CAPÍTULO XXIV
Cara de Palo me miró como si hubiese visto llegar a un pordiosero, tal debía ser mi aspecto después de todo lo que había pasado. Pero no empleé demasiada explicaciones con el sujeto.
—Deseo ver inmediatamente al señor Mac Intosh —dije.
—El señor Mac Intosh ha salido para su despacha —me contestó con un mínimo de cortesía.
—Entonces, avise a su hija —empecé a impacientarme—. Y dígale que es urgente, diablos.
Algo debió verme en el rostro que le hizo meterse para adentro sin más trámites. Le seguí, penetrando en la habitación donde Ruth y yo habíamos estado bailando la noche anterior. Busqué el armario de los licores y me serví una copa que despaché de un solo trago.
El alcohol me hizo reaccionar de modo notable. Llené el vaso de nuevo y volví a beber, aunque ahora a pequeños sorbitos. Encendí un cigarrillo y apenas había llegado a la mitad, apareció la muchacha.
—Lance —exclamó.
Ruth abrió mucho los ojos al verme en aquel estado.
—No hay tiempo ahora para explicaciones —manifesté—. ¿Quiere conducirme al despacho de su padre?
—Pues, sí. Pero ¿qué sucede? ¿Qué le ha ocurrido que le veo en tan mal estado?
—Se lo explicaré dentro de unos momentos. Ahora, haga lo que le he dicho, por favor.
Ruth obedeció. Un momento después, entrábamos en el lugar donde Greg Mac Intosh y yo habíamos estado conversando la noche anterior.
—Lance, por favor —suplicó la muchacha con voz atribulada—. Explíqueme de una vez lo que le sucede.
—Su padre y yo estuvimos hablando anoche aquí. Alguien oyó la conversación.
—¿Cómo lo sabe? —exclamó, sorprendidísima.
—Tengo pruebas suficientes, Ruth —dije. Mientras dialogábamos no hacía otra cosa que mirar en torno mío. Levanté un pesado cenicero y lo sacudí con fuerza, obteniendo un resultado negativo.
—¿Está seguro de ello?
—Ya lo creo. Todavía me estoy preguntando cómo —he podido salir con vida de la trampa que me pusieron. Pero ya se lo contaré luego todo más extensamente. Ahora…
Estaba cansado y exhausto, pero no quería ceder hasta que hubiese hallado lo que buscaba. Me costó cerca de una hora, en medio de la perplejidad y el asombro de la muchacha, pero al fin hallé lo que buscaba.
Casi tuve que mirar, aparte de los demás muebles y objetos decorativos del despacho, todos los libros de un enorme mueble biblioteca que había en un lado de la estancia. Por fin, al extraer uno de ellos de su sitio, vi que salía un cable con él.
—¡Lance! ¿Qué es eso? —exclamó la muchacha, atónita.
Le enseñé el libro. Como si el autor de aquella fechoría hubiese tratado de burlarse de nosotros, el título de la obra era: «Cómo ganar amigos por medio de la oratoria».
Un trozo del lomo había sido sustituido habilísimamente por una gasa del mismo color de la encuadernación, tan sutilmente colocada que no se advertía si no era mirándola muy de cerca. Bajo la gasa, y para evitar que cediese, había una rejilla metálica. Abierto el libro, vi que se había practicado un hueco en las hojas del mismo para poder colocar el micrófono que había servido al criminal para escuchar todo cuanto habíamos hablado Mac Intosh y yo.
Ruth palideció intensamente al ver el micrófono.
—¡Dios mío! —exclamó—. Nos han estado espiando.
Cerré el libro con seco golpe. Luego pegué un fuerte tironazo al cable y lo arranqué del punto de unión con el micrófono.
—Exactamente —dije—. Y estoy seguro de que, al otro lado de este hilo, hay una grabadora automática que se pone en funcionamiento al sonar las voces en la habitación, con objeto de evitar una guardia permanente de escucha. Muy inteligente, ¿verdad?
—Pero ¿quién ha podido ser, Lance?
—El asesino.
—Su nombre, Lance, su nombre.
Solté una amarga carcajada.
—¿Cree que si lo supiera no le habría echado ya el guante? Estoy casi tan a oscuras como el día en que empecé, Ruth; es todo cuanto puedo decirle. Tengo un par de ideas, pero son tan vagas e inconcretas, que vale más no mencionarlas.
—Convendría que mi padre supiese lo que acaba de ocurrir —sugirió la muchacha—. Voy a decírselo.
Puse la mano sobre la suya cuando ya levantaba el auricular. La miré fijamente a los ojos.
—No. Posiblementer este teléfono está también intervenido. No Te diga nada. Bastante sabrán ya cuando vean que su grabadora no registra ya más conversaciones. Ahora, déjeme que sea yo el que hable.
Marqué un número y un momento después sonaba en el auricular la ansiosa voz de Georgia:
—¡Jefe!
—Monada, no chille tanto que me va a reventar los tímpanos.
—En toda la noche no hemos tenido noticias suyas. Toushita y yo estábamos muy preocupados por usted.
—No lo he pasado muy bien que digamos, pero, al menos, tengo el pellejo relativamente intacto —percibí el inmenso suspiro de alivio que emitía mi secretaria. Fue un «¡Uf!» tremendo. Luego dije—: Ahora, vaya como una buena chica y tráigame ropa limpia por completo, incluidos los cordones para los zapatos. No tarde mucho, preciosidad. Ah, se me olvidaba decírselo. Estoy en casa de Mac Intosh y esperaré aquí su llegada.
—¿Con Ruth?
Noté el tono despechado de su voz al hacerme esta pregunta. Sonreí.
—Es lo lógico, ¿no cree? —Y corté.
Acto seguido me enfrenté con la muchacha:
—¿No podría pedir algo de comer para mí? Estoy desfallecido. Desde la cena de anoche no he probado bocado.
—Claro. No faltaría más.
Treinta minutos más tarde, había satisfecho mi apetito. Después de la cuarta taza de café, empecé a ver el panorama Con algo más de optimismo. Y una vez hube concluido de comer, volví junto a la biblioteca, tomando el cable en mis manos.
Durante unos momentos, examiné el hilo, en tanto meditaba profundamente y Ruth me contemplaba con expectación. Después empecé a seguir la ruta del hilo, cosa que me costó bastante, hasta que, abreviando, pude ver que salía de la casa en dirección a los jardines de la parte delantera, es decir, hacia el lado opuesto al mar.
Me quedé decepcionado. Francamente, había esperado otra cosa. Saber que aquel hilo no conducía a la mansión de los Kreiger, me causó una enorme sorpresa.
Pero ya no había otro remedio que seguir adelante. La trayectoria del hilo estaba habilísimamente disimulada entre la tierra y las plantas. No obstante, teniéndolo siempre en las manos, resultaba fácil seguir su camino. Pronto vi que conducía a la entrada del parque.
Ruth venía a mi lado, contemplando intrigada las operaciones que realizaba. Se quedó boquiabierta al darse cuenta de que él hilo concluía en el pabellón que ocupaba el guardián de la verja de acceso al parque.
En cuanto a mí, una vez hube sabido que no llevaba al lugar en que primeramente había pensado, no me sorprendió gran cosa. El tipo no me había sido nunca simpático, y aunque en una profesión como la mía, no es posible dejarse guiar por simpatías o antipatías, en aquel caso había visto confirmado mi pronóstico.
Nos detuvimos a pocos pasos del pabellón, en actitud intrascendente, fumando un cigarrillo. El pequeño edificio parecía estar desierto por el momento.
—¿Cómo se llama el guardián? —pregunté.
—Redfax —contestó Ruth.
—¿Qué hace, además de guardar la puerta? ¿O es éste su único cometido?
—No. Cuida también del jardín. Ahora debe estar por ahí, recortando los rosales.
Sonó un trueno, lejano y profundo. Una ráfaga de aire caliente, denso y húmedo, agitó las copas de los árboles.
—Bien —dije—. Veamos la casa. Sería muy conveniente para nosotros confirmar las sospechas.
Cruzamos el espacio abierto y llegamos al pabelloncito. La puerta estaba cerrada con llave. Como la dueña estaba a mi lado y daba por sentado que tenía su permiso, hice saltar la cerradura después de un par de empujones con el hombro.
El interior del pabellón era muy reducido. Dos habitaciones, una cocinita y un cuarto de aseo. Una de las habitaciones era comedor, cuarto de estar y, por la noche, mediante una cama plegable, se transformaba en un dormitorio. No tardé mucho en hallar la grabadora, oculta bajo el sofá cama.
Miré de soslayo a la muchacha, indicándole el aparato con la mano. Lo puse en funcionamiento y nuestras voces, la de Mac Intosh y la mía, se reprodujeron en el diálogo de la noche anterior.
—Aquí tiene —dije— la prueba de la concomitancia de Redfax con los gangsters.
Ruth estaba palidísima y casi ni alentaba. Tenía ambas manos puestas sobre su pecho, como si tratara de contener los latidos de su corazón.
—¡Dios mío! —musitó con voz apenas perceptible.
Desconecté la grabadora. La tomé con ambas manos, disponiéndome a llevarla a casa. No había más cintas grabadas en la estancia; era seguro que cada vez que se concluía una de ellas, Redfax la enviaba a su destino para que su jefe escuchase lo que se había hablado en el despacho del millonario. Sin embargo, para lo que yo la quería, con la conversación de la noche precedente tenía más que suficiente.
En el momento en que me disponía a volverme, Ruth exhaló un pequeño grito de susto. Su grito coincidió con una seca intimación:
—¡Deje ese aparato o lo abraso!