CAPÍTULO XXV

Estaba vuelto de espaldas a la puerta, de modo que para mirar hacia atrás tenía que escorzar la cabeza. Aun así, sólo pude ver con el rabillo del ojo, aunque fue bastante para advertir a Redfax detrás de un revólver «Smith & Wesson» del treinta y ocho, de cañón corto, pero indudablemente eficaz a tan corta distancia.

—Deje ese aparato, maldito detective —dijo Redfax.

Ruth dio un paso hacia adelante. Estaba indignada, y su seno latía tumultuosamente.

—¡Redfax! ¿Cómo es posible que usted nos haga tal cosa? ¿Es que no se da cuenta del delito que está cometiendo?

—Con usted no va nada, señorita —gruñó el forajido—. Únicamente este maldito pesquisante que…

Redfax no pudo continuar hablando. Todavía no había soltado la grabadora y aproveché la momentánea distracción que le habían causado las palabras de la muchacha para lanzársela a la cara.

El tipo vio venir el artefacto y ladeó el cuerpo, aunque no fue lo suficientemente rápido para esquivarlo del todo. La grabadora le golpeó en el hombro izquierdo, haciéndole perder, la estabilidad. El revólver se le escapó de su mano, al tratar de buscar un asidero de forma instintiva.

No le dejé reaccionar. Salté hacia adelante, cayendo sobre él en el momento en que se inclinaba para recuperar el revólver. La punta de mi zapato derecho le golpeó en la mandíbula. Redfax fue proyectado a un lado con terrorífica violencia y ya no se movió más.

Recuperé el arma. Luego, por encima del hombro, dije:

—Ruth, tráigame un poco de agua.

Mientras lo hacia la muchacha, agarré al tipo por los brazos y lo hice sentarse en el sofá. Ruth regresó con una jarra de agua que arrojé al rostro de mi prisionero. Después le di unas cuantas bofetadas hasta que empezó a reaccionar.

Aguardamos unos momentos a que el rufián hubiese recobrado por completo el conocimiento. Mientras volvía en sí, dije:

—Será mejor que se marche, Ruth. Dentro de unos momentos voy a interrogar a Redfax y usted quizá no podrá soportar algunas escenas.

Se estremeció, pero se mantuvo en el mismo sitio.

Redfax abrió al fin los ojos. Tardó unos segundos en comprender lo que le había sucedido, pero cuando la conciencia hubo vuelto a su cerebro, lanzó un bramido y quiso ponerse en pie de un salto.

Estaba ya, sin embargo, en desventaja conmigo. Le sacudí un golpe en el plexo que le vació los pulmones de aire, dejándole sin aliento y boqueando de modo angustioso.

—No trates de hacer nada —le dije duramente—. Durante mucho tiempo has estado espiando por cuenta de otro todo lo que sucedía en el despacho del señor Mac Intosh. Incluso no me sorprendería en absoluto que la derivación de su teléfono viniese a parar aquí, pero esto es cosa que averiguaremos más tarde. Entretanto, quiero saber quién es ese otro que te pagaba por hacer de soplón.

Redfax trató de hacer una mueca de desdén.

—¿Piensa que voy a decírselo, maldito bastardo?

Con tipos como aquél no es posible andarse con demasiadas contemplaciones. Levanté el brazo y le golpeé con fuerza en la boca. Lo malo para Redfax fue que me había olvidado de que tenía el revólver en la mano.

El rufián lanzó un sonoro aullido al sentir el porrazo. Sus labios empezaron a arrojar sangre de inmediato.

Ruth lanzó un gemido y volvió la espalda.

—Ya le dije —exclamé con dureza— que lo que iba a ocurrir aquí no era apto para tiernas doncellas. Vamos, tú —me dirigí al forajido—. Habla de una vez.

Redfax se limpió los labios con un pañuelo. Sus ojos me miraron con odio infinito. Más, no parecía muy dispuesto a soltar lo que sabía.

Una vez más levanté la mano. Sin embargo, ya no tuve necesidad de repetir el golpe. Redfax se abatió por completo y extendió sus brazos en actitud suplicante.

—¡No! ¡Por favor, no me pegue más! Le diré todo lo que sé, pero no vuelva a pegarme.

—Está bien —gruñí—. Suéltalo ya.

La voz de Redfax resultaba un tanto deformada a causa del pañuelo con el que trataba de contener la hemorragia de sus labios. Aun así, podía entendérsele fácilmente.

—Fue… un individuo el que vino aquí y me propuso… bueno, usted ya lo ha visto. Me dijo cómo tenía que hacerlo y, aprovechando que muchas noches suelo dar un paseo por el parque para vigilar la casa, instalé el cable. El mismo hombre me dio el libro con, el micrófono dentro y luego me indicó la forma de utilizar la grabadora.

—Te pagó algo, claro.

—Sí. Dijo que me daría mil dólares. Pero sólo me entregó trescientos a cuenta.

—¡Qué tío tan roñoso! ¿Y por trescientos dólares te has comprometido de tal manera, pedazo de estúpido? ¿Es que te pagaban mal aquí?

—Verá, señor Stirling, es que…

De repente, estiré las manos y lo cogí por las solapas del traje, zarandeándolo con fuerza.

—Estúpido —dije—. ¿Piensas que soy tonto de nacimiento para tragarme esa fábula? Un señor viene, te promete mil dólares y tú instalas un completo sistema da espionaje contra el señor Mac Intosh, sin preocuparte de más. ¿Y el revólver? ¿También te lo dieron graciosamente? ¿Te enseñó también aquel tipo a decir «suelte ese cacharro o lo abraso»?

Redfax se puso lívido. Sujetándolo con una mano, le di un par de guantadas que restallaron como latigazos.

El tipo gimió y se retorció, tratando de evadirse de mis garras. Pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles.

—Basta. Basta ya —lloriqueó—. Déjeme.

—¿Quién te pagó?

Redfax tomó aire, abriendo y cerrando la boca convulsivamente.

—Corsack —dijo al cabo.

—Perteneces a su banda, ¿verdad?

El forajido asintió con la cabeza.

—¿Quién es el que da las órdenes a Corsack?

—No… no lo sé. Yo siempre he tratado con él. Créamelo, se lo aseguro.

Volví los ojos hacia Ruth.

—Ya no conseguiremos sacarle más. Tendríamos que ver a Corsack personalmente para obtener lo que deseamos y Corsack es un tipo que, por lo que a mí se refiere, sólo quiere verme delante del cañón de su revólver.

—¿Qué va a hacer entonces, Lance?

Miré al rufián, que se hallaba tirado sobre el diván, completamente abatido. Pensé durante unos momentos.

—Lo dejaremos libre —resolví al cabo—. Llamar a la policía no nos serviría de —otra cosa que de molestias y nos obligaría, además, a tener que contestar a una serie de preguntas incómodas, a las cuales no conviene responder por el momento. Que se vaya; es la mejor forma de hacer que Corsack se entere de que nosotros no estamos tampoco dormidos.

Ruth aprobó mi actitud. Entonces, agarré al fulano por el cuello de su traje y lo lancé fuera, al mismo tiempo que le aplicaba la punta de mi zapato al final de su espalda.

—¡Largo, bergante!

Redfax vaciló y estuvo a punto de caer. Una vez fuera del pabelloncito, se volvió y agitó el puño en ademán amenazador. Después echó a correr.

Recogí la grabadora. Miré a Ruth.

—Temo que deberán buscarse un nuevo guarda para la entrada —dije, sonriendo.

Ella sonrió también.

—Eso es lo de menos, Lance. Lo importante es que ese hombre nos ha estado espiando durante todo este tiempo. Y pensar que le creíamos de una fidelidad a toda prueba.

—¿Quién es fiel en estos tiempos? —declaré con alacridad, tomándola por un brazo. Ella no se resistió, y echamos a andar hacia la casa—. A mí no me gustó nunca, la verdad.

Unos minutos más tarde, penetrábamos en el edificio. Entonces me di cuenta de una cosa.

—Georgia tarda demasiado —mascullé, después de una rápida consulta al reloj.

—¿Tan impaciente se siente usted por su secretaria? —preguntó ella con cierto retintín, mientras servía un par de copas. Me entregó una, mirándome con aire retador.

—No es impaciencia —respondí, haciendo caso omiso de la insinuación—. Se trata simplemente de que tengo muchas cosas que hacer y en estos momentos no estoy presentable, ni mucho menos. Eso es todo.

—Puedo dejarle ropa de mi padre, si tanto le interesa. Todavía conserva buena parte de su silueta de antaño —añadió con cierto orgullo.

—Esperaremos un poco a que venga Georgia —dije, tomando un sorbo de licor. Casi en el mismo momento, sonó el teléfono.

Ruth caminó hacia el aparato, levantándolo de la horquilla.

—Sí, casa del señor Mac Intosh —oí que decía, vuelta cortésmente hacia la ventana y contemplando el gris panorama que ofrecía el cielo encapotado. De pronto, Ruth me llamó—: ¡Lance!

Giré sobre los talones. La muchacha me tendía el aparato.

—Es para usted —dijo.

Levanté las cejas, un tanto intrigado. ¿Quién podía llamarme a semejante lugar? Como no fuera Toushita, porque suponía a Georgia en camino…

Pero no, no era el nipoamericano, sino otra persona muy distinta y de la cual tenía conocimiento de su existencia por las fechorías que había cometido.

—Señor Stirling.

—Yo mismo —contesté.

Entonces, el desconocido me dijo algo. Debí turbarme visiblemente, porque Ruth lo advirtió y se me acercó temerosa, aguardando a que colgara el teléfono, cosa que hice casi de inmediato.

La mano de la muchacha se crispó sobre mi brazo.

—Lance, ¿qué sucede? ¿Es algo grave?

Volví el rostro hacia ella.

—Kan raptado a Georgia y anuncian que la matarán si no abandono —declaré con énfasis dramático que no tenía nada de fingido.