Capítulo 4
De vuelta al salón de baile, después de insertar, hábilmente, a una ruborizada Phoebe entre los bailarines, Rafe vio a su hermano, Calder, sosteniendo una columna al otro lado de la estancia.
A veces, preguntaban a Rafe si mirar a Calder era como mirarse a un espejo. Siempre le recordaba aquel asombroso momento, cuando tenía ocho años y aquel hombre imponente lo había apartado del lecho de muerte de su madre, lo había llevado a la casa más grandiosa que él había visto y lo había acompañado a una habitación de niños bellamente amueblada.
—Calder —llamó el hombre. Un chico de la misma estatura que Rafe había surgido de un rincón lleno de libros y se había inclinado ante el hombre.
—Dígame, padre.
Mirar a aquel niño… sí, había sido como mirarse a un espejo. Los ojos, la nariz, incluso el pelo oscuro y rizado… ¡El otro chico los tenía todos!
Al parecer, también el mismo pensamiento cruzó por la cabeza del otro. Unos ojos castaños, con largas pestañas, se oscurecieron y entrecerraron, centrándose en la mano grande y amistosa que descansaba en el hombro de Rafe.
—Calder, este es tu nuevo hermano, Raphael. Es mi otro hijo.
Otro hijo.
Un fuego lleno de rencor apareció en los ojos del otro chico, poniendo fin a las recién nacidas esperanzas de Rafe de tener el hermano que siempre había deseado.
—Yo soy tu hijo —afirmó Calder, tajante, furioso, orgulloso—. Él no es más que tu bastardo.
Tal vez no era justo guardar rencor por las palabras de un niño de ocho años, herido y escandalizado, al hombre en que se había convertido, pero Rafe seguía oyéndolas, seguía viéndolas en la mirada de Calder, seguía sintiendo el golpe recibido por el corazón dolorido y solitario de un niño perdido en la casa de un desconocido.
Calder fue la primera persona en la vida de Rafe que lo llamó bastardo, pero de ninguna manera fue la última. Ahora ya no era ninguna novedad, claro. Conocía este mundo y a su gente desde hacía mucho. Era casi uno de ellos, acogido con reservas… siempre que recordara su verdadera posición.
Rafe nunca olvidaría su primera visita a Brookhaven. Subiendo por el largo camino, con la cabeza y los brazos por fuera de la ventana del carruaje, había visto el brillo dorado del atardecer sobre las piedras blancas de la gran casa y pensado que quizá estaba viendo las propias puertas del cielo.
El marqués había sonreído ante aquel súbito enamoramiento y, más tarde, lo había llevado a la galería de retratos. Cogido de la mano de aquel extraño al que ahora llamaba padre, Rafe había contemplado los retratos de los hombres Marbrook, muertos hacía ya mucho, y visto sus propios ojos pintados en las telas.
Era como si hubiera estado perdido, aunque fuera feliz como lo era con su madre, cariñosa y alegre. Era un recuerdo, una voluta de humo, una sensación de calidez y felicidad que nunca volvería. Lo que había para ocupar su lugar era Brookhaven. La propia tierra que había bajó sus pies —y en sus manos, porque nunca se cansaba de jugar con ella— vibraba en armonía con los latidos de su corazón. La tierra, los árboles, los campos, los muros de piedra se extendían por las colinas como si fueran una escritura antigua, ilegible… Eran su piel, sus huesos, su carne, las arrugas de la palma de sus manos.
Su padre había observado cómo crecía aquel amor, al principio satisfecho, luego orgulloso y, más tarde —demasiado tarde—, preocupado.
Los niños no entienden las leyes de la herencia, no piensan en términos de legitimidad o ilegitimidad. Él había averiguado que, un día, su hermano tendría Brookhaven. Había supuesto que lo compartiría, como compartía el cuarto de los niños y la institutriz, los juguetes y los libros.
Calder debía de saberlo, pero no le dijo ni una palabra sobre el tema. ¿Bondad o sutil venganza? No había medio de averiguarlo. Su relación creció rápidamente en las condiciones de invernadero del cuarto de los niños, porque ¿quién más había para jugar? Sus peleas se hicieron menos frecuentes, aunque nunca desaparecieron por completo. Su acuerdo, aunque a veces incómodo, los fortaleció a los dos. Era algo: no estar nunca solo, mirar al otro lado de la habitación o del escritorio o de la mesa del comedor y ver a la persona que te conocía mejor… tanto si a los demás ese día les gustabas como si no.
Hasta aquel día…
—Lo siento, hijo mío, pero tienes que entender cómo son las cosas. Calder es mi heredero. —Puso sus manos, grandes, comprensivas sobre sus hombros.
Él se las había sacudido de encima.
—Entonces haga que lo comparta. Levante un muro en el centro de Brookhaven. Yo quiero el lado con la casa.
Una sonrisa, triste y orgullosa al mismo tiempo. Entonces Rafe lo supo.
—Incluso si no estuviera Calder, tú no podrías tenerlo, Rafe. El título, las tierras, todo está vinculado a mi legítimo heredero. Si no es Calder, entonces va a otra rama de la familia, por entero. Tengo un primo lejano en Kent. Es agricultor, un hacendado. Imagina su cara cuando recibiera esa llamada.
La broma no le hizo ninguna gracia, porque a Rafe no le quedaba aliento para reír, ni siquiera por cortesía. Había creído, había puesto su fe en este hombre, en su hermano, en la propia Brookhaven. Se había entregado al estudio, esforzándose por ponerse al nivel de Calder, tratando de ser un buen hijo, deseando ser digno de esa nueva vida. Había llegado a casa.
A una casa que nunca sería realmente suya.
En aquel momento, parecía que el legítimo heredero, el marqués de Brookhaven, estuviera tratando de ocultarse detrás de una maceta con una palmera… como si un simple árbol pudiera ofrecer mucha protección para alguien corpulento y torpe como Calder. Parecía estar observando con interés, a través de la estancia, la cosecha de doncellas del año.
Rafe bufó para sí. Conociendo a Calder, suponía que su hermano planeaba comprar fríamente a alguna de las vírgenes gorjeantes que estaban en oferta, comprobar su linaje y sus dientes y tenerla adecuadamente embridada antes de que acabara el primer mes de la temporada.
Luego empezaría la reproducción sistemática, algo que Rafe, sinceramente, no quería ni imaginar. Calder en la cama sería, probablemente, tan aburrido y previsible como el tictac de un reloj; por lo menos, eso era lo que la anterior esposa de Calder había afirmado en una ocasión, fuera de sí y dominada por una furiosa decepción.
Rafe se había mantenido alejado de la incesante busca de distracción de Melinda, pero sus palabras habían confirmado lo que Rafe sospechaba de su hermano desde hacía tiempo. Trabajar y trabajar, sin tiempo para la diversión convierten a cualquiera en un amante muy aburrido.
Sonriendo, Rafe cruzó el salón para reunirse con él. Normalmente, evitaba a su taciturno hermano si era posible, en especial en sociedad, pero esa noche ni siquiera la adusta expresión de Calder podía empañar su optimista estado de ánimo.
Rafe sonrió a Calder cuando llegó a su lado; incluso le palmeó alegremente la espalda.
—Veo que te lo estás pasando divinamente, como de costumbre.
Calder le dedicó una mirada agria.
—¿Es que no ves el baile en el que estoy metido?
Rafe apoyó el hombro en el pilar y contempló el animado salón con un nuevo afecto y aprecio.
—Ah, pero mira a todas las jóvenes bonitas que hay aquí esta noche. Seguro que encuentras a alguna que merece tu aprobación.
—A diferencia de algunos, no he venido hasta aquí en busca de una cara o de un cuerpo. Busco una esposa con… con algo más que ofrecer.
—¿Sangre azul para refinar aún más el libro de la progenie de Marbrook? —Rafe sonrió—. Allí hay un grupo de purasangres, aunque reconozco que no debes esperar belleza al mismo tiempo.
Calder encogió un hombro, evidentemente demasiado aburrido para encoger los dos.
—Aquí no hay ninguna mujer que merezca la pena mirarla dos veces, en ningún sentido.
Rafe se volvió para mirar a su hermano. ¿Debía abordar en ese momento el tema de su inminente compromiso? No. Solo conseguiría otro sermón sobre su impulsividad. Con todo, no haría ningún daño haciendo una insinuación en ese sentido.
—Esta noche he visto a una joven encantadora. Me parece que conoces a la familia. Su padre es el señor Colin Millbury, un vicario. Su bisabuelo fue sir Hamish Pickering. Estoy seguro de que recuerdas historias sobre él. Un viejo escocés cascarrabias que se compró un título.
—Ah, sí. —Calder enarcó una ceja, con una desganada aprobación—. Por lo menos no es una de esas herederas navieras. Absolutamente engreídas.
—No, no es nada ambiciosa. Su tía es lady Tessa, casada con Cantor. Conocías bastante bien a Cantor, ¿no?
Calder lo miró con aire evaluador.
—Sí, es verdad. —Luego su interés se despertó—. Pickering, ¿eh? Había una fortuna bastante importante, si recuerdo bien, aunque no pareció durar. ¿Qué pasó con ella?
Calder era incapaz de comprobar la etiqueta con el precio.
—Imagino que la despilfarraron en tonterías, como la mayoría de fortunas.
Calder lo miró de nuevo.
—Hum… Bueno, supongo que tú debes de saberlo todo sobre ese tema.
Rafe soltó aire lentamente.
—Estás mejorando. Esta vez casi has tardado cuatro minutos en mencionarlo.
Los labios de Calder apenas se movieron.
—Me esfuerzo por complacer.
Rafe cruzó los brazos y miró hacia el suelo de mármol.
—Una vez más, no despilfarré mi parte. La invertí. Las inversiones tardan un tiempo en dar fruto. Los barcos tardan en llegar a puerto. Precisamente tú deberías saberlo.
Calder se encogió de hombros y miró hacia otro lado; había perdido interés.
—Esta noche no tengo ganas de discutir. He venido a buscar esposa.
Esposa.
Rafe miró hacia el otro lado del salón, donde estaba Phoebe con su familia. Ya no sonreía, pero su expresión, grave y reflexiva, le sentaba casi igual de bien. Puede que fuera voluble, pero no era boba. Sintió el tirón desde el otro lado, como si estuviera atada a él… y él a ella.
Tan solo el día antes, aquella idea habría hecho que saliera corriendo. Pero en aquel momento parecía aportarle una especie de paz.
Por vez primera, Calder pareció notar su distracción y dirigió la mirada hacia el otro lado del salón.
—¿Cuál es?
Rafe contuvo su sonrisa posesiva y señaló a Phoebe.
—Allí, junto a los músicos. Al lado de la rubia. —Dios, tenía un aspecto radiante incluso a esa distancia. ¿En qué estaba pensando para tener las mejillas tan sonrosadas?
En lo mismo que él, sin duda.
Calder miró atentamente al otro lado de la estancia.
—¿La… esto, la que tiene un aspecto maternal?
Rafe se esforzó por no poner los ojos en blanco. Calder podía ser tan necio a veces… ¿Por qué no decir, sencillamente, «la joven con unos pechos sensacionales»? Pero, bien mirado, Rafe no quería que su hermano prestara ninguna atención a la figura de su futura esposa.
—Sí, esa.
—La rubia es más bonita. —Calder frunció ligeramente los labios—. Pero parece buena persona, supongo. Alegre. Con unas relaciones decentes, además. El viejo Pickering era comerciante, pero, dos generaciones después, a nadie le importa lo más mínimo, siempre que la reputación de la familia sea buena.
Para Calder, un encomio así valía tanto como un aplauso. Rafe se relajó. No habría una guerra por su compromiso con Phoebe, siempre que se tomara su tiempo e hiciera las cosas como era debido.
Pero si Calder era capaz de ver el valor que había en ella, entonces también podrían verlo otros. Tal vez debería asegurársela antes.
«Antes» le sonaba muy bien. Cuanto antes tuviera a Phoebe para él, en su casa, entre sus brazos, en su cama…
Sí, sin ninguna duda, cuanto antes.