Ejercicio
En pequeños tarjetas en blanco anotar temas variados de los cuales pueda hablar. Llevar las tarjetas en la bolsa y cada día, al transportarse de un lugar a otro, tomar una tarjeta e improvisar un mensaje sobre ese tema, durante un par de minutos.
Los recursos del expositor
A pesar de los rayos solares que descargaban aún con fuerza su calor, Lidias, provisto de un parasol, decidió caminar por el sendero del huerto, acompañado de Juan bar Zacarías, para impartir la lección:
—Me gustaría este día, Juan, hacer contigo un recorrido desde el momento en que somos invitados a fungir como orador de un evento, hasta el final de nuestra actuación. Algunas ideas ya te son conocidas, otras serán nuevas, pero es importante repasar las etapas del quehacer de hablar en público.
—¿Por dónde empezamos, maestro?
—Lo primero es tener una entrevista con el organizador del evento, y obtener de él información indispensable para planear una presentación exitosa.
—¿Qué información debemos recabar?
—Necesitamos cerciorarnos de que conocemos perfectamente el motivo del evento, lo que reúne al público, ya que esto puede señalar el tema, como ya lo comentamos anteriormente. Aunque no sea el motivo central de nuestra alocución debemos manifestar conocimiento del objeto de la reunión, de las finalidades del grupo que forma nuestro público.
—Es decir, interesarnos por ellos.
—En efecto, Juan. Después de esto, habrá que convenir con el organizador del evento el tema a tratar; regularmente se llega a un acuerdo con facilidad, pero hay que tener presente el caso de excepción: cuando los organizadores quieren que se maneje un tema específico, que nosotros desconocemos; si la actitud de los promotores del evento es inflexible, en este caso especial, lo mejor es agradecer la invitación y no aceptarla.
—Debe ser muy poco frecuente…
—No te olvides a continuación, Juan, de indagar con detalle la composición del público: ¿serán todos jóvenes o ancianos?, ¿mujeres, hombres o mixto?, ¿cuál es el nivel cultural predominante en el auditorio? Entre más amplio sea tu conocimiento del público, más fácil te será entablar comunicación con ellos desde la tribuna y escoger los aspectos del tema que puedan interesarles.
—Hacer coincidir nuestros intereses y conocimientos con las esperanzas del público que acude a oirnos.
—Así es, Juan. Otra información que pediremos al organizador es el programa general de todos los actos que componen la reunión para saber si habrá otros oradores y conocer en qué orden nos corresponde actuar. Si puedes escoger, decide ser el primero en ocupar la tribuna: el público estará más fresco para escucharte. Es más, podría concertarse una reunión con los oradores; sería particularmente útil si todos trataran el mismo tema; se podría establecer con ellos un convenio para que cada quien desarrolle diferentes aspectos y hacer más grato el programa.
—Es indispensable, también, aclarar con el promotor del evento el tiempo que se nos asigna para estar en la tribuna.
—¡Bien dicho, Juan! Siempre hay que respetar, escrupulosamente, el tiempo asignado. También será necesario rectificar que una persona nos presentará ante el auditorio, y a través del organizador hacerle llegar nuestros datos personales o currículum sin incluir demasiada información, pero señalando nuestros logros más destacados. Otro detalle es recabar los nombres y cargos de las personas que ocuparán el presídium con la adecuada pronunciación, particularmente de quien preside el evento.
—Indagar con el organizador el lugar exacto donde se llevará a cabo el evento debe ser útil, ¿no es así, maestro?
—Desde luego que sí. Te ubica de antemano en la preparación del tema. Con relación a esta preparación hay varios aspectos a considerar. Dado que deseamos convencer y agradar a nuestro público, tenemos que empezar por ser nosotros los primeros convencidos de lo que decimos, lo que nos lleva a la reiterada regla de oro: hablar de lo que sabemos, conocemos o entendemos y decir de ello lo que sentimos y pensamos. El agradar al público se dará en la medida que estemos conscientes de esta necesidad y actuemos consecuentemente para lograrlo.
—¿Qué más debe hacerse para preparar un mensaje convincente, que agrade al público?
—No intentar impresionar al auditorio con un tema que suene muy docto, pero que no sea tuyo. Esto es muy común; los oradores que no
han tenido tu oportunidad de conocer las reglas básicas de hablar en público, suelen pensar que si no expresan conceptos de mucha profundidad, rimbombantes, serán catalogados como incultos, siendo que el público valora primordialmente la sinceridad, la autenticidad y la naturalidad.
—Muy cierto, maestro.
—Otro consejo, Juan: no hacer confianza con el tiempo. Debemos iniciar la preparación del mensaje desde el momento en que somos invitados; es muy común pensar que falta mucho tiempo, dejarlo para después y muy probablemente tengamos que preparar nuestra alocución a la carrera, uno o dos días antes. Un mensaje es como el fruto del árbol, si se le deja madurar el tiempo suficiente, se cortará cuando tenga la plenitud de su sabor; entre más tiempo maneje nuestra mente las ideas de nuestra presentación, mayor oportunidad tendremos de éxito.
—Es como cocer el guiso el tiempo suficiente para que se impregne todo el condimento.
—Así es. También con relación al tiempo, debemos cuidar la extensión del mensaje, ya que cualquier público, en cualquier lugar y circunstancia, nos agradecerá siempre la brevedad.
—Los perfumes finos se venden en botellas pequeñas, los corrientes se envasan en recipientes grandes, maestro.
—¡Muy bien! Este tipo de expresiones, Juan, que ejemplifican un concepto, deben ser aprovechadas con frecuencia en nuestras intervenciones en la tribuna. Es valioso, también, asegurarse de que la
información proporcionada al público provenga de fuentes fidedignas, tenga el soporte de alguna autoridad que respalde nuestras palabras, y evitar los sermones o regaños que sólo consiguen desagradar a los oyentes.
—Me imagino que no dejarás pasar esta lección sin hablar de la práctica del mensaje, maestro.
—Cada día nos conocemos mejor, Juan. En efecto, es fundamental estructurar bien el mensaje, con atención especial a las frases del principio y final, y, una vez elaborado el guión, practicar, practicar y practicar, hasta hacer nuestro el mensaje. Ten presente que nueve de cada diez fallas en la tribuna pueden achacársele a una práctica insuficiente del mensaje.
—Ya he practicado el mensaje hasta dominarlo, ¿qué sigue?
—¡Imagínate triunfador! Es fundamental para tener éxito en cualquier actividad humana el confiar en nosotros, convencernos de que saldremos victoriosos.
—Para que los sueños se hagan realidad hay que soñarlos primero.
—Así es. Además, descansa, relájate, te has preparado bien y triunfarás, pero debes llegar con suficiente reposo para sentir y mostrar tranquilidad.
—¿Cómo debo actuar al llegar al lugar donde fungiré como orador?
—Lo primero es ser natural, afable, nunca pavonearte como el orador de la reunión, como personaje que requiere atención especial, sé uno más de los asistentes para agradar al auditorio desde antes de subir a la tribuna. Otra advertencia: cuando sirvan alimentos antes de nuestra
actuación debemos comer poco, una digestión pesada es enemiga del orador, ya que concentra energía en nuestro aparato digestivo en vez de en nuestro cerebro. Desde luego, debemos olvidarnos completamente de los estimulantes, nada de una copa para darnos valor o de tomar infusiones de plantas calmantes, esto se puede volver peligrosamente en nuestra contra cuando estemos en la tribuna.
—El licor será mejor para festejar el éxito al final…
—Sin abusar, desde luego. Lo que sí debemos tomar, momentos antes de pasar a la tribuna, es un trago de agua: nos «aclara» la garganta, y al ser nombrados para acudir a la tribuna es fundamental una amplia sonrisa; desde ese momento somos el personaje de la reunión y debemos mostrar el gusto por el encuentro con el público.
—¿Es cierto, maestro, que el orador supera en importancia a cualquiera otra persona presente durante su actuación en la tribuna?
—Desde luego, Juan. Si hablas ante el César romano, éste guardará respetuoso silencio y atenderá tu mensaje. Quien tiene la palabra tiene el sitio de honor, de ahí la importancia de aprovechar cada oportunidad de hablar en público; es muy probable que de ello dependa el lugar que ocupemos en la historia.
—Y una vez que estoy en la tribuna, maestro, ¿qué consejos adicionales puedes darme?
—Recordarás que te solicité guardar un momento de silencio antes de iniciar con el saludo que aprovecharás para hacer un recorrido mental de la posición. Durante este breve lapso silencioso, realiza también una o dos respiraciones profundas que te ayudarán con la
tensión nerviosa inicial, y no olvides la importancia de la efusividad desde el saludo, desde tus primeras palabras agradeciendo la presentación captas la atención del auditorio, desfogas tensión nerviosa, mides tu voz; son muchas las ventajas de iniciar con fuerza, ya que será necesario que luzcas en la tribuna muy seguro, muy dueño de ti mismo, no con una actitud presuntuosa, todo lo contrario, le estarás diciendo al público: la seguridad que ustedes ven en mí proviene de una preparación esmerada que he realizado por respeto a ustedes, por lo mucho que se merecen como auditorio.
—Es muy cierto, maestro, el público atiende al orador que se muestra seguro.
—Otro aspecto a cuidar es no cambiar el guión que tenemos preparado; puedes agregar algunos comentarios con relación a lo que acontece en la reunión, pero no modificar diametralmente el mensaje porque alguien, que estuvo antes en la tribuna, ya expresó algunas de tus ideas. No hay dos mensajes iguales, ni aunque tú repitas tu propia actuación, menos entre dos personas, de modo que es preferible atenerse a lo que se ha preparado con esmero, y actuar con emotividad, autenticidad y entrega.
—¡Ganarse el aplauso!
—Hay que ganárselo y luego recibirlo, porque también es común salir corriendo de la tribuna después de nuestra actuación, generalmente por modestia, pero no hagamos cosas buenas que parezcan malas: el público puede sentirse ofendido porque no recibimos su aplauso, además, nos lo hemos ganado, ¡disfrutémoslo en
la tribuna!
—¡Acabamos!
—No, Juan, todavía no. Al regresar a tu lugar conserva el carácter afable, acepta las preguntas, los comentarios de tus oyentes sin entrar en polémica aunque difieran de tus ideas, y algo muy importante: no abandones el lugar de la reunión hasta que haya terminado, cuando menos, el programa oficial del evento. La admiración que te has ganado en la tribuna puedes perderla si sales del lugar antes del final, la gente sentirá que le estás diciendo: «Ya terminé de hablar yo, que era lo importante de esta reunión, me retiro porque las demás actividades me tienen sin cuidado…».
—Y… ¿si realmente tuviera otro compromiso urgente?
—En primer término te aconsejaría cuidar tu organización personal sin amontonar compromisos, pero si se presenta el caso que citas, debemos comunicárselo en privado al organizador del evento y a quien lo preside, y abandonar el lugar con la mayor discreción posible, tratar de que no se note nuestra salida para conservar la imagen ganada en la tribuna.
Juan gastó sus ingresos de una semana en comprar golosinas para repartirlas entre los niños. Había invitado aquella tarde a sus fieles amigos que lo acompañaban en el huerto, venciendo el ruido de los pájaros, a que se hicieran acompañar de más amiguitos para celebrar una fiesta en la Colina de la Cueva. Se decía que si era capaz de
entretener, únicamente con la palabra, durante un lapso prolongado a un grupo de niños inquietos, significaría que su capacidad como orador había crecido. «Para hablarles a los niños —se decía Juan— debe uno pensar como niño»; ésa era la receta del maestro Lidias: ponerse en el lugar del público y decirles lo que les gustaría escuchar, de modo que decidió darle forma de cuento a sus palabras:
Un día el rey llamó a sus tres jóvenes hijos y les preguntó: «¿Qué quieren ser cuando sean adultos?».
—Yo quiero ser el mejor espadachín del reino, del mundo entero… —respondió Apolonio, el menor.
—Yo quiero ser rey como tú, papá —dijo Leónidas, el de enmedio.
Como el tercero no contestaba, su padre le preguntó: «¿Y tú, Casio, mi hijo mayor, qué deseas ser?»
—No lo sé, padre —respondió Casio.
—¿Acaso no tienes deseos de sobresalir en algo?
—preguntó intrigado el rey.
—Deseo muchas cosas, padre, pero no he podido decidir cuál es la más importante.
—Yo te diría, Casio, que la más importante es la que satisfaga mejor tu ánimo.
—Estoy en búsqueda de ella, padre, ¿puedes darme más tiempo para decidir?
—Desde luego, Casio, pero no tomes demasiado tiempo porque desde ahora daré a tus hermanos las facilidades que estén a mi alcance para que logren sus objetivos y tú puedes quedarte muy rezagado.
Cumpliendo su palabra, el rey trajo a palacio al más destacado instructor en esgrima para que Apolonio adquiriera la destreza que deseaba, y buscó a un sabio preceptor, especializado en cuestiones de Estado, para enseñar a Leónidas. El único sin maestro era Casio.
Pasó el tiempo, y un día el maestro de esgrima se presentó ante el rey para renunciar:
—Su majestad —le dijo—, vuestro hijo Apolonio es hábil con la espada, pero no progresa porque desatiende las enseñanzas, su interés está en las fiestas y las parrandas con sus amigos, falta a muchas lecciones y no practica lo necesario. Yo no puedo hacer más por él porque tiene el deseo, pero no pone la voluntad, y de ese modo siempre será un espadachín que destacará ligeramente por su habilidad, pero nunca será sobresaliente. Quien desea
alcanzar una meta, pero no está dispuesto a sufrir las inclemencias del camino para llegar, se quedará en el trayecto refugiado en un logro parcial.
Para aumentar la pena del monarca, días después se presentó el preceptor de Leónidas:
—¡Me voy, su majestad!, mis esfuerzos para convertir a vuestro hijo Leónidas en un hombre capaz de gobernar han fracasado. Es un muchacho muy egoísta, tiene la habilidad de mando, pero su interés reside en su persona; tergiversa las enseñanzas de los grandes maestros para usarlas en su beneficio personal; el bienestar comunitario le tiene sin cuidado, sólo le importa el realce de su persona. Se puede tener la capacidad, incluso el ánimo del aprendizaje, pero si no hay el deseo del cambio interior, la meta deseada, en vez de un premio, se convertirá en castigo.
El rey mandó llamar a su hijo Casio para preguntarle si había decidido ¿qué quería ser?
—Sí padre —respondió Casio—, he decidido que seré escultor. Desde hace algunos años tenía el deseo, pero no quise confesártelo hasta tener la seguridad. He pasado varios años acudiendo a las canteras de la montaña blanca para conocer las piedras en su forma natural, para aprender su desprendimiento, para entender sus vetas…
—Pero hijo… tú eres el heredero natural a mi trono, ¿de qué te servirá la escultura para gobernar al reino?
—El reino, padre, está dentro de nosotros y yo podré servir mejor a todos en la medida que conjunte mis habilidades con mis gustos. Tengo mucho por aprender y ardo en deseos de que tu generosidad, como lo has hecho con mis hermanos, me facilite recibir lecciones extenuantes con el mejor escultor del reino, para, ante todo, esculpirme a mí mismo.
Han pasado cientos de años; nadie recuerda al mediocre espadachín que fue Apolonio ni el reinado triste de Leónidas, pero se siguen admirando, con emoción, las esculturas de Casio.