Ejercicio

Escriba un mensaje para ser leído, con duración de dos minutos, sobre su personaje favorito —que puede ser una persona de la vida real o de la historia universal— dedicado a dar a conocer el porqué esa persona merece este calificativo para usted, sin caer en la presentación de una biografía.


CAPÍTULO XII

Situaciones desfavorables


Una larga caravana hizo alto frente a la casa de Lidias. De un camello lujosamente engalanado, que dobló sus patas en la tierra, descendió un hombre bajo y gordo, ricamente ataviado, de cuyo pecho colgaba una gruesa cadena de oro rematada en un pez de plata, bellamente cincelado, en el que sobresalía una esmeralda brillante formando el ojo del animal.

El ilustre visitante fue rápidamente anunciado al amo de la casa, quien iniciaba su lección semanal con Juan.

—Maestro Lidias —dijo el sirviente—, se presenta a visitarte Jonás de Letonia, el rico mercader.

—Háganle pasar —repuso Lidias—, y sirvan del vino oscuro de Tebas. Siempre se recibe con gusto a un antiguo alumno —le dijo a Juan—, y me agrada que lo conozcas, es un hombre exitoso.

—Maestro Lidias —dijo Jonás con voz sonora y emocionada—, que el creador te conserve para siempre —añadió mientras abrazaba a su maestro como a un padre.

—Es una dicha tenerte en esta casa —respondió Lidias—, permíteme presentarte a Juan bar Zacarías, mi actual y querido alumno.

—Es un gusto conocerte, Juan bar Zacarías —dijo Jonás—, tenemos en común la dicha de recibir la enseñanza más preciada, el don de la

palabra, la llave que abre todas las puertas, y de boca del maestro Lidias, que es como recibir un destilado de esencia de vida.

—Ciertamente, del maestro Lidias se aprende no sólo a comunicarse, sino a vivir en armonía con uno y con los demás; para mí es también un placer conocerte, Jonás de Letonia —repuso Juan.

Mientras los sirvientes ofrecían el vino y lavaban los pies de Jonás, Lidias instó a su antiguo alumno a que le hablara de su vida.

—Como te lo mencioné hace algunos años en mi última visita, maestro —dijo Jonás—, tus enseñanzas fueron un parteaguas en mi vida, la confianza que se desarrolló en mi interior al saberme poseedor de la técnica para hacer entrar mis ideas en la mente de los demás, y sobre todo, en su corazón, cambió mi existencia.

—¿En qué forma? —preguntó Juan intrigado.

—Siempre soñé con ser comerciante, viajar a los confines del mundo para recoger los frutos de la tierra y de la creatividad del hombre y mercadearlos, llevar lo conocido de aquí a los lugares en que lo desconocen, y traer de allá los productos usuales que aquí serán novedades. Pero mi boca era torpe y, aun conociendo los secretos del comercio, carecía del ingrediente principal: la palabra bien expresada. Mi avance era lento, como el de un ciego en casa ajena.

—¿Qué sucedió? —preguntó nuevamente Juan.

—El maestro Lidias se cruzó en mi camino y sus enseñanzas fueron la luz que desapareció las tinieblas de mi existencia. En cuanto la capacidad de comunicación fluyó en mis palabras, se realizó el milagro y la prosperidad se ha convertido en compañera inseparable de mi

vida. Pero antes de continuar, maestro Lidias —dijo Jonás, quitándose la cadena que llevaba en el cuello—, permíteme obsequiarte este amuleto, ya sé de tu modestia, pero esta vez no acepto ninguna negativa

—agregó enfático y entregó el presente a Lidias.

—Jonás, querido discípulo, tú sabes que yo no uso joyas…

—No tienes que usarlo, maestro, sólo consérvalo — dijo con firmeza Jonás—, siempre me ha traído suerte, y dado que a ti debo gran parte de mi felicidad, deseo que permanezca en tus manos. Además, tiene su historia: un rico judío de Galilea, piadoso creyente de Yavé, contrató a un carpintero de Nazaret para ampliar su casa. Dándose cuenta de la habilidad de las manos de aquel trabajador, le comentó que tenía una pieza de plata sin trabajar y una esmeralda, y deseaba confeccionar con aquello un símbolo de su encuentro con Dios, ya que por ser de edad avanzada sentía que no estaba lejos el día de su muerte. El carpintero se ofreció a realizar el trabajo y, aunque se trataba de una especialidad diferente a la suya, su destreza manual le permitió crear esta bella pieza de orfebrería. Además, le dijo el anciano que escogió la figura de un pez por tratarse de una criatura que vive en el agua, la sustancia que limpia nuestro cuerpo y que puede también, simbólicamente, limpiar nuestro espíritu para acercarlo a Dios.

—¿Cómo llegó a tus manos? —le preguntó Lidias a Jonás.

—El viejo que mencioné era mi suegro. La joya fue parte del legado de mi esposa Jemina, y ella me la entregó para que yo la usara. Al planear este viaje le dije que te buscaría, maestro, y que deseaba hacerte un presente que reflejara el hondo cariño que siento por ti,

como al padre que mi temprana orfandad no me permitió conocer. Convenimos que fuera esta joya porque encierra un alto valor de estima.

—Me conmueve tu cariño —replicó Lidias a Jonás—, guardaré este pez de plata para simbolizar nuestro mutuo aprecio, con la promesa de que lo recibirás de nuevo a mi muerte.

—Maestro —dijo Jonás—, la muerte es para los que entierran sus esperanzas, pero tú eres un venero de vida.

—Los viejos debemos vivir con la ilusión de ser útiles, pero la edad te encorva para que recuerdes que se acerca tu retorno a la tierra.

—Maestro —terció Juan—, dejemos los temas fúnebres; la visita de Jonás es un regalo que te hace la vida; hablemos de la luz y no de las tinieblas, ¿me permites apreciar tu regalo?

Lidias entregó la cadena con el pez a Juan, quien al tocar aquella joya sintió una profunda emoción que lo llenó de júbilo. De pronto, como si el sol penetrara de improviso en la noche, entendió que su misión estaba expresada con claridad en la obra del carpintero: invitar a los hombres a lavar su alejamiento de Dios con el agua, que enjuagaría sus faltas haciéndolos renacer, abriéndoles los oídos a las nuevas palabras del Señor.

—Lamento interrumpir tu lección —dijo Jonás a Juan—, pero tal vez te sea útil si les comento algunas de las experiencias que he vivido, en las cuales lo enseñado por el maestro Lidias resolvió mis problemas.

—Desde luego que me gustaría escucharte —respondió Juan.

—Recientemente, maestro, enfrenté lo que tú denominas un público

negativo. Recuerdo que decías que hay diversas clases de resistencia del auditorio hacia el orador, desde la gente distraída, que cuchichea con el vecino de asiento; la que no deja de moverse, se para, se sienta, entra y sale del local; la que hace ruido; y hasta la francamente agresiva, que increpa al orador.

—Cierto, Jonás —agregó Lidias—, a los primeros, los distraídos o ruidosos, se les puede dominar desde la tribuna; con los segundos es poco lo que puede hacerse, pero platícanos tu experiencia.

—Conducía una presentación de jarrones de oriente en Alejandría; el público era numeroso, el lugar estrecho, mal ventilado, sin suficiente iluminación; el embarque llegó tarde y la gente estaba cansada de esperar.

—Antes de que continúes —intervino Lidias—, permíteme aprovechar la situación que citas para hacer ver a Juan la conveniencia de conocer de antemano el lugar en el que hablaremos para asegurarnos de que nuestro auditorio estará cómodo; el orador no puede mantener atento a un público expuesto a temperaturas muy altas o bajas, como tampoco en lugares mal olientes por falta de ventilación. Febo de Macedonia, famoso orador, enviaba a un grupo de sirvientes a revisar el local de su siguiente presentación, con instrucciones de cerciorarse de las condiciones de ventilación del mismo, para cerrar las ventilas en días fríos y dejar un mínimo de infiltración de aire. Cuando los días eran muy calurosos ordenaba colocar paños mojados sobre las ventilas para enfriar el aire. Otros aspectos que los sirvientes cuidaban cuando actuaba de noche, era asegurarse de que hubiera amplia iluminación, de

colocar lámparas adicionales con suficiente aceite; decía, y con razón, que un público a media luz es incitado al sueño, y en tales casos el orador debe remar a contracorriente.

—Muy cierto, maestro, recordé tus enseñanzas por mi falta de previsión —añadió Jonás—, pero había que enfrentar la situación como se presentaba. Inicié mi actuación y subí la voz para llamar la atención y provocar el silencio; lo conseguí a medias; vino a mi mente otro de tus consejos: proceder en sentido contrario, bajar la voz para que los interesados en oírme fueran los que promovieran el silencio de los ruidosos, y esto ayudó notablemente. Sin embargo, un grupo reducido de gente continuaba cuchicheando, distrayendo a mi auditorio; puse entonces en práctica una más de tus recomendaciones para el manejo de un público hostil: clavé la mirada en aquel grupo y como seguían hablando detuve mi actuación sin quitarles la vista de encima; dio resultado, unos a otros se codearon y logré la atención generalizada. Reanudé mi actuación, retomé mi mensaje ligeramente atrás de donde estaba al hacer el silencio y señalé: «les estaba diciendo…» como tú me enseñaste, maestro Lidias, para hacer ver que mi interrupción no era un olvido del tema, sino un paro intencional.

—Lo que bien se aprende, y se pone en práctica, no se olvida — agregó Lidias—. Para Juan, añadiría yo, que ante el público distraído cabe también hacer algunos movimientos inesperados que pueden servir para retomar su interés, o intercalar algún comentario que los involucre en el tema. Si estás hablando sobre los peligros que existen en la ciudad y les dices: ¿Quién de ustedes puede asegurar que hoy

mismo no será atacado por los delincuentes que merodean en nuestras calles?, podrías lograr que aun el indolente recapacite y considere importante escucharte. A veces lo que el público tiene es cansancio, y en este caso, si logramos hacerlo reír, lo reanimamos. Ten siempre a la mano una anécdota cómica relacionada con tu tema.

—Cuando el público es abiertamente hostil —intervino Juan—, ¿qué debe hacerse?

—Si has utilizado los recursos que Jonás y yo hemos mencionado y el público sigue distraído o ruidoso, tal vez incluso agrediéndote de palabra, estás ante una situación que no merece que sigas tirando tus palabras al aire. En un caso así, lo mejor es darte prisa para terminar, es decir, buscar pronta entrada a tu frase final; pero debes ser tú quien ponga fin al mensaje, no huir de la tribuna, sino terminar con la frase que tienes dispuesta para ello, simplemente recortas la intervención; así, habrás cumplido como orador; el público fue quien no actuó con la educación que debería.

—Recuerdo también tus consejos, querido maestro, para suavizar la situación, cuando se prevé que actuaremos ante un público opuesto a nuestras ideas —añadió Jonás.

—Me gustaría oírlo —dijo Juan.

—Me enseñó el maestro Lidias la conveniencia, en un caso así, de llegar con antelación al lugar del evento y procurar saludar cordialmente a nuestros posibles detractores, hacerles conversación y resaltar nuestro respeto a sus ideas, lo que muy probablemente no haga que cambien de opinión, pero se podrá conseguir, al menos, que nos

escuchen sin interpelarnos antes de que terminemos, con lo que habremos logrado nuestro cometido.

—Durante tu actuación —agregó Lidias—, puedes también buscar apoyarte, para desplantar tu tema, en algún aspecto en que haya concordancia con tus opositores. Aun con aquellos que opinan en sentido contrario a nosotros, siempre habrá un tramo de camino que estemos dispuestos a recorrer juntos.

—He convencido a muchos de mis clientes, Juan, al usar otra enseñanza del maestro Lidias, para el caso de tener que hablar ante un grupo que, de antemano sabemos, difiere de nuestras opiniones. Lo llamas, maestro, el camino socrático, porque recuerda a ese padre del pensamiento que fue Sócrates. Consiste en iniciar nuestra actuación poniendo en duda nuestras convicciones, lo que te granjea la simpatía de aquel auditorio, supuestamente hostil, y poco a poco, como queriéndote convencer a ti mismo, presentas los argumentos a favor de tus convicciones, con la ventaja de que ya capturaste el interés del público.

—Puedes, también —intervino Lidias—, iniciar confesando tus diferencias con el público, o con parte de él. De esta manera, es factible obtener respeto y atención en respuesta a tu sinceridad.

—¿El orador no debe pedir al público que guarde compostura, que permanezca en silencio…?

—De ninguna manera —dijo Jonás—, te verías carente de recursos.

—Hablando de problemas que enfrenta el orador —mencionó Lidias

— es conveniente, Juan, citar el caso de las lagunas. En medio de un

mensaje, de pronto, como si el día se hiciera noche en un instante, tu mente queda en blanco: no recuerdas nada de lo que deberías decir a continuación.

—Eso sí es impactante maestro, ¿existe algún remedio?

—En primer lugar —señaló Lidias—, tienes que confinar el problema a tu persona; el orador debe mostrarse siempre dueño de la situación, de modo que nadie, además de ti, conocerá la dificultad, para lo cual no hay que revelar con gesto alguno el apuro. Haz un silencio, toma aire en forma profunda, recuerda que esto provoca mayor flujo de sangre en la mente y da control sobre las emociones. Si continúa el olvido, simula tos o carraspera lo que incluso justificará el silencio; así ganas tiempo para retomar el hilo de tu presentación. De prolongarse el problema, toma un poco de agua: sigues obteniendo momentos adicionales para recuperar el tema, pero si aun con todo esto no encuentras la secuencia, no te queda más que reiniciar con improvisación, al continuar hablando recuperarás la calma y tal vez llegue el recuerdo de lo que falta por decir, pero si no es de esta manera, y dado que la improvisación debe ser breve, busca acomodar tu frase de terminación con prontitud.

—Te darás cuenta que no he olvidado tus lecciones, maestro — agregó Jonás—, al decirle a Juan que si bien los consejos anteriores son útiles, la causa primaria de las lagunas es la falta de práctica reiterada del mensaje. La probabilidad de enfrentar una laguna desaparece en la medida en que practiquemos, repetidas veces, nuestra alocución.

—El maestro Lidias no se cansa de recordarme la importancia de ensayar el mensaje ampliamente —agregó Juan.

—En mi continuo recorrer el mundo —dijo Jonás— he podido comprobar que las oportunidades de sobresalir por encima del común de los hombres radican más en cómo comunicar lo que sabemos, que en la cantidad de sabiduría acumulada. Unas cuantas lunas atrás, curiosamente, escuché a dos pregoneros que vendían un medicamento similar, con resultados muy diferentes. El primero iniciaba su presentación en voz baja, disculpándose por no ser orador, en posición inestable, las manos parecían estorbarle porque no sabía qué hacer con ellas; anunciaba sin preámbulos su medicamento; se equivocaba al pronunciar algunas palabras y se excusaba en cada caso. Total, sus ventas eran escasas.

—Aprovecho tu ejemplo —intervino Lidias—, para hacer ver a Juan que cuando cometamos un pequeño error en la pronunciación de una palabra, lo mejor es olvidar que sucedió y continuar el mensaje; es probable que algunas personas del auditorio ni siquiera noten la falla, y los que sí la detecten la disculparán como algo que puede sucederle a cualquiera. Pedir perdón, aclarar el error, sólo sirve para hacer oficial nuestra falta, para que todos se enteren que la cometimos.

—¿Cuando la falta es muy notable, maestro…? —preguntó Juan.

—En ese caso sí debe rectificarse, de manera natural, sin disculpas, simplemente se repite la frase con el término correcto, sin mayores explicaciones. Pero dejemos que Jonás continúe su relato…

—El segundo pregonero actuaba distinto al anterior, asumía una

posición firme antes de pronunciar palabra, se dejaba ver en la tribuna con un silencio que precedía a sus palabras; iniciaba y hacia imaginar los dolores que su medicina curaba, sin hablar de ella, sino de los beneficios que producía; desde que llegaba a la tribuna mostraba una sonrisa que nunca perdía. En resumen, lograba vender toda su mercancía en una sola presentación.

—La sonrisa: ¡he ahí la cara del amor! —señaló Lidias—. Si algo estamos obligados a realizar al ser llamados a la tribuna es a sonreír, una cara adusta, un gesto de disgusto y habremos perdido la buena voluntad del auditorio.

—Nadie es lo suficientemente rico como para no necesitar nunca de una sonrisa ni nadie es lo suficientemente pobre como para no poder regalar una —añadió Juan.

—Maestro, soy un ingrato —dijo Jonás—, tanto que te quiero y son tan breves y escasas mis visitas. Desgraciadamente debo partir de inmediato, la jornada es larga y la caravana extensa. Siento que en el amuleto que te dejo queda empeñado mi cariño por ti, y que, así como fue talismán de mi buena fortuna, producirá en ti beneficios espirituales, que tal vez se contagien a Juan bar Zacarías.