CAPÍTULO XVI
Nunca había estado en el domicilio de Georgia. Es más, en los dos años que llevaba trabajando conmigo, ni siquiera me había preocupado de tal minucia. La chica era guapa, por supuesto, y tenía sobre su bien proporcionado esqueleto, aditamentos carnosos capaces de llevar de coronilla al más ponderado; pero esto no me había ocurrido a mí porque siempre he sido de la opinión de que no deben mezclarse los negocios ni el trabajo con la diversión. Cada cosa tiene su hora y su lugar. Mientras fuese mi empleada, no debía aspirar a desempeñar otro papel, y el día que yo lo quisiera, discutiríamos el asunto, pero entonces dejaría el empleo. Así estimo yo que deben ser las cosas.
Cuando llegué a su casa, me sentía físicamente débil y, sobre todo, mareado y dolorido por la fenomenal paliza que había recibido, cuyos efectos todavía me duraban. Además, había recibido un balazo en el brazo izquierdo y, aunque no parecía ser grave, molestaba bastante.
Cuando abrimos la puerta, nos llevamos la gran sorpresa. Toushita estaba allí.
El nipoamericano se puso en pie al vernos entrar. Estaba leyendo un periódico y nos miró por encima de sus gafas de gruesa montura.
—Diablos —murmuró, viendo mi desastrado aspecto—. Jefe, ¿qué le ha ocurrido?
—Será mejor que lo llevemos al baño —manifestó Georgia—. Le dieron una paliza y, además, está herido.
Toushita se hizo cargo instantáneamente de la situación. Dejó las gafas y el periódico a un lado, y vino hacia mí, metiendo el hombro por debajo de mi brazo.
—Rayos, no estoy tan flojo —gruñí.
—Gállese —dijo Georgia. Su temple era admirable—. Mientras lo atiende usted, Toushita, voy a ver si encuentro huevos y café en la cocina.
—Eso —dije en tono aprobatorio—. Estoy que me muero de hambre.
Media hora en el baño terminó por dejarme en bastante buen estado, salvo las magulladuras en el rostro y en los costados, cuyas señales tardarían algo en desaparecer. Tenía también un par de cortes sin importancia, y en cuanto a la herida del brazo era un largo rasgón que no calaba la carne. Toushita me desinfectó y vendó con la pericia de un profesional, concluyendo la cura con un trago de licor que me volvió a la vida.
Poco más tarde, nos sentábamos a una mesa bastante bien provista. Por lo que a mí respecta, caí sobre los alimentos con la voracidad de un caníbal, y eso que a veces me dolían las mandíbulas al masticar. Al terminar, hube de aflojarme el cinturón un par de puntos.
Georgia sacó cigarrillos y fumamos en tanto tomábamos la última taza de café. Entonces vino el turna de las explicaciones.
Toushita nos dijo que había recorrido los cinco domicilios designados, comprobando que, efectivamente, sus propietarios habían desaparecido sin dejar dirección.
—Al concluir, eran ya las siete pasadas. Llamé a la oficina varias veces, pero no me contestó nadie. Fui allá, encontrándola vacía. Como no sabía dónde encontrarles, decidí venirme a casa de Georgia y esperarles aquí. Eso fue todo.
Miré a la muchacha con gesto acusador. Georgia enrojeció.
—No se enfade, jefe. Pero Toushita no llamó en todo el tiempo, y viendo que se aproximaba la hora de la cita y que no lo hacía, pensé que ya no tendría tiempo de acudir a la calle de los Españoles. Entonces, se me ocurrió ir a mí.
—¿De dónde diablos sacó la metralleta? —pregunté.
—La tenía el tipo que me atacó abajo, en el garaje. Entré sin hacer ruido y le atonté con una llave inglesa, antes de que pudiera verme. Entonces, oí ruido de lucha y subí a la habitación con la máquina. El resto…, bien, ya la sabe usted.
—Menudo susto les pegó con la ráfaga que disparó de entrada —sonreí.
Georgia se puso aún más encarnada. Me di cuenta de que Toushita sonreía maliciosamente.
—¿Qué le pasa, dulzura? ¿Por qué se pone así?
—Es que…, verá, jefe. En mi vida había manejad® yo aquel artefacto. Los tiros se me escaparon… porque apreté el dedo demasiado. Estaba muy nerviosa, ¿sabe?
—Ya me extrañó que tirase al techo —dije—. Pero no fue usted, sino el arma, que estaba mal sujeta. Bueno, ya ha pasado todo, aunque el susto ha sido mayúsculo.
—No me lo recuerde, jefe —dijo ella—. Todavía estoy temblando.
Entonces me acordé de la libreta que recogí en el almacén.
—Al menos —manifesté—, hemos conseguido un botín nada desdeñable. Ese cuaderno nos dirá muchas cosas, con toda seguridad.
Toushita se puso en pie, tomándolo del diván donde yo lo había dejado al llegar a casa de Georgia. Lo hojeó rápidamente.
—Está lleno de nombres, domicilios y cifras.
—Déjeme —pedí. Toushita accedió.
Eché una rápida mirada sobre las notas escritas que había en la libreta. Vi muchos nombres y muchas cantidades, pero no comprendí nada de lo que estaba escrito.
Durante unos momentos, permanecí silencioso, examinando algunas páginas escogidas al azar. Luego, de pronto, me di cuenta de un detalle. La libreta estaba gastada por el continuo uso que £e hacía de ella, pero se advertía que no hacía mucho tiempo que había sido adquirida. En tanto examinaba parcialmente su interior, noté algo extraño y conocido al mismo tiempo, por el tacto de las yemas de mis dedos.
Un repentino chispazo brilló en mi cerebro.
—¡Miren! —exclamé—. Es un cuaderno idéntico al que tenía Gugsie.
—¡Qué! —exclamó Georgia, arrebatándome la libreta de las manos. Luego se la pasó a Toushita.
El nipoamericano palpó detenidamente la falsa piel de la encuadernación con los dedos, escrutando luego el interior de sus tapas. Después me miró por encima da sus gafas.
—Está hecha por el mismo fabricante, no hay la menor duda —manifestó.
Aplasté el cigarrillo en el cenicero.
—De todas formas, esto no nos resuelve gran cosa —dije—. Esta libreta no es.
—Corsack parecía muy empeñado en no soltarla —dijo Georgia.
Pegué con el índice en la tapa del cuaderno.
—Para él debe ser vital. Las anotaciones que hay hechas, deben referirse a Sus negocios, y éstos son de la clase que no pueden llevarse más que en la memoria o en un libro semejante, y no en los que exige la legislación que debe tener todo comerciante establecido regularmente.
—Bueno, pero ¿qué significan esas anotaciones?
Estaba muy cansado. El cuerpo volvía a dolerme.
—Lo pensaré mañana —dije—. El solo esfuerzo de meditar, me da dolor de cabeza.
Toushita se puso en pie.
—Convendría —sugirió— que se quedase a dormir aquí esta noche, jefe. Corsack y sus compinches conocen el domicilio suyo y la oficina, y podrían hacerla una visita inesperada. Creo que Georgia no tendrá inconveniente en concederle alojamiento por una noche.
La miré. Estaba ligeramente turbada.
—Bueno, si no hay otro remedio… Creo que Jim tiene razón. Sí, quédese aquí, jefe. Le prepararé un lecho…
—Con el diván y un cojín bastará —repuse. Me puse en pie y apoyé ambas manos en mis costados. Ahora era cuando de veras empezaban a salir los dolores a la superficie.
Toushita se despidió de nosotros.
—Llamaré mañana para ver qué tal se encuentra, jefe. Adiós.
Georgia vino con un par de cojines y una manta fina. Me tendí sobre el diván y ella me acomodó, arrodillándose para descalzarme. El cabello se le soltó de repente y cayó como una cascada de cobre encendido. Su rostro adquirió un perfil de singular dulzura, en tanto realizaba la operación. Al terminar, me envolvió en la manta y se puso en pie.
—Espero que pase bien la noche, jefe —dijo—. El diván es bastante cómodo.
—Gracias, preciosa. Nunca le agradeceré bastante lo que hace por mí.
—Es mi obligación —contestó sencillamente. Me puso una silla con cigarrillos, fósforos y un cenicero al alcance de la mano y se fue, tras apagar la luz.
Encendí un cigarrillo y permanecí un rato fumando en la oscuridad, estremeciéndome cada vez que recordaba los gravísimos riesgos que había corrido. Mientras tanto, oía los ruidos de la muchacha que trasteaba en el cuarto de baño.
Al terminar el cigarrillo, fui a depositarlo sobre el cenicero, pero torpe, derribé éste al suelo, causando un ligero ruido. Casi en el acto pude percibir el chasquido de una puerta al abrirse.
—Jefe.
—¿Sí, Georgia?
—Está desvelado, ¿verdad?
—Más que nada, un poco dolorido, dulzura.
Hubo una pausa durante la cual percibí ruido de frascos. Después escuché el ligero taconeo de la muchacha.
Georgia vino envuelta en un vaporoso salto de cama que no ocultaba muchos de sus numerosos encantos. Traía un vaso de agua en la mano y una tableta en la otra. Empujé la tableta hacia abajo con un sorbo de agua y luego me quedé mirando a la muchacha.
—Dentro de poco se le irán los dolores —murmuró.
—Es usted muy buena, preciosa. ¿Qué hacen los hombres, que no sale uno que la rapta y se la lleva a su palacio encantado?
Hizo un gesto ambiguo.
—¿Dónde está ese uno? —preguntó.
—Quizá aparezca el día menos pensado, Georgia.
—Quizá.
Nos miramos en silencio. Por la puerta abierta salía un débil rayo de luz que hacia destellar sus pupilas de un modo singular, al mismo tiempo que me permitía ver el suave movimiento de ascenso de su seno, rotundo y delicado a un tiempo, y mal velado por las gasas que lo cubrían. Los labios de Georgia brillaban también, húmedos y llenos de vitalidad.
Alargué una mano y la pasé por su hombro. Noté que se estremecía.
—Jefe —murmuró.
—Georgia, dulzura.
Volvió el silencio. La acerqué hacia mí y no tardé en percibir el acelerado latido de su corazón muy junto al mío. Su boca se entreabrió.
—Soy una buena chica, jefe —susurró.
—Ya lo he dicho antes, Georgia. —Quise acercarla más contra mí, pero de repente noté una extraña laxitud en mi brazo. Las fuerzas no me respondían.
El rostro de Georgia empezó a difuminarse. Me pareció verlo reflejado en las tranquilas aguas de un estanque, cuya quietud hubiera sido rota de pronto por el lanzamiento de un guijarro. Ondas concéntricas partían de su boca sonriente, agrandándose hacia la periferia, pero aquellas ondas parecían de humo y eran cada vez más espesas.
Demasiado tarde comprendí que Georgia me había propinado una tableta de somnífero en lugar de un analgésico, como había prometido. En medio de todo, su gesto no merecía sino elogios, y no solamente por el alivio que suponía para mis dolores.
Un segundo antes de que su rostro se esfumara totalmente de mi vista, percibí el suave calor de sus labios junto a los míos. Después vino la oscuridad y me envolvió en su calmante abrazo.