Capítulo 42
Amaneció en el pequeño y sucio patio de la posada. Rafe lo miraba desde la ventana de su habitación, sin ver realmente el sol, envuelto en nubes, que asomaba por encima del tejado del establo, ni la manera en que el patio, bordeado de niebla, empezaba a llenarse de actividad.
Se inclinó, con una mano apoyada muy arriba del marco de la ventana, vestido solo con los pantalones y una toalla alrededor del cuello. Phoebe dormía en la cama, detrás de él, exhausta y agotada por la pasión de la noche antes y, quizá también, por la tensión de la semana anterior.
Se había levantado, insomne, de la cama hacía horas, porque no podía detener los pensamientos que se arremolinaban en su cabeza. La culpa, para empezar. Arrepentimiento. Alegría. Una de las heridas de su corazón se había cerrado, pero otra se había abierto. El futuro… apenas podía dejar que su mente pensara en él.
Sin embargo, con la fiebre de su pasión calmada —un poco, pensó con una medio sonrisa contrita— era hora de enfrentarse a la dura realidad que sus actos habían causado.
Se apartó de la ventana; el alegre panorama de abajo se había hecho insoportable. Fue hasta el rústico lavamanos y dejó caer la toalla junto a la jarra y la palangana.
Pensaba que se acabaría cuando la consiguiera a ella, pero se había equivocado.
Solo acababa de empezar.
Cerró los ojos para detener el odio hacia sí mismo que crecía dentro de él. Había cruzado una línea que nunca, ni siquiera en sus momentos más bajos, creyó que cruzaría. En algún lugar dentro de él se había aferrado a la esperanza de que era, o por lo menos sería algún día, un hombre honorable.
Se miró en el pequeño espejo, manchado por la edad, ciego a los ojos ojerosos y a los moretones que distorsionaban sus rasgos. No vio más que a un hombre que traicionaba a su propio hermano.
Empezó a vestirse distraído, se puso la camisa que olía un poco al jabón de Phoebe y buscó sus botas, tiradas en un rincón. Tuvo buen cuidado de no mirar a la mujer —su mujer— que yacía en la cama, porque temía que si ella conocía sus auténticos sentimientos de pérdida y desesperación se culparía…
La única esperanza que le quedaba para recuperar un poco de su honor era confesárselo todo a su hermano, cara a cara. No quería hacerlo. Preferiría llevarse a Phoebe en mitad de la noche, ocultarse muy lejos y vivir sus días sin reconocer lo que había hecho a la única persona a la que le había importado algo si él estaba vivo o muerto.
Ciertamente, esperaba que Calder le propinara una buena paliza porque, realmente, debía exigirle que pagara por lo que había hecho.
El segundo pecado más viejo del mundo. Hermano contra hermano; la pelea más malvada, en la que nadie ganaba. Era probable que Calder no lo perdonara jamás.
—No —dijo en voz alta—, pero eso ya lo sabíamos, ¿o no?
—¿Con quién hablas? —La voz adormilada de Phoebe le llegó desde la cama. Se volvió.
Estaba observando cómo se peleaba con la corbata. Sus ojos muy abiertos y oscuros, con ojeras que delataban las pocas horas que había dormido, y el sonrojo de sus mejillas que delataba las razones de no haberlo hecho.
Nunca había estado más hermosa que en aquel momento, somnolienta, despeinada y enredada entre las sábanas, con sus miembros suavemente redondeados exhibidos con una inocente y torpe sensualidad, como si fuera un potrillo recién nacido. El corazón se le disparó peligrosamente al verla.
Le sonrió a través del espejo, mientras conseguía someter a su corbata.
—Voy a tener que aprender a hacer esto yo mismo —le dijo, con un toque burlón en su voz—. No creo que Calder continúe pasándome mi asignación después de que lo vea hoy.
La preocupación apareció en el rostro de Phoebe.
—¿Crees que está muy dolido?
—¿Por perderte? —«Eso me mataría.» Rafe bajó la vista para ocultar el relámpago de culpa en sus propios ojos—. No creería que fuera nada peor que el orgullo herido. —Se volvió hacia ella, con las manos muy abiertas—. Ya está. ¿Qué tal lo he hecho?
Ella sonrió débilmente.
—Me parece que será mejor que te la arregle.
Se puso de rodillas, manteniendo la sábana recatadamente en su sitio. Por suerte, necesitaba las dos manos para ocuparse de la corbata, así que él consiguió tenerla desnuda y jadeante para cuando acabó con el nudo. Al final, le apoyó las manos en el chaleco y lo apartó.
El frío que le causó perder su calidez hizo que un mal presagio lo recorriera de arriba abajo. Le cogió la mano y la atrajo de nuevo hacia él.
—No salgamos nunca de esta habitación —suplicó—. Al infierno con el mundo. Nos traerán bandejas de comida a la puerta y nunca abandonaremos la cama.
Ella ladeó la cabeza para mirarlo comprensivamente.
—No podemos ocultar lo que hemos hecho, mi amor. Iría contigo, pero eso solo empeoraría las cosas. —Le dio un último beso y le soltó suavemente la mano.
—Si vas a marcharte, será mejor que lo hagas antes de que esa corbata acabe enrollada en la lámpara otra vez.
Se reía de nuevo, que era como él quería dejarla. Casi había logrado salir por la puerta cuando ella lo detuvo una vez más.
—Rafe…
Se volvió. Se había tapado una vez más, pero tenía una mirada desnuda y vulnerable.
—¿Regresarás pronto?
Volvió en dos zancadas a la cama donde ella permanecía erguida, muy apropiadamente, sobre las rodillas, extrañamente digna en su estado despeinado y muchas veces violado. Le cogió la cara entre las manos y la besó larga e intensamente. Ella se fundió en él, como siempre hacía, de una forma tan condenadamente incondicional.
«Te quiero. Me casaré contigo y viviré en un gozoso exilio para siempre.»
No. Cuando volviera, con su honor tan limpio como fuera posible, le llevaría su anillo y se lo entregaría como es debido, como ella se merecía.
Se obligó a soltarse.
—Si voy a marcharme, tiene que ser ahora.
Ella consiguió algo parecido a una sonrisa.
—Claro. Pobre Calder. Sobreviviré hasta que regreses esta tarde.
Phoebe se quedó donde estaba, mirando cómo Rafe dejaba la habitación. Luego trató de recuperar su calor, metiéndose de nuevo en la cama. La habitación tenía un aspecto extraordinariamente desolador a la luz del día… recordándole la última vez que había pasado la noche en una posada.
«Te ha abandonado.»
Sonrió levemente, burlándose de sí misma. Qué idea tan ridícula.
Ya totalmente despierta, bajó de la cama. Se envolvió con el cobertor para protegerse del frío. Fuera, el día era gris y neblinoso, pero pronto se calentaría.
Rafe se marchaba a caballo.
Apretó la nariz contra el cristal desdibujado. ¿Era Rafe? Podía ser cualquier hombre… cualquier hombre alto, de pelo oscuro, vestido con un chaquetón azul y montado en un caballo alquilado, negro, con patas blancas….
«Te ha abandonado, igual que hizo Terrence.»
Se irguió y se apartó de la ventana y de la vista de la carretera que llevaba varios minutos vacía. Rafe volvería. Un hombre como Rafe nunca abandonaría a una dama en una posada.
«No eres una dama. Una dama no se acostaría con el hermano de su prometido.»
Calder ya no era su prometido. Había roto el compromiso antes de permitir que Rafe…
«¿Permitir? Más bien has saqueado a aquel hombre contra su voluntad. ¿Estás segura de que eres una dama?»
Phoebe dio un fustazo a aquella voz, la humilló y la expulsó de la ciudad. Rafe volvería. La amaba. Había luchado por ella. Era suyo y ella era suya.
Esperó, pero reinaba un bendito silencio.
Dejando caer el cobertor de sus hombros, fue hasta donde alguien —Rafe— le había dejado en un montón bien doblado, unas ropas menos embarradas, y se vistió. Se arregló el pelo lo mejor que pudo, sujetándose la parte de delante con las pocas horquillas que consiguió encontrar en la alfombra y dejando que la parte de atrás le cayera casi hasta la cintura.
Su vestido estaba arrugado y sucio, con la manga desgarrada, pero Phoebe se limitó a sentarse, majestuosamente, en la única silla, para esperar el regreso de Rafe.
Porque volvería. De eso no tenía ninguna duda.
Mientras Calder recorría su segunda fábrica de porcelana preferida, después de poner el primer ladrillo en el horno de sustitución que había ordenado construir, fue detenido por un joven de aspecto conocido, vestido con los colores de Brookhaven.
—¡Milord!
—Hola… esto…
—Stevens, milord.
—Sí, Stevens, ¿qué hay? ¿Va todo bien en Brook House?
El joven parecía nervioso. Hurgó en la chaqueta y sacó un papel doblado.
—Ella dijo que tenía que traérselo directamente y lo he hecho, milord. He cabalgado toda la noche.
—¿Ella?
Stevens tragó saliva.
—La señorita Millbury, milord.
Calder gruñó. Tenía cosas más importantes de que ocuparse.
—¿Está aquí?
—No, milord. Está…
Algo en la voz del lacayo hizo que Calder le dirigiera una mirada penetrante.
—¿Dónde está? —dijo, con voz baja y dura.
Stevens palideció.
—En la posada Blue Goose, en la carretera de Bath, milord.
Dio un paso atrás mientras Calder desdoblaba la hoja y empezaba a leer.
Querido lord Brookhaven:
Debería habérselo dicho de inmediato, antes de empezar a preparar en serio estos esponsales, pero cometí una terrible equivocación…
Calder leyó la carta atentamente. Luego la arrugó, apretándola en el puño, hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
Había vuelto a suceder otra vez.
—¡Stevens! —Miró alrededor, pero el lacayo había desaparecido.
Al parecer, huir de él se estaba volviendo algo contagioso.