Capítulo 50

El día de la boda amaneció deprimentemente limpio y despejado. Lo sabía, porque vio cómo salía el sol después de una larga e infructuosa noche llena de preguntas.

¿Estaba haciendo lo acertado? ¿Se estaba condenando a la infelicidad? ¿Y si nunca volvía a amar? ¿Su vida contendría otras cosas, suficientes para que valiera la pena respirar, comer y seguir adelante?

En cuanto a vivir sin Rafe… bueno, tenía recuerdos, gratos recuerdos que no conseguía lamentar. Había cosas peores que enamorarse de la persona equivocada… claro, aunque no se le ocurría ninguna, así de pronto.

Excepto quizá sentirse tan absolutamente impotente. Levantó la barbilla mientras miraba hacia fuera, al verde jardín de Brook House. Nunca volverían a comprarla ni a venderla, nunca la robarían ni la trocarían, nunca la reclamarían para luego desecharla.

A partir de ese día, decidiría su propia suerte.

Rafe seguía adelante, exhausto, por el camino que conducía a Londres. Seguramente, no era el único que lo recorría, incluso a esa temprana hora, cuando el sol apenas asomaba por el horizonte. No obstante, era el único a la vista.

Incluso si hubieran pasado carros, no estaba seguro de que alguno hubiera acudido en ayuda de un sujeto sucio y andrajoso, con unas botas polvorientas, que avanzaba, cojeando. Rafe comprendió que resultaba irreconocible… aunque, con su reputación, quizá ser reconocido no lo haría salir mejor parado.

Tales pensamientos no hacían nada para aliviar la irritante impotencia que amenazaba con ahogarlo. No podía caminar más deprisa de lo que lo hacía, porque ya no podía obligar a sus piernas a correr. No había comido como era debido desde hacía varios días. Habría pedido ayuda, sin dudarlo, pero no había visto ningún pueblo, ni siquiera una granja, desde que amaneció.

Solo la pura voluntad y el deseo de ver a Phoebe lo mantenían en pie.

«No lo hagas, amor mío. Espérame.»

Después de que Patricia la hubiera ayudado a vestirse y le hubiera arreglado el pelo, Phoebe la envió a ocuparse de Sophie. La amable doncella era bondadosa y sensible, pero Phoebe necesitaba estar sola, con la misma desesperación de un gato en un patio lleno de perros.

Por supuesto, aquello significaba que el vicario iba a ir a verla.

Aguardaba en la puerta, con su ropa oscura y su alzacuello, severamente colocado, habituales, como si fuera de camino a un funeral, no a una boda.

Quizá fuera ella la que iba demasiado elegante para un día así. Su mirada vagó nuevamente hacia el soleado jardín.

—Estuve a punto de matar a un hombre, una vez.

Phoebe se volvió sorprendida.

—Era un rival, uno de los pretendientes de tu madre. Lo dejé medio muerto de una paliza, lo golpeé con los puños desnudos y la rabia que había en mi corazón. —El vicario miraba también por la ventana, con una expresión lejana y un tono distante que chocaban, discordantes, con sus palabras.

Era imposible —una mentira—, pero el vicario nunca mentía, jamás. Callarse la verdad, por supuesto, pero mentir, nunca.

—Vivió, pero fue de poco. No creo que se recuperara nunca, aunque todavía esté vivo hoy. —El vicario alargó el brazo para quitar una mota de polvo de la cortina con un dedo—. Me gustaría mucho afirmar que se lo merecía, que había cometido algún delito horrible o que se había entregado a una conducta deshonrosa… pero no había hecho nada. Solo me había tomado el pelo por mi obstinada devoción hacia Audrey… quizá fuera una broma bienintencionada; la verdad es que no lo recuerdo. Estallé y lo ataqué, tirándolo al suelo y golpeándolo una y otra vez…

Phoebe vio que un temblor recorría los dedos de la mano extendida del vicario. Fue la única señal de emoción.

—Él tenía toda la razón, claro. Estaba demasiado apegado a una joven a la que apenas conocía… Sin embargo, fue así desde el momento en que nos vimos por primera vez. Le toqué la mano y de mi mente desapareció cualquier pensamiento de otras. Estaba loco por ella, y no de la manera en que vosotros, los jóvenes, utilizáis la palabra. Estaba totalmente enloquecido. No conozco otra manera de expresar aquel sentimiento. Era como si no pudiera respirar si ella no estaba en la habitación… como si ella fuera el aire mismo para mí.

«Sé cómo es. Oh, cielos, lo sé.»

—Entonces ella me rechazó. Le supliqué que me permitiera quedarme, se lo rogué de rodillas… La asusté con mi pasión. Sin embargo, se mantuvo firme e insistió en que debía marcharme y volver cuando hubiera controlado mi locura.

Se apartó de la ventana y de los recuerdos que había reflejado para él. Inspiró profundamente y se alisó las solapas de la chaqueta. Su mirada, fría y gris como siempre, permaneció sobre Phoebe.

—Entré en la iglesia —siguió diciendo, como si no estuvieran hablando de nada más importante que un nuevo mantel para el altar—. Recurrí a las frías piedras de la abadía para eliminar el ardor de mi sangre y me entregué al servicio de la humanidad en penitencia por mi violencia. Cuando me gradué, me concedieron el beneficio de la vicaría de Thornhold. Le envié la noticia a Audrey comunicándole mi nueva existencia y ella respondió a la breve nota con una única palabra: «Sí».

Phoebe tragó saliva. ¿Quién era ese hombre que tenía delante de ella? Lo había creído frío, desprovisto de emociones fuertes. Sin embargo, durante todo ese tiempo, ¿también él había llevado una máscara?

—Papá, yo…

Él alzó una mano para detenerla.

—No te lo he dicho por ninguna otra razón que para advertirte. Sangre ardiente corre por tus venas. Te he transmitido mi maldición. Lo vi cuanto tenías quince años y tuve miedo por ti. Me culpé a mí mismo. Ahora… —Suspiró profundamente y casi sonrió—. Ahora sé que he cargado con el miedo y la culpa, sin ninguna razón. Eres más fuerte de lo que yo era.

Phoebe notó que le ardían los ojos con una dolorosa gratitud por aquellas migajas de aprobación… con unas lágrimas que él no querría ver. Parpadeó para contenerlas, mientras él continuaba.

—Por supuesto, es posible que, por ser mujer, seas incapaz de una emoción tan profunda.

Phoebe soltó una breve carcajada, sin amargura. El vicario era… el vicario. La rueda de la vida seguía girando, el mundo no había cambiado.

Avanzó un paso y le apoyó la mano, levemente, en el brazo.

—Gracias por contármelo —dijo, con cuidado de mantener un tono firme—. Atesoraré tus palabras.

Lo cual era todo lo que él quería oír de ella. Asintió, con aquel ligero alivio de la tensión en sus labios, que era lo más cercano a una sonrisa que, lo sabía, vería nunca.

—¿Sabes?, puedes disfrutar de una vida de contento y paz —añadió él, con toda tranquilidad—. Yo nunca me he apartado de la mía… salvo aquella vez en la posada de Biddleton.

La posada de Biddleton.

Phoebe parpadeó. El vicario estaba claramente furioso aquel día; sin embargo, no lo había expresado más allá de un tono más seco que de costumbre y unos nudillos muy blancos al agarrarla por el brazo…

Su mano, alrededor de su codo, los nudillos desgarrados, en carne viva…

La huida de Terrence, sin sombrero, con la chaqueta agitándose, sin mirar atrás, hacia la ventana donde ella estaba, mirando cómo la abandonaba…

—Aquel día, me costó casi una hora recuperar el control —dijo el vicario.

Una hora que ella permaneció en la habitación, esperando que Terrence volviera.

—¿Viste a Terrence?

—¿Verlo? Le di una buena zurra a aquel bellaco. ¡Tuve que amenazar con matarlo, y matarte a ti, antes de conseguir que te dejara!

Lo miró escandalizada. Él apartó la mirada de ella, con una santurronería herida y culpable en la cara.

—Estabas destinada a cosas mejores. Le prometí a tu madre…

Una rabia helada empezó a brotar en ella.

—¿Lo ahuyentaste? ¡Yo lo quería!

Él se movió, nervioso.

—Bueno, él te dejó, ¿verdad? Y luego… ¡no llegó a enviar ni una docena de cartas! ¡No se puede decir que fuera amor verdadero!

—¿Cartas?

Sin embargo, no podía contener su rabia debido a la infelicidad que sentía en ese momento. ¿Qué importaba ya? Habría sido desgraciada con Terrence, incluso si él hubiera tenido la intención de casarse con ella. Quizá no se sintiera muy dichosa en ese momento, pero su suerte actual era muy superior a la de toda una vida de lavar las medias sucias de un músico holgazán.

Se apartó del vicario y miró, con unos ojos llenos de lágrimas, hacia el jardín, una vez más.

Parecía que las rosas no tardarían en florecer.

El ligero tintineo de unos jaeces despertó a Rafe de su estupor. Miró hacia arriba, parpadeando bajo a luz de la mañana.

Al mirar, vio ante él una aparición. Un vistoso cochecito, tirado por un poni con cintas de color lavanda en las crines, exhibiendo unos lados esmaltados, de color púrpura, y un emblema de oro en la puerta… una adornada «L».

Un tipo pequeño, con aire pícaro, lo conducía. Al acercarse a Rafe, sonrió alegremente.

—¡Ah, aquí está, milord! ¡Pensé que seguiría este camino!

Rafe estaba demasiado estupefacto para hacer otra cosa que permanecer allí, de pie, boquiabierto. El hombrecito tiró de las riendas haciendo parar al poni y saltó del coche. Vestía una chaqueta púrpura, un reluciente chaleco de seda blanca y un coqueto sombrero, que se quitó al inclinarse profundamente.

—Lementeur a su servicio, milord.

Rafe parpadeó.

—¿El modisto?

El hombre se encogió de hombros, con un gesto distinguido.

—Prefiero ser conocido como diseñador de trajes elegantes, pero de momento servirá. —Agitó una mano, como si ahuyentara el resentimiento—. He venido para ayudarlo en su búsqueda, milord. —Suspiró feliz—. Oír esto ¿no hace que le flaqueen las rodillas?

Dado que las rodillas de Rafe habían más que flaqueado muchos kilómetros atrás, solo se quedó mirándolo.

Lementeur volvió a ponerse el sombrero y sonrió.

—Apuesto a que se está preguntando cómo sabía dónde encontrarlo. Ha sido un bonito trabajo de detective…

Rafe negó con la cabeza, aturdido.

—En realidad, no. Enviaron una carta desde el pueblo, allá atrás. —Señaló con el pulgar por encima del hombro—. Esta es la única carretera a Londres.

Lementeur frunció el ceño.

—Oh. Bueno, sí. —Se recuperó, y volvió a sonreír—. Siento haber tardado tanto, pero me costó mil demonios encontrar uno blanco.

Dado que su jornada —no, su semana— ya había sido tan extraña, aquella afirmación solo despertó un poco de curiosidad en Rafe.

—¿Uno blanco, qué?

El hombrecillo se echó a reír.

—¡Un caballo blanco, por supuesto! —Con una inclinación y un gesto, indicó la parte de atrás del coche.

Rafe dio un paso, vacilante, hacia la izquierda y vio —como si fuera la visión del agua, provocada por el agotamiento, para un hombre perdido en el desierto— un hermoso purasangre, de color blanco y largas patas, ensillado y listo para montar, atado a la parte de atrás de aquel absurdo cochecito.

El fuego de su necesidad de ver a Phoebe lo recorrió, abrasador, destruyendo lo que quedaba de su desesperación. Se volvió hacia el modisto.

—¿Qué día es hoy?

El hombre ladeó la cabeza y le devolvió la mirada con unos ojos extrañamente sabios.

—Es el día, milord.

Un instante más tarde, Lementeur contemplaba una nube de polvo producida por el golpeteo de unos cascos. Sonrió y se ladeó el sombrero con un dedo, dándole una inclinación más garbosa.

—Sir Sprinkle —le dijo al gordo poni—, hoy lo hemos hecho muy bien. —Se subió de nuevo al asiento, suspirando feliz, y azuzó al poni—. Pero que muy bien. Ahora date prisa; de lo contrario nosotros sí que nos perderemos la boda.