CAPÍTULO XVII

La voz de Georgia me despertó al día siguiente. Parecía muy contenta, porque la oía cantar en tanto se desenvolvía a sus anchas por la cocina. El olor a huevos y tocino, mezclado con el del café, me pareció un anticipo de la gloria.

Quise levantarme, pero, consternado, advertí que no podía. Tenía todo el cuerpo envarado y cada vez que movía un músculo veía las estrellas. De sueño estaba bien; había dormido toda la noche y había descansado perfectamente. Pero los efectos del vapuleo se notaban aún. ¡Y de qué modo!

En el cine es muy fácil; el protagonista recibe una paliza mayúscula, y a la media hora anda por ahí tan campante. La realidad, sin embargo, es muy distinta, y la resistencia del cuerpo humano tiene sus límites. Calculé que debería pasarme un par de días en cama antes de poder moverme a gusto.

En aquel momento sonó un timbrazo. Georgia salió de la cocina. Estaba encantadora, ataviada con una bata casera, corta, y un delantalito que le sentaban estupendamente. Lo dicho: tiene aspecto de vampiresa, pero sus instintos la empujan hacia el hogar.

—Hola, jefe —sonrió al pasar por mi lado—. ¿Ha dormido bien?

—Traidora —dije.

Se echó a reír y siguió su camino. Unos segundos más tarde, regresaba con Toushita, el cual traía un gran bulto en las manos.

—Estuve en su apartamento —dijo mi ayudante—, y le he traído ropa limpia. Pensé que la estaría necesitando.

—Toushita, es usted un tipo estupendo.

—Gracias, jefe.

Georgia fingió enfado.

—Y a mí que me parta un rayo, ¿verdad? —Y se puso las manos en las caderas.

—Usted es fuera de serie, dulzura. Además, los elogios que haya de —dirigirle, deberé hacerlos a solas.

—No conseguirá engañarme, jefe —dijo—. Bueno, voy a terminar de hacer el desayuno. Toushita, ¿alguna novedad?

—He traído también los periódicos —contestó el aludido—. Pero lo más importante es lo que he hablado con la señorita Mac Intosh.

Georgia había emprendido el camino hacia la cocina, pero las frases del nipoamericano la detuvieron en seco.

—¿Qué dice la chica, Jim? —preguntó.

El ayudante me miró a mí.

—Preguntó por usted —dijo—. Le contesté que no podía darle la respuesta por teléfono.

—¿Qué dijo ella?

—Me dio un número y la llamé desde la calle. Pero tampoco quise correr riesgos, conque le dije que me llamara a este último teléfono desde otro que no fuera ninguno de los de su casa. No quise correr riesgos.

Georgia y yo nos miramos admirados. La astucia de Toushita era innegable.

—Entonces es cuando le di esta dirección —siguió el nipoamericano—. Dijo que tenía que hablar urgentemente con usted.

—Bueno —refunfuñé, tirando la manta a un lado—. ¡Entonces! ¿a qué esperamos? Ayúdeme a levantarme, Toushita; estoy que no puedo mover una pestaña.

Con la ayuda de Toushita y a costa de grandes esfuerzos, pude asearme y cambiarme de ropa. No obstante, al concluir, hube de volver al diván; mi envaramiento proseguía y sólo podría deshacerme de tan inoportuna dolencia mediante la más barata y eficaz de las medicinas: el paso del tiempo.

Desayuné, tendido en el diván, con el apetito de un loco. Estaba terminando de hacerlo cuando sonó el zumbador.

Georgia se puso en pie y fue a abrir. Escuché su voz y luego la inconfundible de Ruth Mac Intosh. Finalmente, las dos mujeres penetraron en la estancia.

Ruth Mac Intosh me miró detenidamente apenas rebasado el umbral.

—¿Está malo, señor Stirling? —preguntó interesadamente.

—Un poco —contesté—. Georgia, ¿quiere acercar una silla a la señorita Mac Intosh?

—No se moleste —dijo la aludida, deteniendo con el gesto el ademán de mi secretaria— lo haré yo misma.

Se sentó a mi lado. Titubeó un segundo y luego dijo:

—Señor Stirling, desearía hablar a solas con usted. —Al hablar miraba fijamente a Georgia.

Las dos mujeres se contemplaron de un modo que parecía estuviesen desafiándose con la vista. Finalmente, Georgia levantó la barbilla y salió de la estancia, cerrando la puerta con fuerza. Toushita hacía tiempo que, discretamente, como en todas sus actuaciones, había salido ya de allí.

La muchacha se echó a reír. Pero no me hizo gracia.

—Parece que su secretaria se ha molestado —manifestó.

—Quizá —repliqué algo secamente—. Bien, veamos qué es lo que le ha traído aquí.

—¿Por qué tanto misterio? —exclamó Ruth—. ¿A qué se debe que su ayudante no haya querido telefonearme desde su despacho ni tampoco consentido que yo lo haya hecho desde mi casa?

—Mi teléfono, estoy seguro de ello, está intervenido —repliqué—. Y el suyo, quizá también. Comprenderá que, en estos casos, debemos andar con pies de plomo.

—Bueno —concordó Ruth—, comprendo que no haya querido hablar por teléfono bajo estas condiciones. Pero al menos, sí podía haberme dicho dónde se encontraba y no hacerme caminar tanto para encontrar otro teléfono.

—El, o los enemigos de su padre —contesté—, están furiosos contra mí, y si supieran dónde me encuentro, no daría un centavo por mi pellejo. Suponemos razonablemente que ignoran el domicilio de mi secretaria; por esto hemos acordado establecer aquí nuestro cuartel general en tanto se resuelven nuestros asuntos.

—¿Tan grave estima usted que es la cosa? —se asombró.

Por toda respuesta, tomé uno de los periódicos que había traído Toushita y le enseñé la primera plana con titulares de diez centímetros de altura. Ruth leyó unas cuantas líneas y luego me miró con expresión atónita.

—¡Dios mío! —exclamó—. Pero…, ¡esto es horrible!

Doblé el periódico con ademán negligente.

—Tendría que haber estado allí para verlo, señorita Mac Intosh —respondí—. No fue nada agradable, créame. Tuve que disparar contra dos individuos, lo cual, por muy canallas que sean, no gusta nunca. Al menos, a mí, no sé si me entenderá.

Bajo la tela de su vestido vi palpitar su busto firme y erguido. Había palidecido y jadeaba audiblemente.

—¡Dios mío! —repitió. Se puso ambas manos en el pecho y me miró con ojos muy abiertos—. Y yo que… —Se mordió los labios. Su rostro se llenó repentinamente de un fuerte rubor—. Señor Stirling, había venido exclusivamente a pedirle perdón por la escena de ayer tarde en el «Seaview». Fui… me porté como una niña mal educada, pero mi reacción fue instintiva y no lo pude remediar.

—Bueno, olvidémoslo —concedí generoso—. La verdad, también hubo algo de culpa por mi parte. De todas formas, ya sabe lo que sucede cuando un hombre está a solas con una mujer hermosa, y suena uña música suave. Lo mismo me habría podido suceder coa usted.

—Oh —exclamó. Luego sonrió débilmente—. Daisy es muy hermosa.

—Quizá nos portamos los dos, ayer, un poco… bueno, como sea, pero la cosa no ha pasado de lo que usted vio. Además, ella me confesó querer mucho a su padre. Sabe que está en dificultades, aunque no las conoce, y llegó a ofrecerme su ayuda económica para terminar cuanto antes este enojoso asunto. Lo cual demuestra —concluí—, los verdaderos sentimientos de Daisy hacia su padre.

Se mordió los labios.

—Tendré que pedirle perdón —dijo—. No sabía que ella le hubiese hecho tal oferta.

—Pues es cierto. Y, a propósito de ofertas. Usted me dijo que podía conceder medio millón para el rescate de esos documentos tan comprometedores para su padre. El ofrecimiento fue rechazado de plano. Después vino el jaleo.

Ruth se asombró enormemente.

—¡Cómo! ¿Hay gente capaz de rechazar medio millón?

—Por lo visto, sí. Sobre todo cuando, como ellos manifestaron, esperan recaudar veinte o treinta veces más. Al menos, ésas fueron sus palabras. No hago sino repetir lo que me dijeron.

Una sombra de pesar pareció desplomarse sobre la joven.

—Papá se llevará un disgusto tremendo —murmuró.

Alargué una mano y tomé las de ella, tratando de darle ánimos.

—Tenga paciencia —dije—. Hasta ahora, esos tipos no han hecho nada.

—Pero pueden hacerlo en cualquier momento —objetó Ruth.

—Mire, señorita Mac Intosh, una cosa es hablar y otra es actuar. Esos tipos dicen que obtendrán de su padre diez o quince millones. ¿Es que se han creído que el señor Mac Intosh tiene en préstamo de la Tesorería una máquina de fabricar billetes? Además, aunque su padre accediera a tan exorbitantes pretensiones, no es cosa tan fácil reunir una cantidad tan elevada…

—Él tiene ese dinero y mucho más —me interrumpió Ruth con justificado orgullo.

—No lo dudo, pero ¿lo tiene todo a mano en efectivo? Su padre posee acciones, intereses, edificios, participaciones en empresas. Es posible que todo este capital suba a mucho más de la suma señalada, pero ¿cuánto tiempo tardaría en reunir dicha suma? Tendría que deshacerse de sus intereses, y esto no puede realizarse en secreto. La gente se enteraría, incluso podría haber una alarma en los intereses bursátiles de la ciudad. Se originaría un gran escándalo, con lo cual, ni los gangsters ni su padre habrían ganado nada, a fin de cuentas. Ellos lo saben y por eso, estoy seguro, están meditando su plan de acción, a fin de poder llevarlo a la práctica con el menor quebranto posible. ¿Ha comprendido lo que quiero decirle?

Ruth asintió con la cabeza.

—Es cierto —musitó. Quedó un momento pensativa y, de pronto, dijo—: Si es como usted manifiesta, tenemos aún algo de tiempo, ¿no cree?

—Por supuesto —respondí—. Además, los tipos con quienes estuve yo ayer y que tan malparados salieron, no son sino unos simples esbirros. Ellos conocen al jefe y a mí me interesa conocer la identidad de éste. En el momento en que lo sepa, podremos dar el caso como resuelto.

—¿Y no tiene usted la menor idea de quién pueda ser ese asesino?

Moví la cabeza.

—En absoluto. Sé que me teme; por eso ha intentado deshacerse de mí. Es lo único que puedo decirle, créame.

Ruth se puso en pie, alisándose maquinalmente el vestido con las manos.

—Celebraré que se reponga lo más pronto posible. —Alargó su mano que retuve en la mía—. Una vez más vuelvo a pedirle perdón, señor Stirling, y quisiera hacer algo práctico para conseguirlo.

—Invíteme a cenar una de estas noches —dije alegremente.

Ella sonrió.

—Hecho. ¿Dentro de dos días?

—De acuerdo. Iré a su casa cuando hayan pasado cuarenta y ocho horas. Y, créame, estoy deseando que se pasen cuanto antes.

Ruth se echó a reír y su risa sonó argentinamente en la estancia. Luego, con fáciles andares, se dirigió hacia la puerta.

Cuando la muchacha hubo salido, Georgia apareció en el umbral de la cocina. El rostro de mi secretaria lucía una sombría expresión, y sus ojos brillaban coa algo que no era precisamente amor.

Toushita asomó detrás de ella. Entonces, para aliviar un poco la tensión, dije:

—Traigan la libreta. Vamos a hacer un completo examen de sus páginas.