CAPÍTULO XX
Devolví la nota en silencio. Vi que Mac Intosh estaba a punto de explotar, aunque se contenía esforzadamente.
—Tenemos dos semanas de tiempo, ¿no? —declaré—. Bueno, usted no diga nada. Vaya reuniendo ese dinero. Todavía es suyo y no de los chantajistas.
—¡Pero es que yo no quiero ceder! —Casi gritó rojo de ira.
—Nadie le dice que ceda. Esos tipos le han concedido un plazo. ¿Cuándo le llegó la nota?
—Ayer. Por correo. Con la indicación personal y estrictamente confidencial.
Por un momento pensé que habría enviado a Ruth para invitarme a cenar. No podía descartarse tal posibilidad, aunque parecía raro que no me hubiese mencionado el incidente del «Seaview». En fin, esto era, hasta cierto punto, totalmente secundario.
—Bueno —dijo— vayamos a otra cosa. ¿Ha recibido las direcciones de sus antiguos compañeros?
—Sí —declaró—. Las tengo también en la caja fuerte, como puede comprender.
—Démelas. Iré a verles.
—¿Por qué?
—Mire, en asuntos como éste, yo no me fiaría ni de mi propia sombra, ¿comprende? Y mucho menos, después de la faena que le hizo Gugsie. Cualquiera de ellos puede resultar el chantajista.
—¡Ellos no lo harían! Son muy amigos míos y, además, su vida es totalmente limpia desde hace mucho tiempo.
—Pero es usted el único que ha triunfado en grande y tiene millones —argüí—. Puede que haya cuatro leales, puede que lo sean los cinco, pero también cabe que uno de ellos haya flaqueado. Y sólo si les interrogo a fondo podré darme una idea de cómo piensan en la actualidad, ¿me comprende?
—Sí —accedió a regañadientes; y de nuevo se fue hacia su caja de caudales.
Mientras el millonario traía lo pedido, deshice un par de cigarrillos, arrojando el tabaco a un cenicero y quedándome con los papeles solamente. Anoté en éstos las direcciones, con letra casi microscópica, y luego hice una bolita que guardé en el doble de una de las perneras de mis pantalones.
—¿Por qué hace eso? —preguntó el millonario, asombrado.
—No quiero aprenderme las direcciones de memoria —respondí—, ni tampoco quiero llevarlas en un papel más grande. Aquí pasarán completamente desapercibidas, y si no las sé de memoria, mal puedo contestar a las preguntas que me hagan.
Mac Intosh palideció.
—¿Teme que…? —Y dejó la frase sin concluir.
—Temo muchas cosas —respondí—. Sus enemigos atacan duro y golpean más duro todavía, y no tengo ganas de que me saquen del cuerpo cosas que no deben saber. Mañana iniciaré la serie de visitas a sus antiguos compañeros, y al concluir, le informaré de lo que haya obtenido. Ahora volvamos a la salita.
El millonario accedió. Cuando llegamos a la estancia mencionada, Kreiger y Ruth continuaban bailando. Se veía que la cosa no le agradaba mucho a la joven, pero trataba de disimular, situándose lo más lejos posible de la barba del hermano de Daisy.
Los ojos de Ruth brillaron al vernos entrar.
—Ah —exclamó—. Qué bien. Voy a cambiar de pareja, salvo que esto moleste al señor Kreiger.
—En absoluto —contestó el barbudo, inclinándose.
Cuando rodeaba con mis brazos el talle de Ruth, penetró Cara de Palo.
—Llaman al teléfono al señor Kreiger —dijo con su habitual voz inexpresiva, y se retiró.
Kreiger pidió permiso y salió de la habitación. Ruth y yo continuamos bailando, en tanto que su padre se sentaba en un sillón, con un vaso alto en la mano y un grueso cigarro en la otra, usando del alcohol y del tabaco con evidentes muestras de nerviosismo.
Ruth me miró, muy seria. Habló en tono bajo, casi inaudible.
—Está muy preocupado, ¿verdad?
Asentí con el gesto. Ella siguió:
—¿Qué plan tiene usted?
—Seguir trabajando. No puedo decirle más.
—¿No puede…, o no quiere?
Levanté los hombros.
—Casi no sé qué contestarle. Hay tantos puntos oscuros que…
La entrada de Kreiger me interrumpió. El barbudo dijo:
—Habrán de dispensarme. Daisy me ha llamado. He tratado de hacerle ver que estoy en una fiesta; pero, usted ya lo sabe, señor Mac Intosh, es una niña mimada…
—Vaya, vaya, amigo mío —dijo el millonario amablemente—. Y no se excuse. Dígale que yo también iría si…, si no tuviese algo que hacer. La llamaré mañana por teléfono.
Kreiger se inclinó.
—Gracias en nombre de ella, señor Mac Intosh. Ruth, señor Stirling…
La muchacha se separó de mis brazos apenas hubo salido el de las barbas. Me miró con aire inquisitivo.
—Encuentro muy extraño que Daisy no haya venido esta noche —dijo.
—La excusa que nos dio su hermano es altamente admisible —contesté.
Ella torció el gesto.
—Aun así… —Y de pronto, los ojos le brillaron—. ¿Quiere que vayamos a visitarla?
La sugerencia de la muchacha me dejó sin habla, momentáneamente. Luego, no sé por qué, el gusanillo de la curiosidad me picó también.
Sonreí:
—Encantado. Pero ¿qué dirá su padre? —Y se lo señalé con breve gesto de mi barbilla. Mac Intosh seguía en su sillón, ceñudo y silencioso.
—No tiene por qué decir nada. Con ocultárselo, hay más que suficiente. Vamos —y me cogió de la mano. Levantó la voz—: Papá, el señor Stirling y yo salimos a dar un paseo.
El millonario se puso en pie y compuso una sonrisa de circunstancias.
—Vayan y diviértanse, muchachos —dijo.