.

Cuando Daisy se hubo marchado, Georgia penetró en la habitación y abrió la ventana de par en par. Una bocanada de calor, húmedo y pegajoso, penetró al instante por la abertura.

—¡Eh! —protesté—. ¿Qué está haciendo, dulzura?

—¿No lo ve? Ventilo la habitación. Apesta.

Fruncí el ceño. Ella me miraba también con una expresión similar y los dos permanecimos así durante un largo minuto.

Al fin, agité el dedo índice, curvándolo varias veces hacia adentro.

—Venga acá —ordené.

—No. —Georgia pateó el suelo con un ademán casi infantil.

—Venga, he dicho. ¿Es que ha dejado ya de considerarme como su jefe?

—Debiera hacerlo —respondió con aire ofendido—. Ya no es mi jefe, sino un sultán, que se dedica a recibir las visitas de sus odaliscas.

—Acérquese, testaruda —ordené perentoriamente, y esta vez, Georgia obedeció, aunque a regañadientes, sentándose en una silla a mi lado. Pero lo hizo muy rígida, mirando al frente y poniendo ambas manos sobre sus rodillas que, ciertamente, no tenían nada que envidiar a las de Daisy.

—Vamos a ver, ¿qué pensamientos tan malévolos bullen en el interior de tan encantadora cabecita?

—Muchos, y ninguno bueno —contestó ella, hoscamente.

—¿De veras? ¿Es que se ha enfadado por las visitas femeninas que he recibido hoy?

—Algo por el estilo —dijo Georgia, sin abandonar su tono huraño y desabrido.

—Ruth Mac Intosh estaba en su derecho al venir a verme. A fin de cuentas suministrará una substanciosa cantidad de dinero a la agencia, si resolvemos el caso —argüí.

—Bueno, respecto a ella, no tengo nada que decir.

—Entonces, sus tiros van dirigidos a la viuda.

—Algo por el estilo, jefe.

—¿Por qué?

—No me gusta, simplemente.

—No le gusta, ¿por qué?

—Hay cosas que no se pueden explicar con simples palabras. Presentimientos o como quiera llamarle, pero es así, aunque usted, por supuesto, lo considerará como una solemne tontería.

—Daisy Karslake me ofreció también su ayuda, recuérdelo, dulzura.

—A pesar de todo, insisto en ello, jefe.

—Está bien. De todas formas, tendrá que aguantarse, le sepa bien o le sepa mal, Georgia —dije coa cierta dureza en el acento—. No puedo correr el riesgo de cometer una acción despreciativa con la señora Karslake. Mac Intosh podría enterarse y cancelar nuestro contrato.

—Estoy conforme con ello —manifestó la muchacha. Ahora bien, lo que ya no me parece tan agradable es que ella se haya enterado de nuestra residencia. Usted sabe que cuantos menos la conozcan, será mejor para todos.

—De acuerdo, de acuerdo —dije de mal humor—. Pero ¿qué puedo hacerle yo? Ruth se lo dijo. La culpa no es mía.

—Lo sé. Sin embargo, esa mujer no me gusta. Es muy hermosa, eso no se puede negar. Pero me da la sensación de un cuervo que husmea la carroña o que presagia una catástrofe. Ojalá me equivocara —concluyó con un profundo suspiro.

Me incorporé un poco en el diván y atraje a Georgia hacia mí. La muchacha trató de resistirse, pero la hizo más por fórmula que por verdaderos deseos de oponerse.

—Venga acá, muchacha —dije suavemente. Noté su afanosa respiración y vi que sus labios se entreabrían anhelantemente—. Venga —repetí.

Unos momentos más tarde, Georgia se separó, terriblemente sofocada y sin aliento.

—Jefe, no hay derecho —dijo.

—He tratado de vengarme de lo que me hizo anoche con el somnífero, dulzura.

Georgia me miró con fijeza durante unos momentos.

—¿Preferiría que no lo hubiera hecho? —preguntó.

Tardé unos segundos en dar mi respuesta.

—No —respondí al cabo—. Ahora me alegro de haber tomado la tableta para dormir.

Una viva sonrisa iluminó el semblante de la muchacha.

—Eso está mejor —dijo y, de repente, me abrazó con fuerza—. Jefe, si me hubiera dicho otra cosa, no le habría vuelto a mirar a la cara.

Luego me miró un instante, y en la expresión de su rostro comprendí lo que sentía por mí. De pronto, se puso en pie.

—Tengo que hacer la cena —dijo, y se alejó hacia la cocina.

Al quedarme solo, me recosté en el diván de nuevo con un cigarrillo entre los labios. Permanecí así años momentos hasta que, de repente, al tratar de sacudir la ceniza, observé un objeto brillante en el suelo, sobre la alfombra.

Me incliné a recoger aquella cosa, examinándola detenidamente.

—¡Georgia! —llamé unos segundos más tarde.

La muchacha se asomó a la puerta de la cocina.

—¿Sí, jefe?

—Acérquese un momento.

—¿De qué se trata?

Por mi acento había comprendido que no se trataba de continuar ahora los escarceos más o menos amorosos.

Le enseñé el objeto que acababa de hallar. Ella lo miró muy intrigada.

—No es mío —dijo—. Quizá, en un plazo no muy lejano, tenga que usar gafas para leer, pero nunca se me ocurrirá ponerme un adminículo tan costoso y, sobre todo, tan incómodo de poner y de quitar.

—Acaso se le haya caído a Toushita —sugerí.

Georgia meneó la cabeza.

—Ni hablar. Jim tiene la vista de un águila. Se ríe solamente con mencionarle la palabra óptica o similares.

—Entonces —mascullé—, ¿de quién diablos puede ser este cristal?

Porque ya es hora de que lo diga. El objeto hallado y que tanto nos intrigaba era un cristal óptico de contacto, como los que usan los miopes que no desean se les advierta el defecto o los deportistas a quienes un ejercicio violento podría hacer caer los lentes. El tono de la pupila artificial era oscuro, como de gafas ahumadas, pero permitía perfectamente la visión a través del cristal.

Hice saltar el cristal en la palma de la mano, en tanto trataba de dar con su dueño por deducción. Georgia pareció adivinarme los pensamientos.

—Hoy han estado aquí dos mujeres —murmuró.

—Sí —dije—. Pero ¿cuál de las dos lo ha perdido?

—Ruth tiene los ojos grises. Los de la señora Karslake son verdes —dijo Georgia.

—Entonces, no comprendo por qué diablos una de las dos ha de usar lentes de contacto de tono oscuro.

—Bueno, quizá sea para ir a la playa —observó la muchacha—. El sol es muy fuerte en estos lugares…

Levanté el cristal, sujetándolo con el índice y el pulgar, y colocándolo muy cerca del rostro de la muchacha.

—Dulzura, mire a su través. Es un vidrio sin graduación óptica.

Georgia hizo lo que le decía, y luego soltó una exclamación. Me miró desconcertada, y su rostro preguntaba lo que no sabía decir con palabras.

Lo malo era que yo tampoco sabía qué contestar a aquella silenciosa apelación.