CAPÍTULO VI
No me entretuve siquiera en usar el ascensor. Subí los escalones de cuatro en cuatro hasta detenerme ante una puerta con una placa en la cual podía leerse el nombre del inquilino.
Saqué de mi bolsillo aquella llave maestra que siempre solía llevar encima. Tras unos breves tanteos, conseguí, al fin, abrir la puerta.
Crucé el umbral en silencio, cerrando del mismo modo. Apenas lo hube hecho, oí ruido de golpes y gemidos. Era indudable que Spalf estaba recibiendo una buena zurra.
Atravesé el pequeño vestíbulo y pasé a la habitación inmediata. Abrí la puerta y me enfrenté con el espectáculo.
Aquella pareja carecía de conciencia. Acababan de matar a un hombre, defenestrándolo, y ya estaban metiéndose con otro. Y de qué manera.
Los dos le golpeaban sin compasión. Empleaban indistintamente puños y pies, según les fuera más cómodo. Spalf gemía sordamente, y en ocasiones trataba de defenderse, pero sus esfuerzos resultaban irrisorios y carentes de efectividad alguna. Cada vez que los pandilleros veían la reacción de su víctima, reían desconsideradamente.
Tan entretenidos estaban con su labor, que no se dieron cuenta de mi presencia en la habitación, la cual había sufrido ya notables daños. Tenían tanta seguridad en sí mismos, que incluso habían abandonado la cartera portapliegos en una silla, confiando en la incapacidad de Spalf para revolverse contra ellos.
Decidí, pues, aprovecharme de la ocasión. Avancé de puntillas y agarré con la mano izquierda el asa de la cartera, al propio tiempo que con la otra sacaba a relucir mi pistola.
—Párense —ordené conminatoriamente—. Dejen en paz al señor Spalf o de lo contrario les llenaré el cuerpo de plomo.
Los dos forajidos se volvieron instantáneamente al oír mi voz, muy sorprendidos al darse cuenta de que había una visita inesperada en la estancia. Permanecieron quietos apenas un segundo, pero esa inmovilidad cesó casi al instante.
Uno de ellos olvidó mi intimación y echó mano a su sobaquera. Fríamente, sin descomponerme en absoluto, le pegué un tiro en el hombro. El fulano giró violentamente y se desplomó sobre un diván. Cuando uno recibe un impacto de un cuarenta y cinco el derribo es fulminante, aunque la herida no sea mortal. Aquel tipo se desinteresó en absoluto de lo que pudiera ocurrir en lo sucesivo y empezó a gemir, en tanto se agarraba el hombro herido con la mano del lado opuesto.
El otro creyó que podría aprovechar la ocasión y se arrojó contra mí, tratando de recuperar su cartera. Ésta era muy pesada, lo cual me confirmó mi hipótesis de que debía contener una metralleta o cosa por el estilo.
Le esperé a pie firme, dejándole llegar hasta mí. En el momento oportuno moví la mano derecha.
El tipo se tambaleó, aullando como un condenado. El cañón de la pistola le había golpeado bajo la mandíbula haciéndole vacilar. Deliberadamente, le había golpeado flojo; estaba llenó de cólera y quería castigarle.
Terco, volvió a la carga. No le amedrentaba la pistola; comprendía que no quería volver a utilizarla o quizá pensaba que lo iba a pasar muy mal si regresaba junto a su amo con la misión incumplida. Le aticé en los nudillos de la mano y luego le abrí la mejilla izquierda de un golpe bien dado.
La arrogancia del tipo empezó a esfumarse al sentir el castigo. Por tercera vez le golpeé, ahora en la boca, y sentía crujir sus dientes al impacto del duro acero. Un doloroso gemido se escapó de su boca sangrienta. Sus ojos se enturbiaron.
Extendió la mano como pidiendo compasión. Le acaricié suavemente el estómago y, al doblarse, lo rematé con un ligero toque tras la oreja. Cayó al suelo y empezó a roncar.
Acto seguido me fui hacia el herido, desarmándole. Luego volví la vista hacia Spalf, quien me contemplaba como si fuese un ángel recién bajado del cielo.
—¿Qui… quién es usted? —balbuceó.
—Un amigo suyo, aunque no lo parezca —le contesté. Estaba en muy mal estado y tenía el rostro amoratado y tumefacto—. Yaya al lavabo y arréglese un poco. Lo está necesitando.
Mientras Spalf se atendía, medité unos segundos. Tentado estuve de llamar a la policía y decirles que tenía en las manos a los asesinos de Clergy, pero pensé en las complicaciones que esto podría acarrear a Spalf y, por carambola, a Mac Intosh. En consecuencia, desperté al caído con el contenido de una jarra de agua y luego le hice marcharse junto con su compañero. Tiempo tendría de encontrarlos. O ellos de encontrarme a mí.
A continuación, llamé por teléfono a Mac Intosh. Una voz envarada me contestó al otro lado de la línea. Debía ser Cara de Palo, sin duda.
—Necesito hablar con el señor Mac Intosh urgentemente —cité mi nombre, con objeto de conseguir mejor lo que deseaba.
El millonario no tardó en ponerse al aparato.
—Habla Stirling —dije—. Clergy ha muerto. Leerá usted que se ha suicidado. No es cierto; lo lanzaren por la ventana.
Escuché una apagada exclamación. Continué:
—Los mismos que defenestraron a Clergy acaban de visitar a Spalf. He conseguido llegar a tiempo para evitar una desgracia semejante. ¿Sabe lo que esto significa?
—Sí —contestó Mac Intosh apagadamente.
—Bien. Entonces, llame a los cuatro restantes y dígales que abandonen sus domicilios en el acto, sin pensárselo un solo segundo. Que le escriban en sobre cerrado con su nueva dirección y que permanezcan escondidos hasta que yo lo disponga, ¿me comprende?
—Perfectamente, señor Stirling.
—Muy bien. Hágalo en el acto. Luego ya le veré yo y hablaremos más extensamente. Adiós.
Y colgué.
Spalf salió unos minutos más tarde del cuarto de baño. Se había arreglado, un tanto, pero seguía conservando en su rostro la expresión de asombro que había puesto al verme.
—Soy amigo del señor Mac Intosh —le espeté, sin dejarle hablar. Señalé hacia el teléfono—. Me llamo Lance Stirling. Compruébelo si quiere.
—Está bien —dijo—. ¿Qué pretende?
—El señor Mac Intosh me ha contratado para que le recupere unos documentos importantes. Usted y otros más están citados en esos documentos. Entre ellos, un tal Clergy, quien acaba de morir asesinado aún no hace una hora.
Spalf se amedrentó.
—¿Cómo lo sabe? —inquirió.
Le expliqué lo sucedido. Luego sugerí:
—Quizá usted pueda aclararme las causas de su muerte, señor Spalf.
—No tengo la menor idea, créame.
Le miré fijamente. ¿Trataba de ocultarme algo? Con aquel turbio pasado a sus costillas, era muy probable. En vista de ello, resolví atacar por otro lado.
—¿Qué era lo que pretendían esos tipos de usted? Le ruego me sea franco; esto que hago es en su propio interés.
—Querían… —vaciló—, querían dinero.
—¿A cambio de silencio?
Spalf asintió pesadamente.
—Un chantaje —murmuré.
El antiguo trapacero se sentó en un sillón. Se le veía débil y abatido. En vista de ello, busqué licor y le serví una copa. Por supuesto, yo me tomé también otra; realmente, la estaba necesitando.
—Explíquese, señor Spalf.
Lo hizo, y al terminar, comenté:
—Usted no resistió tanto como Clergy, por eso está vivo. —Spalf era menudo y enteco y por ello los gangsters lo habían considerado, quizá, presa fácil de abatir con una buena paliza—. Clergy debió mostrarse mucho más rotundo que usted y entonces lo arrojaron por la ventana.
—Así debió ser —concordó Spalf. De pronto, me miró angustiado—: ¿Qué haré ahora? —inquirió, retorciéndose las manos.
Se lo dije y añadí:
—Escriba su dirección al señor Mac Intosh, pero a nadie más, ¿me comprende? Ahora márchese de aquí cuanto antes. Torne solamente su pijama y el cepillo de dientes; no se entretenga en coger más cosas. Cada minuto que transcurre es un peligro para usted y solamente podrá evitarlo dándoles esquinazo.
Spalf no parecía muy inclinado a acceder a lo que le estaba diciendo.
—Supóngase que pago —dijo—. Me evitaría todos estos trastornos y…
—Esa pandilla le chupará el jugo hasta dejarlo seco por completo. Entonces, cuando no tengan nada que sacarle, le pegarán cuatro tiros. Éste es el momento de enfrentarlos y derrotarlos. Si no lo hace así, perderá primero su dinero y luego la piel. —Me puse en pie—. Obre como guste; pero, en su lugar, yo seguiría el consejo al pie de la letra.
Remoloneó un poco, aunque acabó por plegarse a mis deseos.
—Está bien; me iré enseguida —manifestó.
—De acuerdo. No deje de comunicarle su domicilio al señor Mac Intosh. Ah, y no hable con él por teléfono si no para comprobar mi identidad. Pudiera ser peligroso hablar de otros temas, ¿comprende?
Los ojos de Spalf se abrieron desorbitadamente.
—¿Cómo? ¿Sospecha usted que su teléfono está intervenido?
Ya tenía la mano puesta en el pomo de la puerta.
—No lo sospecho —respondí— estoy seguro de ello. ¡Adiós!
Cuando salí a la calle, después de aquella tarde tan agitada, comprobé que apenas si me quedaban treinta minutos para cambiarme de ropa y acudir a la cita. Hice todo con una velocidad de vértigo y, tras dejar cuidadosamente guardada la cartera que le había arrebatado al pandillero, me encaminé hacia el lugar de la cita.