Ejercicio

Imagine un evento familiar en el que tuviera que tomar la palabra y prepare un saludo apropiado para la ocasión.


CAPÍTULO IV

El principio


El cielo nublado robaba el calor al día, y la frescura de la tarde hacía apetecible la caminata por el huerto, donde Lidias contemplaba las flores rosadas y blancas de las adelfas, las anémonas con sus pétalos grandes y vistosos, los lirios morados y las olorosas azucenas de inmaculada blancura.

Como bella y comprometedora calificaba su labor educativa: transmitir conocimientos sin manipular la personalidad del alumno; enseñarle a ser, dejándolo ser. Con cuánta frecuencia había encontrado maestros que asfixiaban el desarrollo personal del educando, imponiéndole criterios dogmáticos que enjaulaban el conocimiento en vez de darle alas a la creatividad.

También estaba el dilema del premio y el castigo. Su experiencia le demostraba que los hombres alentados por el reconocimiento redoblan esfuerzo y avanzan a grandes pasos, comparados con aquellos acicateados por regaños y señalamiento de faltas. «Toda corrección debe ser precedida por una alabanza —se decía Lidias—, el hombre humillado se hunde en el rencor, además, ¿quién es el ser humano perfecto que puede juzgar sin tener él mismo fallas? Por ello, antes de amonestar, deben encontrarse los aciertos, aunque sean escasos, que hagan crecer la autoestima del alumno, para después, con cariño y

comprensión, hacerle ver las faltas, que así serán reconocidas y superadas».

Pronto pondría nuevamente en operación estas consideraciones, ya que un sirviente le anunció el arribo de su alumno Juan.

Lidias felicitó a Juan por su actuación ante Cayo Lucuano:

—El mensaje le agradó mucho a nuestro invitado —añadió Lidias—, fue una buena actuación.

—Pero tuve algunas fallas…

—Ya que lo mencionas te diré, como sugerencias para mejorar, que apresuraste tu saludo, lo iniciaste cuando aún sonaban los aplausos de bienvenida.

—¿Por qué le aplauden al orador antes de que hable?, ¿por el solo hecho de ser invitado a la tribuna, maestro?

—Es una bella costumbre, los seres humanos nos alentamos mutuamente y el público reconoce la valentía de quien acepta dirigirle la palabra, y lo estimula con las palmas.

—Se debe por lo tanto esperar a que cesen los aplausos.

—Más que eso, Juan, es muy conveniente dejarse ver en la tribuna; permitir que se haga el silencio absoluto entre el público mientras las miradas convergen en el orador, antes de pronunciar la primera palabra. Se pueden aprovechar estos breves momentos para hacer un inventario mental de nuestra posición: asegurarse de estar firmemente apoyado en las plantas de los pies, las rodillas echadas ligeramente para atrás, los brazos sueltos, caídos a los lados del cuerpo, la mirada hacia el público.

—¿No hay que agradecer de inmediato a quien nos presentó?

—No, el agradecimiento debe ser escuchado con claridad por todo el público, de modo que no debes pronunciar palabra alguna antes de este silencio inicial.

—Y después del saludo, ¿cómo se debe iniciar el discurso?

—Entramos en la segunda etapa de la actuación del orador: el principio. Te puedo asegurar que alrededor de la mitad del éxito de una presentación en la tribuna depende de un buen principio.

—¿Tanto así, maestro?

—Cuando inicia su intervención en la tribuna, se presenta un momento favorable al orador: la mayoría del público está atento a sus palabras, por curiosidad quieren saber de qué va a tratar aquello, es por lo tanto el momento adecuado para colocar una frase, un pensamiento, una idea amena, interesante, llamativa, conmovedora, que capture la atención de los oyentes, que los introduzca al tema, que los interese; de no ser así, muchos, desde ese momento, se desconectarán del orador. Si son personas educadas, tendrán cara de estar atentos, pero su pensamiento estará a muchos estadios de distancia.

—Dame algunos ejemplos de cómo debo empezar un mensaje.

—Las posibilidades son tantas como tu imaginación, pero te citaré algunas formas. Puedes emplear una frase célebre; son muchos los hombres que nos han legado compendios de sabiduría en pequeñas expresiones. Escoge una que se relacione plenamente con tu tema y úsala como frase de inicio, pero no olvides rendir el justo tributo a su autor, y después de citar la frase, menciona de quién es. Si por alguna

razón desconoces el autor u olvidas su nombre, al menos di «como dijo un gran escritor…», «como señaló un gobernante destacado…», lo importante es aclarar que la frase no es tuya, de otra manera podría parecer que te apropias de la creatividad ajena.

—En las sagradas escrituras hay mucho de este material.

—Desde luego, también puedes emplear citas de los libros sagrados. Otro camino, y muy valioso, es que seas tú el autor de la frase, que hagas brotar de tu imaginación un pensamiento interesante que utilices como principio de tu intervención en la tribuna.

—Tal vez algún día se haga frase famosa…

—Despertar la curiosidad de tu auditorio es otro camino útil para iniciar: lanza una pregunta que tu público no pueda contestar de inmediato, y tú tampoco lo harás, sino que obtendrá respuesta a través de tu mensaje.

—¿Qué quieres decir con que no pueda ser contestada por el público de inmediato?

—Que la respuesta no sea un «sí» o un «no», que requiera meditación; así los introduces al tema y seguirán tus razonamientos.

—¿Hay más fórmulas para el principio?

—Mostrar un objeto es otro método, diciendo algo relativo a él; pero debes tener cuidado de ocultar el objeto después de presentado, pues de otra manera lo que sirvió inicialmente para captar la atención, será motivo de distracción si continúa a la vista del auditorio.

Las primeras gotas de lluvia anunciaban un aguacero, de modo que Lidias condujo a Juan al pórtico de la casa, donde continuó diciéndole:

—Una frase que produzca impacto o sorpresa es un principio efectivo, aunque requiere explicación inmediata. Recuerdo haber escuchado en Alejandría a un predicador famoso que inició su intervención diciendo: «Dios no existe», hizo una pausa breve y agregó: «Sólo los ciegos de entendimiento pueden pensar así…».

—Como un recurso teatral.

—Pero funciona si lo manejas con cuidado. También puedes iniciar con algo gracioso, es un recurso muy utilizado, pero no lo recomiendo para un principiante, porque si no da resultado, si no provoca la risa del público, el orador habrá hecho un triste papel. Cuántas veces hemos escuchado un chiste colocado en el momento oportuno, dicho con gracia, que nos ha hecho reír hasta las lágrimas; otro día, el mismo chiste, fuera de momento, contado con menos gracia, apenas y nos hace esbozar una sonrisa. Éste es el peligro de iniciar con algo gracioso si no tenemos un amplio dominio de la tribuna. Los actores dicen que es más difícil hacer reír al público que hacerlo llorar.

—Maestro, has mencionado continuamente la palabra frase con relación al principio del discurso, ¿debo interpretar esto como un conjunto corto de palabras?

—Exactamente, Juan. La razón es que este principio, además de ser una frase interesante, impactante, debe ser pronunciada con todo el sentimiento posible, y es difícil mantener este tono cuando se trata de un parlamento largo. Debes poner en el inicio de la actuación todo tu entusiasmo, por ello necesitas escoger como principio aquello en lo que crees firmemente, de lo que estás plenamente convencido, para que

en ti mismo brote la entrega con tus primeras palabras.

—Maestro, algunos oradores inician con el anuncio del tema que van a tratar, ¿qué opinas?

—No lo recomiendo. Es preferible la frase alusiva, como te he mencionado. Conservar el tema velado, parcialmente oculto al público por una neblina de misterio, cuando menos durante los primeros momentos es útil para ganarse la atención.

Despiertas la curiosidad de tus oyentes y no perderán una de tus palabras; arrojarles de entrada el tema puede enfriar el entusiasmo de muchos. Aunque todo con medida: no hay que exagerar y esconder tanto el tema que termines y el público no sepa con precisión de qué les hablaste. Durante el primer cuarto de la presentación, de manera discreta, hay que puntualizar el tema: el misterio es procedente sólo como un medio inicial de atracción.

—¿Entre el saludo al público y la frase inicial debe haber un silencio, maestro?

—Sí, Juan, debes separar tu saludo del principio. Los silencios en la oratoria anuncian algo importante y atraen la atención. Cabe señalar aquí una práctica empleada por algunos oradores: iniciar con la frase de entrada y luego hacer el saludo; debe hacerse con cuidado, pero en ocasiones da buenos resultados.

—¿Qué cuidados deben tenerse con esta fórmula?

—Tu frase inicial debe ser corta y no requerir explicaciones inmediatas, porque si tu principio es muy largo el público puede pensar que se te olvidó el saludo y estás enmendando tu error.

—¿Alguna otra recomendación para el inicio del mensaje?

—Desecha las excusas: aquello de «yo no soy buen orador, pero…» o «me avisaron a última hora y no pude prepararles un buen discurso, pero trataré…». Esto es un balde de agua fría sobre el auditorio. En lo personal a mí tampoco me gustan los inicios con agradecimientos, se usan tanto que se han desgastado, suenan obligados, lo de «yo, en primer término, quiero agradecer el alto honor que me confieren al permitirme dirigir unas palabras ante un auditorio tan selecto como ustedes…» parece cantaleta que todo orador recita. Yo recomiendo un inicio impactante, en vez de rodeos que dicen muy poco.


—Padre, quiero pedirle un favor.

—Tú dirás, Sara.

—Como usted necesita quien le ayude a conducir las subastas, pudiera usted utilizar los servicios de Juan bar Zacarías.

—¿El hijo del rabí?

—Así es, padre.

—¿Desde cuándo este joven necesita de una intermediaria de colocación?

La chica se sonrojó y bajó la mirada.

—Veamos…, ¿a usted le agrada ese muchacho?

—Sí —respondió Sara en voz baja, con la mirada en el piso.

—¿Usted le gusta a ese joven?

—No lo sé, padre.

—Ya entiendo… usted quiere atraer la atención del joven buscándole trabajo.

La blanca piel de la cara de Sara se había transformado en una granada.

—¿Qué le hace pensar que ese muchacho pueda ser capaz de manejar una subasta?

—Acude a lecciones de oratoria con el rhetor Lidias.

—Está bien, Sara, hablaré con el joven.

Sara besó la mano de su padre y salió presurosa de la habitación, mientras Eliseo de Betamea, acaudalado mercader y hombre rudo en los negocios, meneaba la cabeza al reconocer que la ternura de su hija lograba siempre reblandecerte el corazón.

—¿Cree usted que puedo hacerlo?

—Quién lo cree es mi hija Sara, además, ¿no eres acaso estudiante de oratoria? ¿Para qué si no para ser hábil comerciante es que dedicas tiempo a conocer el uso de la lengua? Observa mi actuación y después tú manejas el siguiente lote.

En la orilla del pueblo de Betamea, paso obligado de las caravanas de Damasco y Egipto, se habían congregado numerosos compradores en respuesta al llamado de Eliseo, quien ponía en venta treinta camellos de carga y diez de montura.

Eliseo tomó a Juan del brazo y subieron a un pequeño estrado, con barandal por tres costados, en donde les esperaba un escriba con todos sus utensilios para tomar nota del acontecer.

Una seña de Eliseo hizo que se abrieran las puertas del corral y

aparecieron cuatro camelleros tirando de sendos camellos que fueron detenidos al lado del estrado. Se trataba de animales fuertes, jóvenes, capaces de transportar enormes pesos de carga.

Eliseo conocía su negocio, necesitaba impresionar a los compradores con una primera muestra de la mejor calidad.

Los visitantes se acercaron a los animales, les tocaban las patas, les acariciaban el pelo, incluso ordenaban al camellero que los sentara y les observaban la dentadura, no sin llevarse, en ocasiones, una patada o mordedura de los huraños animales. No cabía duda, se trataba de finos camellos árabes.

Mientras tanto, Eliseo enseñó a Juan un papiro en el que se leía el valor deseable y el mínimo permisible para la venta de los animales de cada lote.

Transcurridos unos minutos, Eliseo palmeó dos veces y los camelleros regresaron los animales a los corrales.

Con voz potente, en griego hablado con claridad, Eliseo dijo:

—Bienvenidos, queridos amigos, a esta subasta en donde podrán adquirir los mejores animales de toda Judea. Camellos como los que les he mostrado me son arrebatados en Damasco por dos piezas de oro, pero ésta es mi tierra y quiero que el beneficio de mi trabajo sea para ustedes, mis paisanos, de modo que iniciemos con una postura ridícula de veinte piezas de plata.

—Añadiendo en arameo, en voz baja, como para sí, aunque dejándose escuchar: «Eliseo, te estás volviendo viejo, ya no eres el mercader que solías ser, regalas tu mercancía».

Los gritos de los compradores se sucedían entremezclándose con señas, palmadas y risas. Para Juan resultaba incomprensible aquel ambiente, en cambio, Eliseo dictaba al escribano las ofertas con tranquilidad, y en unos minutos se vendió el lote. Nuevamente, Eliseo hizo una seña y de los corrales salieron esta vez tres animales de pelaje seco y andar cansado que denotaban su vejez. Mientras los compradores observaban con decepción el nuevo lote, Eliseo vio llegar la regia comitiva del príncipe Hasamin, hijo del sultán Faruyen, uno de sus mejores clientes, de modo que le dijo a Juan:

—Hazte cargo de este lote, yo debo atender al príncipe, con éstos puedes entrenarte —y añadió en el oído de Juan—, son animales de desecho, lo que logres arriba de cinco piezas de plata será bueno.

Juan sudaba copiosamente. No había imaginado que usaría su aprendizaje de oratoria para dirigir una subasta.

Una vez que los pocos interesados en aquellos animales terminaron de revisarlos, Juan palmeó a los camelleros para que los retiraran, como observó que lo hizo Eliseo, y poniendo fuerza en la voz dijo:

—¡Una ganga! Eso es lo que son estos animales y por ello iniciamos la postura con cinco piezas de plata.

—¡Bandido! —gritó uno de los presentes.

—Esos animales se vienen a tierra si los cargas con las cinco piezas de plata que pides —replicó otro comprador.

Las risas y las burlas se generalizaron.

—Son animales fuertes —replicó Juan, gritando para sobreponer su voz sobre el ruido.

—No te hagas el gracioso muchachito —le contestó un hombre de cara tosca, acercándose al estrado—, ofrezco dos piezas de plata y date por bien pagado.

Juan no sabía qué hacer y el escriba, notando su apuro, le aconsejó que solicitara otra oferta, denegando la recibida, pero en cuanto Juan pidió una mejor postura, el griterío tapó su voz y los puños se levantaron amenazantes. De hecho no era más que una seña normal de repudio de los asistentes, pero Juan, inexperto, sintió que su seguridad personal estaba en juego. Su vista se volvió a Eliseo, pero éste se había alejado del gentío, llevando del brazo al príncipe Hasamin para conducirlo a una visita privada a los corrales. Juan estuvo tentado a salir corriendo para preguntarle a Eliseo lo que debía hacer, pero el escriba le aclaró que era indigno abandonar la conducción de la subasta y provocaría la ira de los compradores.

El hombre de semblante rudo, que había hecho la oferta, se colocó al frente y levantó los dos brazos, con lo que se hizo inmediatamente el silencio, y dirigiéndose a Juan añadió:

—Ha pasado el tiempo legal, no se han recibido otras ofertas y no denegaste la mía, de modo que mi postura ha ganado. Debes declararlo así.

—No me han dejado hablar, aclaró Juan, su precio está por debajo de lo permisible.

Esta vez las palabras de Juan encolerizaron a los asistentes que procedieron a lanzar tierra y piedras contra el estrado. El escriba instó a Juan a recibir la oferta; por esos animales desgastados no valía la

pena ponerse en peligro.

—Está bien, acepto la oferta —gritó Juan y logró que cesaran las injurias y la lluvia de piedras.

Al notar el escándalo, Eliseo retornó al estrado. Calmó los ánimos, disculpándose por la inexperiencia de su asistente y recomendó a Juan que emprendiera el camino de regreso a casa.