CAPÍTULO XIII

Mentalmente, lancé una gruesa interjección, acompañada de mis peores deseos, contra quien fuere el que acababa de interrumpirnos en el momento más culminante. Por su parte, Daisy exhaló un gritito de susto y se separó de mí con viveza.

Giré sobre mis talones, enfrentándome con Ruth Mac Intosh, la cual nos miraba desde cinco pasos de distancia, con ojos que llameaban de ira. A su lado había un sujeto a quien no había visto en mi vida.

—Ruth —dijo Daisy.

Pero la muchacha no le hizo el menor caso. Toda su furia estaba concentrada sobre mí.

—Así es como entiende usted el modo de trabajar en los asuntos que le encomiendan —exclamó, colérica.

—Señorita Mac Intosh, déjeme que le explique…

—No tiene nada que explicarme, señor Stirling —respondió ella desdeñosamente, atajándome antes de que pudiera seguir adelante con mis disculpas. Nos miró a Daisy y a mí de arriba abajo—. Demasiado salta a la vista.

Di unos pasos hacia ella.

—No es lo que usted se piensa, señorita. Yo… bueno, nosotros —pero ¿quién diablos ponía aquel maldito asunto en claro?

—Mi padre había confiado en usted. Y yo también —dijo la muchacha con rabia—. Veo que ha sido perder el tiempo. Y el dinero también —concluyó ofensivamente.

—La culpa ha sido mía, querida Ruth —dijo Daisy, avanzando igualmente—. Fui yo la que trajo al señor Stirling hasta el «Seaview». Le invité y… naturalmente, no podía negarse.

—Y es usted la que pretende casarse con mi padre —barbotó la muchacha—. Usted, una… —Y pronunció una palabra qué por decencia no puede ponerse aquí.

—Oh —exclamó Daisy, con el rostro rojo de vergüenza. De pronto, agarró su bolso y echó a correr hacia la escalera.

Mis puños se crisparon. Miré a Ruth con ojos llenos de indignación.

—Es usted una niña mal educada que merecería una buena zurra. ¿Qué demonios sabe lo que estaba haciendo yo aquí? ¿Quién es usted para meterse en mis asuntos? Su padre me ha encargado una investigación y yo la llevo como mejor me parece, ¿se entera? Y si no les agrada, pueden despedirme e irse los dos al infierno. Después de todo, puede que sea el sitio que más les acomode a ambos.

El lindo rostro de Ruth se coloreó a impulsos de la ira. Sin pensárselo dos veces, levantó su mano y me golpeó la mejilla.

Por un instante, estuve a punto de devolverle el golpe. Pero supe contenerme, pensando en su condición femenina. Traté de sonreír, aunque creo que sólo me salió una mueca.

—Está bien —dije—. Por lo visto, usted entiende que también las bofetadas son un modo de pagar.

En aquel momento intervino la pareja de la muchacha. Era un jovenzuelo enteco y presumido, que alardeaba de hombre recio a fuerza de guata en los trajes. El chico abombó el pecho presuntuosamente.

—Lo que la señorita Mac Intosh ha dicho —manifestó—, dicho está, y aquí estoy yo para sostenerlo, señor mío.

—Váyase al diablo —mascullé, echándome a un lado para poder pasar.

—Un momento —dijo el sujeto, poniéndome la mano en el pecho—. Se irá, sí, pero no sin antes haber dado a la señorita Mac Intosh las suficientes excusas…

La intempestiva interrupción me había puesto de malísimo humor. Y sólo me faltaba aquel tipo relamido para hacer desbordar el vaso de mi cólera.

La mano izquierda se me fue hacia su estómago y le hice doblarse sobre sí mismo. Cuando su tronco estuvo paralelo al suelo, le acaricié tras la oreja y el chico se fue a tierra, tan insensible como un tronco recién cortado.

Ruth lanzó un grito. La miró fríamente.

—¡Quédeselo; se lo regalo! —dije, y eché a correr hacia la puerta.

Jacques me salió al encuentro con un papel en la mano. Era la nota de las consumiciones. Le arrojé un billete y seguí corriendo.

Cuando salí afuera, ya no se veía el «Lancia» rojo. Era lógico. Después de lo que había oído Daisy, no resultaba congruente que se hubiera quedado allí. Divisé el coche ya un kilómetro de distancia, serpenteando a toda velocidad por la sinuosa carretera en dirección a la ciudad.

Maldije profusamente los entremetimientos de ciertas personas. Bien mirado, Ruth no dejaba de tener razón, y si yo le había dicho lo de las investigaciones había sido, más que nada, por cubrir el expediente y disculpar así a Daisy. Pero lo cierto era que me había interrumpido uno de los momentos más interesantes de mi vida.

—¡Malditas sean las mujeres! —Gruñó—. Bueno, algunas de ellas.

Consulté mi reloj. Entretanto, el tiempo había corrido y ya sólo me faltaban treinta minutos para la cita con Toushita. La distancia a la ciudad era de veinte millas; ¿cómo diablos recorrerlas sin medio de transporte?

Miré en torno mío por si divisaba alguien que se dirigiera hacia Crandeston. No había más que coches vacíos y desocupados. De pronto vi uno que me pareció conocido.

Leí su patente. La suerte era mi aliada. El coche pertenecía a Ruth y tenía puesta la llave de contacto. No lo dudé más y, montando en el vehículo, lo hice arrancar de inmediato.

Cuando salía de la plazoleta, haciendo volar la gravilla con las ruedas zagueras al tomar la curva ceñidamente, vi por el retrovisor a Ruth y a su pareja que corrían detrás de mí. No pude resistir al deseo de sacar la mano por la ventanilla y agitarla en señal de saludo. Sus imágenes se empequeñecieron rápidamente.

Antes de llegar a la ciudad, tuve que encender las luces. El cielo estaba tan encapotado que, a pesar de hallarnos en pleno estío, las nubes habían anticipado el ocaso. Finalmente, y después de una loca carrera, el automóvil rodó por las calles de Crandeston.

Rodé con más sensatez, dirigiéndome hacia la calle de los Españoles, la cual estaba situada en la parte vieja de la ciudad, en el lado opuesto al puerto. Crandeston fue edificada primeramente en la falda de unas cuantas colinas de poca altura que corren paralelamente a la costa, seguramente para ser defendida mejor en caso de un ataque por mar. El nombre de la calle proviene de los viejos tiempos de la conquista, cuando pasaba por allí el camino que unía las distintas ciudades que los españoles habían fundado en la región.

La calle era de trazado un tanto irregular y no muy ancha, más permitía cómodamente el paso del vehículo. Subía hacia las colinas en una pendiente que se acentuaba notablemente en los últimos metros. Para no hacerme demasiado visible, detuve mi coche a mitad de camino y, una vez hube retirado la llave de contacto, salté al suelo.

Comprobé maquinalmente que la pistola estaba en su funda. Después, con paso tranquilo y libre de prisas, emprendí el camino hacia la casa que era mi objetivo aquella tarde.

No tardé mucho en alcanzarla. La calle no disfrutaba precisamente de una buena iluminación, aunque era la suficiente para darse cuenta de que el edificio había sido en tiempos un gran caserón destinado al almacenamiento de mercancías transportadas desde el interior por vía terrestre, en largas caravanas de carromatos, antes de que se construyera el ferrocarril. Era un edificio hecho en piedra, sólido como un fuerte y grande como un hangar de aviación.

En la fachada que daba a la calle tenía un gran portón de madera, en el cual se había practicado una puertecita más pequeña. Uno y otra estaban completamente cerrados y, al menos por aquel lado, no se advertía ninguna ventana desde la cual pudieran espiarme.

Consulté nuevamente el reloj. Ya faltaban pocos minutos para la hora. No queriendo actuar sin el nipoamericano, me busqué un refugio desde el cual poder vigilar la puerta del almacén. Me acurruqué en el hueco de la puerta y esperé.

Lo hice durante casi treinta minutos, al cabo de cuyo espacio de tiempo hube de pensar en que era hora de tomar una decisión. Aun cuando convenía mucho tener las espaldas cubiertas, tampoco podía pasarme el tiempo aguardando allí indefinidamente.

No obstante, dejé transcurrir otro cuarto de hora más, durante el cual eché frecuentes miradas calle abajo para ver si veía venir a mi ayudante. Más también aquella prórroga resultó inútil.

Lancé un suspiro. Tanteé una vez más el consolador peso de mi pistola, calibre cuarenta y cinco. Después eché a andar hacia el caserón.

Era ya noche cerrada, pero el calor no parecía haber cesado; antes bien, daba la sensación de haber aumentado. Llegué a la puerta envuelto en sudor.

Toqué suavemente la manija, haciéndola girar en silencio. Pensé que estaría con llave, pero me llevé la gran sorpresa. La puerta se abrió sin más trámites.

Del interior salía algo de luz. La casa parecía estar deshabitada, ya que no se oía el menor ruido. ¿Me habría engañado Erick?

Crucé el umbral rápidamente, cerrando a mis espaldas. Del techo, alto de unos diez o doce metros, pendía una batería completa de lámparas de gran potencia, de las que sólo una estaba encendida en aquel momento, la cual derramaba, sin embargo, la suficiente luz para poder ver con comodidad.

Miré en torno mío. Había allí cinco o seis coches, todos ellos de diferentes tipos y tamaños, algunos de los cuales estaban a medio despiezar. Vi un par de fosos para reparaciones, grúas para izar los autos, una plataforma de émbolo, un poste suministrador de gasolina, un banco de mecánico, dotado de un pequeño torno y un montón de cosas más que indicaban claramente el uso a que el local estaba destinado. También había un par de hileras de barriles metálicos, que seguramente contenían combustible para los automóviles.

Después de estudiar aquello, no me cupo la menor duda de que Corsack y su compinche tapaban su verdadera profesión con un taller de reparaciones de automóviles, una actividad muy respetable sin duda, aunque, para obtener el dinero que ellos querían y en las cantidades ambicionadas, muy poco productiva.

En la pared de mi izquierda, se veía una escalera salediza con barandilla de madera. Esta conducía a una puerta practicada en el muro, a unos cuatro o cinco metros sobre el suelo. La puerta aparecía cerrada.

Durante unos momentos, permanecí quieto, dudando, sin saber qué decisión adoptar. De pronto, la puerta se abrió, dejando escapar un chorro de luz. Alguien salió al descansillo de la escalera, cambió un par de frases con uno que había dentro y empezó a bajar los peldaños.

Me lancé hacia adelante sin titubear, ocultándome tras la carrocería de un coche. Por si acaso, saqué la pistola, empuñándola resueltamente. Los pasos del individuo sonaron más próximos a cada segundo que transcurría.

De repente, me di cuenta de que estaba en muy mala posición. Si el individuo se dirigía hacia la puerta, podía verme a poco que volviese la cabeza, y muchas veces se hace un movimiento similar de manera instintiva. Para evitar una contingencia semejante, empecé a retroceder, siempre pegado a la carrocería, con ánimo de rodearla y pasar al otro lado, a medida que continuaba el avance del sujeto.

Queriendo reparar un error, cometí otro. Mi brazo derecho tocó algo que no debía estar muy bien sujeto y el objeto cayó al suelo con pequeño estruendo. No debía ser una pieza muy grande, aunque sí hizo el ruido suficiente para llamar la atención del individuo.

Noté que sus pasos se detenían al instante. Levantando un poco la cabeza por encima del morro del vehículo, vi que miraba a todas partes, al mismo tiempo que su mano se dirigía hacia el interior de la chaqueta.

Ya no me cupo ninguna duda acerca de la actitud del desconocido. Era preciso anticiparse a él o, de lo contrario, me sacudiría algún disparo, cosa a la que soy muy poco aficionado. En consecuencia, me erguí y avancé el brazo armado.

—Detenga su movimiento, hermano —dije—. Párese ahí o le frío.