Capítulo 29

Ella se movía, ondulante, debajo de él, con unos movimientos ávidos e inocentemente eróticos. Su dulce y ardiente Phoebe; finalmente iba a ser suya de verdad, suya eternamente.

—Eternamente, mi señor. Te querré eternamente —jadeaba, mientras su cuerpo se estremecía bajo el suyo—. Milord, despierte, milord.

Maldición.

Rafe abrió los ojos y vio a Sparrow, su ayuda de cámara, de pie junto a la cama, mirándolo con aire de disculpa.

—Me pidió que lo despertara temprano esta mañana, milord.

—Vete —ordenó Rafe cerrando con fuerza los ojos, pero Phoebe se había ido.

—Milord, tenía planes para esta mañana. ¿No se acuerda?

Sus planes eran salir de la casa tan temprano como fuera posible para evitar ver a Phoebe, a Calder o a cualquiera del condenado grupo de la boda. Después de lo sucedido la noche anterior, ese plan era más importante que nunca.

Ya no faltaba mucho.

Solo doce insoportables días.

Sin embargo, no supo cómo, pero después del desayuno se encontró entre el grupo de nuevo.

Phoebe volvía a vestir de azul, esta vez un azul pálido, casi grisáceo que entristeció a Rafe. Debería vestir los colores más brillantes del cielo, y joyas, porque solo ellos merecían e inspiraban el color de sus mejillas y de sus ojos.

Fortescue parecía agobiado cuando entró en la sala, con la bandeja del té. Luego se marchó, abstraído, sin servirlo. Rafe miró hacia Calder.

—¿Sucede algo?

Calder no apartó la vista de su absorta lectura del periódico.

—La cocinera está de mal humor. Alguien invadió la despensa anoche y lo dejó todo hecho un desastre.

Tessa hizo unos ruiditos de comprensión, pero Rafe tuvo que hacer un gran esfuerzo para no mirar a Phoebe. Miró hacia otro lado y vio que Tessa tenía sus ojos clavados en él y que luego desviaba la mirada hacia Phoebe, que permanecía pensativa.

Tessa sonrió levemente y se llevó una mano a la frente.

—Lord Marbrook, ¿me haría el enorme favor de acompañar a Phoebe y a Sophie a Lementeur hoy para sus pruebas? Empiezo a tener dolor de cabeza.

Lady Tessa no parecía sentirse mal. De hecho, los ojos le brillaban y tenía buen color, pero no podía acusarla de inventarse un dolor de cabeza para librarse de ir de compras.

Esta vez fue Phoebe quien puso reparos.

—No se preocupe, Tessa. Nos las arreglaremos muy bien con Nan y un lacayo, si lord Brookhaven puede prescindir de él.

Calder levantó los ojos.

—¿Qué? Oh, sí. Claro. Las acompañaría yo mismo, pero tengo una montaña de informes que revisar hoy. Lo siento mucho. Mis más sentidas disculpas.

Calder no parecía lamentarlo mucho. Rafe sabía que lo que más le gustaba a su hermano era sumergirse en sus papeles todo el día. Parecían encerrar una fascinación sin fin para él.

Tessa sonrió, pero sus ojos miraron furiosos en dirección a Phoebe.

—Pero necesitaré a Nan todo el día, porque no podré levantarme de la cama. Además, ¿cómo dejar que dos jóvenes salgan solas, sin nadie más que un lacayo? —protestó mirando a Rafe y enarcando una ceja.

Ah, era su turno. Rafe se tragó un suspiro de resignación e inclinó la cabeza.

—Estaré encantado de acompañar a la señorita Millbury y a la señorita Blake. Pediré el carruaje de inmediato.

Se levantó y salió, aunque podría haber dado las órdenes desde donde estaba. Pasar otra tarde con Phoebe era lo último que deseaba.

«Claro, eso explica por qué te has resistido tanto. Te resulta demasiado duro verla.»

Phoebe miró cómo Rafe salía. «¡No le mires el trasero!» Oh, cielos. Demasiado tarde. Tan pronto como él salió, se instaló de nuevo un incómodo silencio.

Brookhaven permanecía sentado con la mirada fija en la ventana y los dedos repiqueteando impacientes. Tessa empezó a escenificar su creciente dolor de cabeza. Sophie tenía la nariz metida en un libro y Deirdre miraba cómo se movían los dedos de Brookhouse, como si estuviera a punto de coger un mazo y darles con él. El tictac del reloj de similor, sobre la repisa de la chimenea, llenó la habitación durante varios y eternos minutos.

Phoebe se levantó bruscamente, incapaz de soportarlo.

—Bien, supongo que será mejor que me prepare para esa prueba. ¿Vamos, Sophie?

Esta apartó la mirada de su libro, parpadeando detrás de los anteojos.

—¿Prueba?

Phoebe suspiró.

—En Lementeur, ¿recuerdas? Lord Marbrook ha ido a ordenar que preparen el carruaje.

Sophie la miró un momento, con una mirada penetrante. Luego el intenso brillo desapareció y no quedó más que un vago desinterés.

—Lo siento, Phoebe, pero no iré. Tengo dolor de cabeza.

Phoebe la miró, entrecerrando los ojos. «Traidora.»

Se volvió hacia Deirdre, que levantó las manos.

—Estoy esperando visitas en cualquier momento. Les prometí estar hoy en casa. No le pedirías a una dama que rompiera su promesa, ¿verdad?

Conspiración.

Phoebe esperó que Brookhaven se ofreciera a acompañarla, en lugar de enviarla con su hermano, lo cual no era exactamente escandaloso, pero tampoco podía decirse que fuera normal.

Brookhaven miró la hora y se puso en pie.

—Que lo pase bien, querida. Me encantará que me lo cuente todo a la hora de cenar —dijo; luego se volvió y se marchó, con una inclinación distraída hacia Tessa y las primas.

Atrapada. Tenía que ir a Lementeur si quería que su traje de novia estuviera listo a tiempo. No había remedio. Era sumamente irritante.

«¿Irritante? ¿Por eso tu corazón late más rápido y te estás ruborizando?»

Se llevó la mano a la cara y se volvió para salir. Maldito rubor traicionero. Corrió escalera arriba para coger un chal, en lugar de enviar a un criado, solo para dar legitimidad al vivo color de sus mejillas. ¡Por nada del mundo quería que él pensara que la excitaba estar a solas con él!

El carruaje estaba dispuesto cuando bajó, y Marbrook la esperaba en el vestíbulo. Si no supiera el peligro que representaba pensar en aquello, podría imaginar que eran una pareja casada, preparándose para un delicioso paseo en coche, en un encantador día de primavera.

Y luego, de vuelta a casa, para una cena íntima en el saloncito de sus aposentos, donde, medio vestidos —ella con un salto de cama que se le pegaba al cuerpo y él con una camisa abierta, con su musculoso pecho brillando a la luz dorada de las velas— se darían pedacitos de comida con los dedos y los lamerían hasta dejarlos limpios…

—No debería correr así —dijo Rafe, mirando hacia otro lado, mientras la ayudaba a ponerse la chaquetilla—. Tiene las mejillas muy sonrojadas.

—Ah… hum.

«No pienses. No imagines. No respires su…»

Los dedos de él se enredaron con los suyos cuando ella quiso abrocharse la chaquetilla. Él apartó bruscamente las manos… y, accidentalmente, rozó con las palmas sus pezones, que la fantasía había excitado. Su ahogada exclamación era parte sobresalto y parte exquisito placer por el contacto con aquellas palmas, duras y ardientes, sobre su carne cosquilleante y ansiosa.

—Mis… dis… disculpas. Yo… ¡Oh, demonios!

Rafe dio media vuelta, uniendo las palmas de las manos para erradicar el recuerdo de aquellas puntas rígidas y erguidas… o, quizá, para conservarlo. Su exclamación o suspiro resonaba en su cabeza. ¿Placer? ¿Horror?

¿O al igual que él, una mezcla de ambos?

Phoebe dio un paso atrás y se abotonó la chaquetilla aparentando una gran concentración. Luego carraspeó y levantó la barbilla.

—Sí, bien… ¿vamos?

Rafe echó una mirada a su pecho, donde ni siquiera la lana de la chaquetilla podía ocultar las pruebas de su… esto, estimulación. Luego miró hacia la escalera.

—¿La señorita Blake?

«Por favor, apresúrese, señorita Blake. ¡Baje enseguida y rescáteme!»

—Sophie no nos acompaña, milord. —Parecía absolutamente fascinada por el botón superior del guante mientras se los ponía y cogía el sombrero de la mesita.

«Estupendo. Perfecto. Maldición.»

Tal vez también él podía alegar dolor de cabeza. No había ninguna duda de que su dolor era legítimo, aunque se centrara un poco más abajo.

Fue peor en el carruaje. Una vez que acabaron de sentarse y el carruaje se puso en movimiento, Rafe fue terriblemente consciente de su soledad. Cierto, mientras se dirigían a Bond Street, Londres rebosaba de gente a su alrededor; sin embargo aquella ruidosa multitud parecía solamente el borboteo de un arroyo en un bosque silencioso. La tensión que había entre los dos acallaba el mundo entero, dejándolos solos.

Rafe trató de romperla.

—¿Le gusta su alojamiento en Brook House, señorita Millbury?

Ella lo miró, con expresión agradecida.

—Oh, sí. Mi habitación es absolutamente confortable. Muy grande; la cama es incluso lo bastante grande para dos… —Se quedó paralizada y su rubor se acentuó todavía más.

Sí, aunque no fuese tan elegante como la habitación de la marquesa, la cama era muy grande y con unos lujosos cortinajes. A Rafe siempre le había recordado el tocador de un harén… por lo menos, lo que él imaginaba que debía de ser un harén.

«Phoebe, vestida solo con los breves tules de la esposa de un sultán. Phoebe, con sus luminosos ojos, brillando por encima de un velo seductor que la ocultaba. Phoebe, tumbada licenciosamente en aquella cama enorme y lujuriosa, desnuda, sonrosada y húmeda para él…»

Rafe cruzó las piernas, con un gesto indiferente, colocó el sombrero sobre las rodillas y miró, sin ver, la ciudad al otro lado de la ventana. Iría al infierno y pronto. Muerte por erección eterna.

Phoebe se mordió el labio. ¡Cómo se le había ocurrido hablar de la cama, por Dios!

Por fortuna, Marbrook no parecía haberse dado cuenta de nada. Parecía tranquilo mientras miraba por la ventana… hasta que vio cómo le latía el pulso de la mandíbula y de qué forma cambiaba constantemente de postura en el asiento, como si algo lo incomodara.

Ella también estaba empezando a sentir los efectos de las sacudidas del carruaje. La vibración rítmica de las ruedas sobre los guijarros estaba causando daños importantes a su compostura, añadiéndose a sus propios pensamientos lujuriosos: unos pensamientos escandalosos. Malos pensamientos. Estaba muy avergonzada de sí misma.

Se preguntó cuántas veces se las arreglaría, ese día, para que Marbrook la ayudara a ponerse la chaquetilla…

«Estoy prometida en matrimonio. Soy una mujer respetable, moral y virtuosa. Estoy prometida en matrimonio…»

No servía de nada. No con Marbrook tan cerca y oliendo el jabón con que se afeitaba. No con él sentado frente a ella, donde le ofrecía una vista excelente de su atractivo rostro, su ancho pecho y sus manos, grandes y bien formadas…

La había besado la noche antes. El deseo que sentía por ella le había quitado el aliento.

El carruaje se detuvo. Marbrook se animó.

—Ah, sí. Ya hemos llegado.

Estuvo fuera del carruaje en un tiempo récord, evidentemente ansioso por alejarse de ella.

Sin embargo, la ayudó a bajar con mucha cortesía y le ofreció el brazo para acompañarla al interior de Lementeur’s, en cuya puerta esperaba Cabot.

Una vez dentro, este acompañó a Marbrook a un cómodo y masculino sillón y le ofreció una selección de puros y botellas de licor.

—Whisky —masculló Marbrook y, de inmediato, le fue servido un vaso del ambarino licor.

Cabot no dio ni la más ligera muestra de que quizá fuera un poco temprano para el whisky… y, a decir verdad, la propia Phoebe no se habría negado a un traguito para calmar los nervios, pero no se lo ofrecieron.

En cambio, la instaron a pasar «entre bastidores», detrás de la tarima. Dos bonitas doncellas la esperaban con una gran selección de trajes; le resultaba imposible creer que fueran todos para ella.

Lo eran.

—El señor Lementeur dijo que había que hacerlos todos nuevos —dijo una de las jóvenes—. Una vez que lleve un Lementeur, no querrá volver a ponerse ninguno de sus viejos trajes; nunca más.

Phoebe miraba asombrada, mientras se hacía visible la riqueza real de Brookhaven. Ella había creído que el vestido azul que ya le había regalado era muy elegante, y lo era, pero entonces le pareció un simple traje para una cena íntima, no la espléndida prenda que ella había supuesto.

La primera prenda dentro de la cual la embutieron —la vistieron literalmente como si fuera una muñeca— era un bello traje de seda verde azul con un corpiño estructurado para que sus pechos se elevaran y flotaran como boyas en el mar. No obstante, el talle le apretaba en exceso.

Una de las doncellas alzó la voz.

—¡Corsé! —exclamó, exactamente como si fuera un oficial del ejército dando una orden. Apareció un corsé de seda a juego y Phoebe se encontró metida y atada dentro, antes de que pudiera comentar nada sobre la posibilidad de un corsé a juego con cada vestido.

Era muy cómodo para ser un corsé, pero por algún milagro de ingeniería, también le confería una gracia esbelta que nunca había poseído, ni siquiera de niña. Su cintura era diminuta y sus caderas —que tanto parecieron preocupar a Lementeur dos días antes— eran redondeadas sin ser anchas. El vestido se deslizó sobre su cuerpo y se cerró sin protestar.

—¡Espejo!

Phoebe fue arrastrada una vez más hacia el otro lado de las cortinas, sobre la plataforma, rodeada de espejos por tres lados.

Se vio en uno de ellos y se quedó paralizada, con los labios entreabiertos. Parecía… parecía Deirdre o Tessa, solo que seguía siendo ella misma. Tenía un aspecto elegante con un estilo exquisito: parecía una dama rica y refinada de los pies a la cabeza.

Luego vio, reflejada en el espejo que tenía enfrente, la expresión desprevenida de Marbrook… su estupefacta, asombrada y ávida mirada azul que le recorría el cuerpo de arriba abajo.

Phoebe no pudo resistirse. Se inclinó para tocar el borde del vestido, haciendo que el escote bajara en el espejo. Vio cómo a él se le encendía la cara y se le tensaba la mandíbula.

De nuevo, las piernas cruzadas y el sombrero. Aja. Phoebe logró no sonreír. Sintió una satisfacción felina mientras se erguía, abandonando toda provocación.

—Es una diosa —exhaló él.

Ella levantó la vista, sobresaltada.

—¿Cómo?

—Nada —respondió él, apartando la mirada.

Ella entrecerró los ojos.

—Ha dicho que soy una diosa. Lo he oído muy claramente. ¿La diosa de qué?

El recurrió al juego como último recurso. Sonrió con picardía.

—La diosa de los vestidos verdes. Todos los vestidos verdes deben inclinarse ante el suyo, porque es el más bello de toda la tierra, cosido por duendes a la luz de la luna.

Phoebe enarcó una ceja.

—Yo habría creído que un vestido de luz de luna sería azul… o blanco.

Él se echó a reír, aliviado de que ella estuviera dispuesta a seguirle el juego.

—Entonces su vestido ha sido cosido por sirenas, princesas de las profundidades más profundas.

Ella se volvió hacia los espejos, examinando su reflejo atentamente.

—Una diosa sirena. —Le lanzó una mirada picara por encima del hombro desnudo. El travieso brillo de sus ojos provocó un temblor doloroso en su entrepierna. Era deliciosa.

—Diría que una diosa sirena tendría un favorito propio —dijo con altivez—. Las diosas dan mucho valor a unos favoritos leales, como debería saber.

Él agachó la cabeza para ocultar el deseo que sabía que relampagueaba en sus ojos. ¡Compostura, Rafe!

—Entonces vuestro favorito está aquí, divina esencia de alga marina.

Ella soltó una risita, y luego se obligó a lanzarle una severa mirada.

—Comportaos, caballero, o me veré obligada a hacer que mis legiones de peces espada os atraviesen de lado a lado.

—Entonces, decidme, oh grandeza, salpicada de lapas, ¿cómo podré evitar una muerte tan perforada?

Ella se volvió, con gran agitación de seda, y empezó a contar con los dedos.

—Primero, todos los favoritos deben saber arrodillarse. Segundo, un buen favorito nunca debe negarle nada a su diosa. La única respuesta permisible es «sí», «como deseéis» y «si mi diosa me lo permite».

Para Phoebe, el juego era simplemente un divertido intento de atenuar la tensión que había creado con su desvergonzada exhibición.

Entonces Marbrook apoyó una rodilla en el suelo, delante de ella, con una mirada muy peculiar en su atractivo rostro.

—Sí —dijo con voz ronca—. Como deseéis. —Tenía los ojos muy oscuros, con una expresión que hizo que ella se estremeciese por dentro. Sus párpados bajaron, sensualmente—. Si mi diosa me lo permite…

Phoebe exhaló un largo y desvalido suspiro cuando él alargó la mano hacia el borde del vestido. Tener a ese hombre —poderoso, de hombros anchos— a sus pies, llamándola su diosa con aquel negro deseo en su mirada… Bueno, aquello hacía que a una chica se le doblaran las rodillas; sí, eso hacía.

Hizo una profunda reverencia para ocultar lo mucho que le temblaban las piernas.

—Es usted amable en exceso, caballero. —Al levantarse, dio un paso adelante en el momento en que él tendía la mano.

El borde del vestido le pasó por encima y sus dedos se deslizaron por la parte interior del tobillo. Los dos se quedaron paralizados.

Ella lo miró, preparada para restarle importancia con una risa, pero la mirada de él estaba fija en la mano que no podía ver. Phoebe sintió la más suave de las caricias en aquel punto tan sensible por debajo del hueso del tobillo.

Así que permaneció inmóvil cuando debería haberse apartado, tanto si le temblaban las rodillas como si no. Esperó, paralizada, mientras la mano de él seguía avanzando por debajo de la seda de color azul pavo real.

Sus dedos eran cálidos y ligeros como una pluma. Apenas los notaba a través de la seda de la media.

Apenas podía sentir nada más. No había sonidos ni luces ni mundo. Tan solo la caricia de su cálida mano deslizándose lentamente —¡tan lentamente que dolía!— hacia arriba, desde el tobillo… por encima de la pantorrilla… y la suave doblez detrás de la rodilla…

No había nada más que el crujir de la seda mientras su mano subía entre sus rodillas y las dejaba atrás. Entonces notó calor entre los muslos, sin necesidad de contacto alguno en esa parte; solo un ardor que hizo que su vientre se estremeciese.

Debía moverse, debía apartarse, debía escapar de su alcance con una exclamación de escándalo y rechazo.

Lo extraño era que, en aquel momento, ni siquiera podía recordar qué significaban aquellas palabras. Lo único que podía pensar era que, dentro de un momento, su ardor estaría sobre ella… quizá incluso dentro de ella…

La mirada de él se alzó para encontrarse con la de ella. El ardor que ella sentía en su interior no era nada comparado con el deseo devorador en los ojos de él.

—Si mi diosa me lo permite… —Tenía la voz oscura y ronca de necesidad.

Phoebe vaciló hacia delante, cerrando los ojos contra la oleada de ardiente deseo que la inundaba. «Tócame…»

Abrió los ojos de golpe cuando alguien descorrió la cortina que tenía detrás con un tintineo de anillas metálicas contra la barra. Dio un salto sorprendida y se volvió tan bruscamente que se tambaleó. Lementeur dio un paso adelante y tendió la mano para ayudarla a recuperar el equilibrio.

—Querida, tiene un aspecto sencillamente delicioso. —Lementeur la observó con aprobación—. ¿No le parece, milord?

Un sonido ahogado procedente de Marbrook hizo que Phoebe volviera la cabeza, pero él estaba de nuevo, a salvo, en su sillón a tres metros de distancia, como si nunca lo hubiera abandonado.

Una vez más, el sombrero descansaba sobre sus rodillas.

Lementeur se llevó a Phoebe, dejando a Rafe solo con sus ardientes pensamientos y su entrepierna palpitando dolorida.

Días. No años, ni meses. Quedaban tan solo unos días hasta la boda y entonces podría dejar atrás esa locura. Tal vez buscara una esposa bonita en las Américas y fabricara algunos rollizos bebés con ella. Lo único que tenía que hacer era sobrevivir a las próximas dos semanas y no poner las manos encima a aquella mujer.

Perdido en sus pensamientos, no levantó los ojos cuando descorrieron la cortina una vez más.

—Ejem —carraspeó una voz.

Rafe miró hacia arriba… y no pudo dejar de mirar.

Ya no era solo una mujer joven. Era una novia.

Un suntuoso satén de color hueso estaba plegado y sujeto al corpiño de un precioso traje, las líneas salían como flechas desde el centro traslapado hasta una mínima manga anudada que descansaba en cada hombro como una diminuta paloma de marfil. La falda caía en largos y elegantes pliegues, que le recordaron una columna griega. Su piel brillaba contra aquel color pálido perfecto, mientras el pelo hacía palidecer el tenue matiz dorado.

«Trae mala suerte que el novio vea a la novia antes de la boda.»

¿De dónde había sacado aquella idea? Rafe tragó saliva. ¿Podría ser que siguiera acariciando alguna fantasía sobre que Phoebe fuera a cambiar de opinión? ¿Hasta qué punto podía un hombre estar loco y ser un iluso? ¡Ella estaba delante de él con su vestido de novia, por favor!

La miró a los ojos. Ella estaba esperando oír su opinión. Era evidente que le importaba mucho saber qué pensaba. Lo cual era un error. Debería estar ansiosa por conocer lo que opinaba Calder, no él.

Maldición. Había provocado aquello por su falta de autocontrol. Había confundido las ideas de Phoebe, debilitado su determinación de dar aquel paso ventajoso.

Se puso en pie.

—Está asombrosamente bella.

Ella parpadeó.

—¿De verdad?

—No hay mujer más encantadora en toda Inglaterra —dijo, con voz grave. Que lo oyera una vez, porque Dios sabía que Calder nunca se lo diría—. No debe olvidarlo nunca. —Se inclinó para recoger el sombrero—. Si me disculpa, ahora debo marcharme. El coche la llevará de vuelta a Brook House cuando haya acabado aquí.

Diciendo esto, dio la espalda a la novia de su corazón —aunque hacerlo casi lo desgarró en dos— y se marchó.