Capítulo 28
Cuando Rafe volvió a Brook House, demasiado tarde para tropezarse con nadie, salvo el lacayo que, bostezando, le cogió las riendas de su felizmente agotado caballo, agradeció el vacío oscuro y silencioso de los pasillos y las habitaciones. Su propio ayuda de cámara se había ido a la cama hacía rato, sabiendo que, a partir de una cierta hora, lo más probable era que Rafe no volviera a casa.
En su habitación, dejó caer en cualquier sitio la chaqueta y el chaleco, se soltó el nudo de la corbata y tiró la ropa encima del montón. Se sentó en el amplio sillón delante del fuego y se quitó las botas, lanzando el calzado de fina piel a un lado con el mismo cuidado que prestaría a unos andrajos. ¿Qué importaba? Las cosas bellas tan solo eran cosas, después de todo. No harían que su vida sin Phoebe fuera más fácil de soportar.
Se había quedado fuera hasta tarde para evitarla —¿cómo podía enfrentarse a ella después de aquella odiosa escena en el concierto?—, pero no había manera de escapar de su presencia. Estaba en cada maldita parte de la casa. Su perfume persistía en los pasillos, su nombre estaba en labios de todos, sus condenadas primas, con sus versiones más clara y más oscura de los mismos ojos azules…
Y aunque le dolía el cuerpo, el estómago gruñó protestando. Fue hacia las cocinas para saciar, por lo menos, uno de sus apetitos.
Con los pies desnudos caminando sobre los suelos helados, avanzó silenciosamente a través de la casa, en busca de algo para meter en el estómago que fuera más sustancioso que la frustración de alguien perdidamente enamorado.
Había crecido en esa casa; por lo menos la mitad de cada año, así que no necesitaba una vela. La oscuridad era una vieja amiga de Rafe. La mayoría de sus mejores momentos —o de los peores, dependiendo de la perspectiva moral— los había pasado en la oscuridad.
Las cocinas se hallaban en el sótano, como en la mayoría de casas de la ciudad. Estaba la gran antecocina; la sala de despedazar y trinchar, con sus alarmantes hileras de utensilios para cortar; la cocina propiamente dicha, donde estaban los fogones; la trascocina, con sus profundos fregaderos de piedra y la favorita de Rafe, la despensa.
Era una cámara larga y estrecha, forrada de estantes de mármol para las cosas que necesitaban enfriarse, y fríos suelos de piedra que hacían que le dolieran los pies descalzos. Como le apetecía algo sabroso, evitó con facilidad la sólida mesa de trabajo en el centro de la estancia y se inclinó para palpar a lo largo de los estantes más bajos en busca de algo como jamón o un asado.
Encontró empanadas de carne, probablemente hechas para los sirvientes de clase inferior, porque el exigente amo arrugaría la nariz ante una comida tan corriente… aunque Rafe todavía tenía que encontrarse con una empanada de carne que no le gustara. Pese a la llamada del rico relleno de patata y carne, siguió avanzando con cuidado, a tientas. Le apetecían más unos grandes y jugosos trozos de…
Muslo… Suave… redondeado… caliente… exuberante…
—Ay. —Fue una pequeña protesta, apenas más que un susurro.
—¡Ah! —Retiró la mano bruscamente, se enderezó… y se golpeó violentamente la cabeza contra el estante de piedra de encima—. ¡Ay! —Retrocedió tambaleándose con una mano en el cráneo.
—¡Oh!
Algo se movió en el estante, se oyó un crujir de tela y un golpe metálico y, luego, la luz hirió sus dilatadas pupilas.
—¡Por todos los demonios! —Se llevó la palma de la otra mano a los ojos—. ¡Por el trasero de la dulce Charlotte! ¿Es que trata de matarme?
—Yo no… yo… ¿quién es Charlotte?
—¿Phoebe?
Se destapó parcialmente los ojos y parpadeó. Seguían flotando imágenes borrosas delante de él, pero la vio, vestida con un camisón y un salto de cama medio abierto, intentando sacar una vela encendida de dentro de un tarro de harina.
Ella lo miró, bajo el tenue resplandor, frunciendo el ceño y tratando de desatar el nudo del cinturón del salto de cama para ajustarlo más.
—¡Cielo santo, milord! ¡Me ha dado un susto de muerte!
—¿Yo? ¡Me parece que acabo de envejecer diez años! Y pensaba darles un buen uso.
El humor de la joven cambió a la velocidad del rayo y, al sonreírle, se le marcaron hoyuelos en las mejillas.
—¿Cómo? ¿Haciendo buenas obras?
Él gruñó.
—Por supuesto. Hay innumerables obras benéficas en marcha para la mejora de unas señoras cautivadoras. Contribuyo regularmente.
Al recordar, el humor de Phoebe desapareció. Enarcó una ceja.
—Apuesto a que sí. Los hombres como usted sencillamente no saben cuándo tienen que dejar de dar.
Phoebe no iba a permitirle salir del atolladero tan fácilmente.
—¿Qué sabe usted de los hombres como yo?
—Sé lo suficiente. —Intentó parecer arrogante, pero con el pelo revuelto y aquel salto de cama rebelde lo único que conseguía era tener un aspecto adorable—. Los libertinos y los sinvergüenzas no son exclusivos de Londres, para que lo sepa.
Él sonrió, absurdamente feliz porque estaba con ella.
—Oh, claro, ¿crían su propia variedad allá en Bumparseshire?
Ella dejó el nudo por imposible y cruzó los brazos sobre el corpiño.
—Creo que son sobre todo importados, milord —dijo, en un tono amargo.
La sonrisa de Rafe se apagó.
—No bromea, ¿verdad? ¿Qué le pasó en Thornton? ¿Cuándo se tropezó con libertinos y sinvergüenzas?
Algo apareció fugazmente en el rostro de Phoebe y Rafe pensó que iba a hablar. Luego ese algo desapareció y ella se limitó a mirarlo sosegadamente.
—¿Ha venido a buscar algo para comer?
—Jamón. O asado. —«O Muslo.»
Pero del mismo modo que no hablaban de Lilah, también evitaban cuidadosamente hablar de cómo él la había encontrado arrodillada ante el estante, escondiéndose del intruso, con el camisón arrugado por encima de las rodillas.
Podía respetar una buena evasiva, pero le pareció que, de alguna manera, debía reprenderla por estar allí.
—No debería deambular sola por la casa. No la conoce bien.
Ella alzó la barbilla.
—Es mi casa… o lo será dentro de dos semanas. Creo que tengo derecho a asaltar la despensa, si me place.
Su casa… la futura esposa de su hermano.
—Sí, muchas gracias por recordármelo. Pronto habrá montones de pequeños y alegres mocosos igualitos a Calder, que nos mantendrán a todos despiertos por la noche.
Phoebe llevó una bandeja de lonjas de asado a la mesa que estaba en el centro de la habitación.
—¿Queso?
Con aire distraído, él bajó un redondo para ella, de un estante más alto.
—¿Ha oído lo que he dicho?
Ella tarareaba bajito, mientras sacaba medio pan del estante donde había estado escondida. Los productos horneados no se guardaban allí, así que lo había llevado con ella. Realmente se estaba haciendo con Brook House.
—Lo he oído —dijo—. Protesta contra mi capacidad reproductora. —Le dirigió una mirada contrariada de soslayo—. Algunos de esos mocosos podrían salir a Phoebe, ¿sabe?
Pequeñas Phoebes, con mejillas de querubín y el pelo alborotado, correteando por la casa, siempre metidas en líos, librándose del castigo con su encanto, sus hoyuelos y sus ojos azules de largas pestañas…
Por un momento, quedó completamente cautivado por la imagen que había surgido en su cabeza. Luego recordó que no sería él quien engendrara a aquellas preciosidades de ojos azules.
El tío Rafe. Bienvenido a las cenas de las fiestas familiares y poco más.
Ella siguió preparando tranquilamente la comida con movimientos competentes. Si la había afectado aquel momento en el concierto, no parecía estar disgustada.
«Quiero que estés disgustada. No, quiero que estés deshecha. Quiero que luches por mí, que lo tires todo por la borda para complacerme, que te cueste la estima de tu familia y una vida de duquesa, para que yo no sienta que mi hermano gana… ¿En qué clase de hombre me convierte eso? Te convierte en el tío Rafe, porque ella es lo bastante lista para enviarte a paseo, aunque le gustes.»
Que era precisamente lo que se merecía.
Si hubiera sabido lo que sus rebeldes diversiones le costarían un día, ¿habría actuado de forma diferente? ¿Se habría adaptado a los planes de Calder, habría estudiado más, sido más prudente, evitado las cartas, las mujeres y la bebida?
«¿Por qué no puedes ser más como tu hermano?»
¿Acaso había pasado un día de su juventud sin oír aquella odiada frase en labios de su padre, su tutor o, incluso, un clérigo local? Cada frase era como un ladrillo en el muro que se iba levantando entre los dos hermanos, el muro que dejaba a Rafe fuera…
¿Y encerraba a Calder dentro?
No. Rafe eliminó aquella ridícula idea. Calder lo tenía todo.
Miró a Phoebe, que ponía mucho cuidado en no mirarlo. Sí, se sentía atraída por él, pero nunca lo elegiría en lugar de Calder. Era demasiado inteligente para hacerlo.
—No quiero herirte, Rafe. —Habló en voz baja, pero él detectó el dolor que había en ella.
—Y yo no quiero que me hieran —repuso él, obligándose a sonreír—. Además, ¿ves? Podemos pasar tiempo juntos sin dificultad. Somos los únicos que estamos despiertos en toda la casa, solo nosotros dos, solos y aislados donde nadie sabe que…
Se detuvo, porque la enormidad de su soledad solo hacía que la noche pareciera más segura y más secreta. Y peligrosa.
Al otro lado de la mesa, Phoebe se estremeció visiblemente.
—Este suelo está helado.
—Pues quita los pies de ahí.
Rodeó la mesa con un rápido movimiento.
—¿Qué…?
Sujetando la fina cintura con las dos manos, la levantó y la sentó sobre la mesa antes de que ella pudiera protestar. Su exclamación le rozó la mejilla, mezclada con su perfume. Deseaba estrecharla con más fuerza, atraerla más y hacer que lo olvidara todo, excepto a él.
Retrocedió un paso y se inclinó para ocultar su expresión.
—La nave real de mi soberana está dispuesta a partir. Si su majestad se digna acomodarse adecuadamente…
Phoebe se echó a reír.
—Estás loco.
Él se enderezó.
—Acomodaos —ordenó—. El suelo está más frío que todos los demonios.
Ella volvió a reírse, burlona, pero subió los helados pies hasta colocarlos junto a ella y luego se inclinó, apoyándose en una mano.
—Ya está. Ya me he acomodado. ¿Me puedes pasar la bandeja? Desde aquí no llego.
Cogió la bandeja y la sostuvo fuera de su alcance.
—Las reales manos de su majestad no deben manipular bandejas.
—Una podría acostumbrarse a que la trataran así —murmuró ella, pensativa.
Probablemente, la hija de un vicario pobre había cargado con muchas bandejas en su vida.
—Entonces hacedlo, mi reina —dijo él pomposamente, con su mejor imitación de Fortescue.
Ella se rió una vez más y luego adoptó un aire aburrido, propio de una reina.
—Muy bien. Sírveme el pan.
Él partió un trocito y se lo metió en la boca, evitando hábilmente su mano tendida. Los ojos de Phoebe chispeaban mientras masticaba y tragaba.
—Así que la reina tampoco puede tocar la comida, ¿eh?
—Por supuesto que no. —Rafe arrancó un bocado de asado frío y se lo puso en la boca.
Ella cerró los ojos.
—¿Por qué será que la comida robada sabe mucho mejor?
—No abráis los ojos —dijo él. Le fue dando bocaditos de pan, asado y queso durante unos momentos. Ella emitía murmullos de apreciación mientras masticaba, recordándole la manera en que había disfrutado de los bombones en la calle. Dejó la bandeja y cogió la vela—. Enseguida vuelvo.
La despensa estaba al lado y había vuelto antes de que ella pudiera emitir más que una protesta simbólica porque la dejara sola en la oscuridad.
—Lo siento. No era mi intención meter el codo en la tarta.
Se le iluminó el rostro.
—¿Tarta?
—Mejor. Ahora cerrad los ojos de nuevo.
La manera confiada en que cerró los ojos, ladeó la cabeza y abrió los labios…
Realmente, un hombre decente no debería pensar esas cosas de la futura esposa de su hermano. Claro que él nunca había afirmado ser decente.
Lo que le había llevado era una rica salsa de chocolate que, probablemente, estaba destinada a los postres del día siguiente por la noche. Le fue dando aquella oscura exquisitez a cucharadas, dejando que le goteara en la lengua. Ella la saboreó lentamente y se estremeció.
—Celestial —murmuró con voz ronca.
Su gutural apreciación provocó en Rafe latidos en la entrepierna. La manera en que pasaba la lengua por encima de los labios para recoger la pizca más diminuta hizo que la sangre le abandonara el cerebro y se dirigiera a esas partes menos decentes.
Puso otra cucharada en aquella boca, que era como un capullo de rosa, mientras lo único que podía oír era el palpitar de su deseo. Le temblaba la mano y le derramó una gotita de chocolate en la barbilla.
Antes de poder contenerse, bajó la cabeza y la lamió.
Ella soltó una exclamación ahogada y se puso rígida, pero siguió con los ojos cerrados y no hizo nada para apartarlo. Su comedia, pensada para distraerlos del ardor cosquilleante que había entre ellos, había perdido la partida.
Phoebe esperó, incapaz de respirar, incapaz de pensar debido al anhelo que había en su corazón y en su sangre desbocada. El vientre le temblaba de necesidad.
«Bésame. No. No está bien. No puede estar mal, esto no. Bésame.»
—Tú me regalaste los bombones, ¿verdad? —susurró—. ¿Cómo lo sabías?
Él tragó saliva.
—Te seguí —respondió, también susurrando, con los labios muy cerca de los suyos—. Te… te observaba.
Ella no abrió los ojos.
—Te sentí allí —dijo con un suspiro.
—Abre los ojos, Phoebe. Abre los ojos y mírame.
Ella levantó los párpados y sus ojos eran como fuegos gemelos, ardiendo de anhelo por él, haciendo que se le secara la boca, enviando cualquier deseo virtuoso directamente al infierno con el rastro de humo desvaneciéndose.
—¿Phoebe?
Se inclinó hacia él en el mismo momento en que él avanzó hacia ella. Él le pasó los dedos por aquella espesa cascada de pelo y atrajo su boca hacia la suya. Ella le rodeó el cuello con los brazos, poniéndose de rodillas para apretarse ansiosamente contra él.
Él la necesitaba más cerca. El cinturón del salto de cama causó un breve problema, que Rafe solucionó cogiendo el cuchillo con el que ella había cortado el pan. Con un rápido movimiento, partió de un tajo el irritante nudo y, entonces, el salto de cama se deslizó hasta el suelo, entre los dos.
El camisón tan solo era cuestión de un momento. También caería y ella estaría desnuda en sus manos, expuesta a todos sus perversos deseos. Ah, las cosas que quería hacerle a esa dulce campesina de sangre ardiente…
La palmatoria se volcó, rodó por la mesa y cayó al suelo de piedra con un fuerte ruido metálico que resonó por la estrecha despensa.
Se apartaron el uno del otro al instante, en medio de la súbita oscuridad. Rafe retrocedió, tambaleándose hasta dar con la espalda contra los estantes. Oyó una exclamación llorosa, un rumor de tela y un seco golpe cuando la puerta se cerró con fuerza detrás del ruido de unos pies que se alejaban corriendo.
—¿Phoebe?
Se había ido.
Levantó las manos para taparse la cara. La olía en su piel.
—Oh, Dios. —El silencio y la oscuridad se le vinieron encima, haciéndolo caer de rodillas.
Maldición o plegaria, Dios no respondió.