CAPÍTULO XIV

Estaba de costado y me miró, volviendo solamente la cabeza. Su mano seguía dentro de la chaqueta.

—Saque la mano —continué— sin pistola. Piense que tengo un tic en el dedo y es de herencia. El quitapenas se me dispara con mucha facilidad, ¿sabe?

Su rostro tomó un tinte terroso. Sacó la mano lentamente, sin dejar de mirarme. Empecé a acercarme a él.

—Vuélvase de espaldas y apoye las dos manos en el coche que tiene al lado. Obedezca y en silencio, ¿estamos?

El individuo era comprensivo y sabía cuándo había perdido la partida. También sabía que un posible grito para alertar a sus compinches no les beneficiaría en Rada. Antes de que hubiera concluido, ya habría entonado el «Adiós a la Vida».

Al apoyar ambas manos en el coche, como tenía los pies separados del mismo por un metro de espacio, quedó inclinado hacia adelante. Entonces me acerqué a él y le planté el pie izquierdo en su talón. Esto le impediría todo movimiento de reacción contra mí. Es un truco elemental, pero indispensable en casos semejantes. De lo contrario, uno se expone a ser desarmado de un codazo, con las consecuencias que son fáciles de prever.

Palpé sus ropas con la mano izquierda, hallándole un revólver del treinta y ocho, de cañón corto, que pasó a mí poder. No llevaba más armas.

Acto seguido, le hice una pregunta:

—¿Están aquí Corsack y Hadoe?

Vaciló. Hube de recurrir al cañón de mi cuarenta y cinco para obligarle a la respuesta.

—Sí —dijo, tras un gruñido.

—¿Arriba?

—Sí.

—Gracias —contesté, y ahora le di con más fuerza tras la oreja. El tipo emitió un ronquido y se desplomó al suelo como un saco.

Tranquilo ya a este respecto, crucé el almacén y empecé a subir la escalera, procurando no hacer el menor ruido. Al llegar al descansillo, tomé aliento y luego llamé con los nudillos.

—¿Eres tú, Bud? —dijo una voz desde el interior.

Contesté con un gruñido ininteligible. El mismo que había hablado me permitió el acceso.

—Pasa.

Empujé la puerta y me planté de un salto dentro de la habitación, sorprendiendo a cuantos estaban allí, que eran cinco o seis.

Con una rápida ojeada, reconocí a los tipos. Aparte de Corsack y Hadoe, pude ver a Luke, «El Granitos», cuya cara aparecía aún llena de moretones, a Spiro, con el brazo derecho enyesado, y a los dos forajidos que habían arrojado a Clergy por la ventana y cuyo nombre ignoraba.

«Granitos» me miró con expresión de odio infinito. Fue a sacar su pistola, pero le contuve con un gesto rápido.

—Mueve la mano otra vez y haré en tus tripas un agujero para ver lo que hay al otro lado —dije.

El tipo se quedó frío. Entonces, sin dejar de vigilarle con el rabillo del ojo, me encaré con Corsack y Hadoe.

Los dos compinches estaban sentados junto a una mesa de buen tamaño, sobre, la cual se veía un impresionante montón de billetes, generalmente de poca monta, pero que, sin embargo, constituían de por sí una pequeña fortuna. Hadoe parecía ser el que los contaba, en tanto que Corsack hacía anotaciones sobre una libreta que tenía frente a sí.

—¿Cómo ha conseguido llegar hasta aquí? —Gruñó Corsack de mal talante.

—No será porque ustedes no han hecho todos los posibles para impedírmelo. Para su conocimiento, les diré que Erick pudo hablar antes, de morir y darme su dirección.

Hadoe soltó una maldición y miró a Corsack. Éste se mordió los labios, ligeramente desconcertado.

—Está bien —gruñó el segundo—. ¿Qué es lo que desea?

—Por ahora —dije—, he venido en son de paz, aunque ustedes no se lo crean. Tengo que hacerles una oferta.

Hadoe rió de costadillo.

—Una oferta, Fred. ¿Has oído? De risa, vamos. ¿Piensa que vamos a aceptar el menor trato con usted?

—Déjalo que hable, Tony. Quizá pueda interesarnos. ¿De qué se trata, curiosón?

—Ustedes conocen a una persona que, por las apariencias, es su jefe. Esa persona tiene unos documentos importantísimos, los cuales he de recuperar yo, porque así me lo ha encargado cierto caballero, al cual represento en estos momentos. En suma, los documentos contra medio millón de dólares, pagaderos en el momento del intercambio.

Si esperaba causar sensación con mi oferta, me llevé chasco. Salvo un par de respingos de los gorilas que rodeaban a la pareja, Corsack y Hadoe ni se inmutaron tan siguiera.

—Bueno —rezongó—. No estoy loco ni bebido. Hablo completamente en serio. He dicho medio millón y no rebajo un níquel de la cifra.

Corsack se miró las manos con aire meditabundo.

—Desde aquí puedo asegurarle, Stirling, que su oferta será rechazada rotundamente. Medio millón es poco cuando se espera obtener una cantidad veinte o treinta veces superior.

—Entiendo —dije—. Piensan chantajear al señor Mae Intosh y apoderarse de toda su fortuna.

—Algo por el estilo —dijo uno de los canallas con toda frescura.

—Conque —añadió el otro—, ya se puede largar con viento fresco y decirle a su representado que se vaya al infierno.

—¡Diablos! ¡No! —exclamó uno de los gorilas, terriblemente sobresaltado—. No podemos dejarle irse así como así, jefe. Ha visto ya demasiadas cosas.

Corsack y Hadoe se miraron. El primero se acarició la mandíbula pensativamente.

—Pete tiene razón —murmuró. Levantó la vista para mirarme—. Lo siento, curiosón; tendrá que quedarse aquí para una larga temporada.

Agité la mano con que sostenía la pistola.

—Ésta es una llave que abre todas las puertas. Atrévanse a impedirme el paso —y como observara que uno o dos de los rufianes se movían ligeramente, les largué una orden—: Ustedes, todos a la pared, o meteré un plomazo al primero que mueva una pestaña.

Mi tono resultó lo suficientemente intimidatorio para que me obedecieran en el acto. Lanzando mil maldiciones en voz baja, Spiro, Luke y los otros dos se replegaron contra la pared del lado opuesto.

Entonces miré a Corsack.

—¿Han meditado ya acerca de mi oferta, caballeros? Necesito una contestación definitiva para transmitírsela a mi representado.

—Ya se la dimos antes. Ahora, lárguese de aquí… si puede.

Solté una risita de satisfacción.

—Ya lo creo que podré. —De repente, mi vista se fijó en algo.

Este algo era la libreta en la que Corsack había estado haciendo sus anotaciones. Un vivo deseo de poseerla y enterarme de su contenido se apoderó de mí en el acto.

Di un par de pasos y me acerqué a la mesa. Alargué la mano y agarré la libreta.

Corsack se puso en pie, lívido, convulso de ira, al comprender mis intenciones.

—¡Eso no! —bramó.

Moví la mano derecha con fuerza, estampándole el cañón de la pistola en la cara. Su pómulo derecho resultó abierto y el fulano cayó de espaldas sobre su silla, bramando como un toro enfurecido.

No debiera haberme dejado llevar de mis impulsos primarios. En ciertas ocasiones, conviene ser un poco morigerado. Por lo que pude apreciar a continuación, Hadoe era un tipo de rápidos reflejos.

El gángster me arrojó a la cara un puñado de billetes, levantando casi todo el montón con ambas manos. El dinero revoloteó en torno a mí durante unos instantes, cegándome momentáneamente, cosa que me hizo perder el equilibrio al buscar con demasiada rapidez una posición algo más conveniente para mi integridad personal.

Algo cayó con fuerza sobre mi muñeca, dejándome sin fuerza los dedos de la mano. La pistola saltó por los aires.

Como si aquello hubiera sido una señal, toda una jauría de malhechores se arrojó sobre mí, blasfemando en mil tonos distintos. Un puño se estrelló contra mi sien, haciéndome perder el equilibrio y casi, casi el conocimiento. Una rodilla se me clavó en la ingle y tuve que doblarme, acometido de un repentino espasmo lleno de agonía.

Moví los brazos, tratando de defenderme, pero eran cuatro a atacarme. Y los cuatro empleaban toda una serie de trucos sucios y bajos, con tal de saciar en mi cuerpo todo el odio que sentían hacia mí. Mientras me cubría el rostro con los codos, alguien me arreó un fenomenal patadón en un costado, lanzándome contra la mesa.

Ésta cayó, golpeando con su filo el pecho de Corsack el cual continuaba aún en el mismo sitio, indiferente a la lucha, en tanto se atendía el pómulo abierto. Los billetes que aún quedaban encima se desparramaron por el suelo. Corsack chilló agudamente.

Levanté el pie derecho, encontrando un blanco. Uno de los gorilas se retiró a un lado, mientras meditaba sobre la fragilidad de las regiones anatómicas cercanas al bajo vientre. Sus meditaciones iban acompañadas de una fenomenal sarta de alaridos en todos los tonos.

Un puño se me clavó repetidas veces en el costado. Alguien me pegó con todas sus fuerzas, y con su pie, en la rodilla derecha. La pierna de este lado me falló y caí al suelo.

«Granitos» saltó sobre mí, intentando bailar un «rock’n roll», encima de mis tripas. Cogí uno de sus tobillos con ambas manos y lo lancé al suelo de espaldas. Su cabeza emitió un sonoro crujido, y el fulana cesó de darme guerra.

Aún así, quedaban tres, los cuales parecían muy empeñados en hacerme tiras antes de darme el pasaporte para el otro barrio. Los golpes y las patadas caían sobre mí como lluvia espesa de primavera. El conocimiento empezó a huirme en medio de un continuo relampagueo de chispazos de todos los colores. Una intensa agonía me invadió y cesé de mover los brazos, incapaz de emitir la menor orden a mis entumecidos músculos.

—Ya está —oí una voz.

—Liquidémosle —dijo otro—. Ha visto demasiadas cosas. No puede salir con vida de aquí.

—Yo lo haré —dijo una voz tartajosa. Era la de «Granitos», que había recobrado el conocimiento.

Vagamente, a través de una bruma rojiza, entreví el rostro del menudo pandillero que se arrastraba de rodillas hacia mí. En su mano derecha tenía el puñal que ya había visto más de una vez.

«Granitos» se detuvo a mi lado. Quise levantar las manos para defenderme, pero no pude, carecía de fuerzas. El forajido rió satisfecho.

El puñal se levantó, arrojando plateados destellos bajo la luz de la lámpara. Me dio la sensación de hallarme en el circo. Yo era el gladiador vencido y «Granitos» el triunfador. La plebe, representada por Hadoe y sus muchachos, había bajado el pulgar y ahora el ganador se disponía a propinarme el ictius gratiosus, el golpe de gracia. Una certera cuchillada en la yugular y todo habría acabado para mí.

Pero antes de que Luke pudiera descargar el golpe, sonó una voz conminatoria.

—¡Atrás! ¡Atrás todos, o dispararé!

La intimación fue acompañada por una corta pero atronadora ráfaga de ametralladora, que resonó dentro de la estancia con fenomenal estrépito.