Capítulo 37
Después de un cuarto de hora resbalando y patinando bajo el peso del cuerpo de Rafe que avanzaba a trompicones, Phoebe encontró los cuerpos de los dos criados tendidos a un lado de la carretera. Después de dejar caer, con cuidado, a Rafe de rodillas, corrió hasta ellos. Los dos estaban inconscientes, pero respiraban y el corazón les latía a un ritmo normal. No presentaban ninguna herida excepto unos chichones en la cabeza.
Por un momento, pensó en dejar a Rafe con ellos, pero estaba demasiado desorientado. Podía meterse en el bosque y que nadie volviera a encontrarlo.
Se colocó el brazo de Rafe por encima de los hombros y se puso en marcha, decidida, hacia la posada.
—Tres kilómetros, tres cortos kilómetros. Pan comido.
Rafe revivió lo suficiente para caminar a trompicones, aunque era como si estuviese sonámbulo. Phoebe se sentía cada vez más preocupada por su confusión. Suponía que ya debería haberse recuperado.
En cierto momento, se volvió hacia ella y dijo muy claramente:
—Phoebe, me duele la cabeza. —Luego volvió a su estado de semiinconsciencia, mascullando algo sobre Brookhaven y Calder y «sus malditas fábricas».
Phoebe le contestaba cuando parecía necesitarlo, y si se quedaba callado demasiado rato, le ofrecía pasto para discutir. Decía: «El plan de Calder para su fábrica es brillante». O «Es propiedad de Calder, puede hacer con ella lo que quiera». Estaba garantizado que estas aportaciones provocarían una reacción.
Luego parecía que sus pensamientos volvían a ella.
—Ella es mía —repetía, una y otra vez, partiéndole el corazón—. Yo la encontré.
»No me quiere —dijo una vez, muy claramente—. No puedo hacer que me quiera.
—Oh, me parece que, en eso, has hecho un trabajo condenadamente estupendo —le susurró Phoebe en respuesta, pero ya estaba de nuevo maldiciendo contra Calder.
—Condenado sabelotodo. Condenado heredero perfecto.
No era odio, en realidad. Más bien una especie de rivalidad, como dos perros de caza que viven demasiado juntos. Y, al parecer, el destino de Brookhaven era el hueso.
Era un asunto fascinante y aclaraba buena parte de lo que había pasado la semana anterior, pero Phoebe estaba perdiendo fuerzas rápidamente. Ni siquiera las chicas de campo aguantaban para siempre.
Por fin, vio el brillo de faroles más adelante. El alivio que sintió fue tal que se le doblaron las rodillas y a punto estuvo de caerse al suelo, con Rafe encima de ella.
—No es lo que tenía en mente, amor mío —susurró riendo, llorosa, mientras se esforzaba por volver a colocarlo—. Tal vez, después de que nos hayamos bañado.
Se echó el brazo desmadejado de Rafe por encima de los hombros y levantó con mucho esfuerzo su peso, lo mejor que pudo. ¡Cielos, era muy grande! Consiguió atravesar el patio de la posada y estaba intentando que los torpes pies de Rafe subieran los escalones cuando salió alguien y los vio.
—¡Gran Dios! Vamos, déjeme que la ayude.
Phoebe cedió el peso, más grande, de Rafe a aquel desconocido, aliviada, porque empezaba a ver puntos delante de los ojos debido al esfuerzo. Le temblaban las rodillas, aunque eso podría ser debido al comprender, de repente, que se había acabado, que habían sobrevivido.
Apoyó una mano temblorosa sobre el marco de la puerta para sostenerse mientras el desconocido ayudaba a Rafe a entrar en la posada. No había acabado… no del todo.
—Señor, nuestro conductor y nuestro lacayo están heridos. Por favor, envíe a alguien a ayudarlos; están allá abajo en la carretera.
Las luces y los ruidos de la posada le parecieron la bienvenida de un fuego ardiendo cuando entró por la puerta, tambaleándose, por fin. Oyó gritos de alarma ante su aspecto y el roce de pies que se apresuraban cuando varias personas se levantaron a toda prisa para ayudarlos a entrar. Alguien la cogió suavemente por el codo y la llevó a un asiento junto al fuego. Estaba sentada demasiado cerca, porque el calor le chamuscaba la cara, pero era una sensación maravillosa.
A salvo y, al parecer, sin que la reconocieran. Bueno, era hora de inventarse alguna historia que salvara…
—¡Lord Marbrook! ¿Qué le ha pasado?
Oh, Dios. Phoebe levantó la cabeza de golpe y vio a un apuesto joven que se inclinaba sobre Rafe, y le tocaba el brazo. La cabeza de Rafe se movió y sus ojos parpadearon rápidamente; trataba de recuperar el conocimiento, pero ¿qué podía llegar a decir antes de ordenar sus ideas?
Phoebe se puso en pie de un salto y se colocó entre Rafe y el recién llegado.
—Caballero, por favor, le ruego que no lo interrogue ahora. Hemos pasado por mucho esta noche.
El hombre frunció el ceño.
—Rafe es amigo mío. A usted no la conozco.
—¿Yo? Soy… —Ahí era donde una historia preparada habría sido muy útil—. Soy su hermana, claro.
El hombre parpadeó, desconfiado.
—Conozco a Rafe desde que estábamos en la escuela. Nunca me ha hablado de una hermana.
Oh, Dios. No solo era un amigo, sino un buen amigo.
—Bueno… No salgo mucho de Brookhaven.
Los ojos de él se entrecerraron.
—¿Cómo se llama?
Lady. La hermana de Rafe sería lady Algo, ¿no?
—Soy lady Nan… —No, demasiado corriente—. Dei —Oh, Dios, no. ¡Deirdre la mataría!—. Tess… —Diantre, ¡peor todavía!
—¿Lady Nanditess?
Phoebe alzó la barbilla.
—Es un nombre familiar.
El hombre enarcó una ceja, como si, de repente, entendiera por qué la familia la había mantenido oculta todos aquellos años.
—Entiendo. —Por fin, se encogió de hombros, incapaz de confirmar o negar lo que ella decía—. ¿Cómo puedo ayudarla lady Nanditess? ¿Pido dos habitaciones para la noche?
Phoebe, aliviada, se contuvo para no secarse la frente.
—Sí, gracias… ah…
El hombre se inclinó.
—Perdóneme. Soy Somers Boothe-Jamison.
Dado que estaba al borde del agotamiento y del pánico porque Rafe todavía no había recuperado del todo la conciencia, Phoebe se limitó a hacer un gesto majestuoso con la cabeza y a despedir a aquel hombre.
—Si no le importa… ¿esas habitaciones?
Cuando se marchó, se sentó junto a Rafe y examinó la herida a la luz de un pequeño candelabro que había en el centro de la mesa. Tenía un feo golpe y un corte que había sangrado abundantemente, pero que no era tan grande ni profundo, después de todo. El pulso parecía fuerte y su palidez mejoraba por momentos. Le cogió la cara entre las manos.
—Rafe, cariño… despierta. Despierta, por favor.
Se movió y parpadeó, pero no se despertó del todo. Fuera de sí por la preocupación, Phoebe apenas se dio cuenta de la presencia de Boothe-Jamison, quien volvía con ayuda para llevar a Rafe a su habitación.
Resultó que, en realidad, era la habitación de los dos. El señor Boothe-Jamison se encogió de hombros, con un gesto de disculpa.
—Era la única habitación de huéspedes que quedaba. He cogido una en la buhardilla para sus criados heridos, también, pero he pensado que querría estar cerca…
—Sí, gracias.
Phoebe sabía que estaba siendo brusca, después de la actitud amable que él había mostrado, pero si no hacía que toda aquella gente saliera de la habitación, alguien acabaría descifrando los murmullos de Rafe y comprendería que decía una y otra vez:
—Phoebe, ¿dónde estás?
Hacer salir a todos de la habitación, prometiéndole al señor Boothe-Jamison que irían a verlo con Rafe, cuando este se recuperara lo suficiente y pedirle, a cambio, que se comprometiera a hacer lo imposible para conseguir un médico, agotó la última pizca de fuerza que le quedaba a Phoebe.
Cuando, por fin, se cerró la puerta, se apoyó en ella y soltó un largo suspiro. Luego corrió junto a Rafe para alisarle el pelo, tocarle la frente y asegurarse de que estaba vivo y a salvo, por fin.
Solo entonces Phoebe emitió un único, desgarrado y aterrado sollozo y apretó las manos contra sus ojos, que le ardían. Las lágrimas debidas a la reacción y al agotamiento llegaron finalmente y se dejó caer al suelo, junto a la cama, rodeándose las rodillas con los brazos, sollozando hasta que no le quedó ni una lágrima por derramar.
Al final, la respiración volvió a ser normal y el llanto cesó. Se secó los ojos con la falda, desgarrada y sucia, y luego la miró con repugnancia. Era el vestido de una seductora, pensado para provocar una loca pasión en el hermano de Rafe.
Se levantó rápidamente y se lo arrancó con rabia, haciendo saltar los botones en su apresuramiento. Pensó en quemarlo, pero ¿cuándo encontraría otro? Como compromiso, lo lanzó a un rincón y fue a trompicones hasta el lavamanos que había al otro lado de la habitación, vestida solo con enaguas.
Se lavó hasta que desapareció la irritación de sus ojos e hizo lo que pudo por eliminar de la piel las manchas de su terrible experiencia, aunque sin jabón, pero la sangre de Rafe no quería desaparecer. Cogió la más suave de las toallas para limpiarle el golpe y eliminar la tierra de su atractivo rostro. Le habían dado una buena paliza, pobrecillo.
Sabía que seguramente habría luchado con la misma energía por proteger a cualquier dama, pero el hecho de que lo hubiera hecho por ella —y que lo hubieran golpeado por ella— tuvo un efecto irreparable en su corazón.
Amor. Brotaba pleno, cálido y permanente dentro de ella. No era posible negarlo ni dejarlo de lado ni creer que alguna vez disminuiría o desaparecería.
Lo amaba.
Y él la amaba.
Fue entonces cuando comprendió que nunca había sido el rechazo de la sociedad lo que había temido. Nunca había sido el escándalo lo que la había vuelto cobarde.
Era ese… ese doloroso deseo, esa vulnerabilidad…
Ese amor.
Casi había amado a Terrence, y aquello ya había sido bastante malo. El dolor se había prolongado durante años y la humillación todavía más. Incluso entonces, en algún lugar de su interior, sabía que si alguna vez experimentaba la auténtica profundidad del amor verdadero, podría sufrir un dolor tan intenso que nunca sanaría.
Qué estúpida había sido. El amor no era una bebida que una probara y luego rechazara. El amor no era algo que se pudiera evitar o acordar. El amor era un salteador de caminos, oculto al lado de la carretera de la vida, esperando a golpear a unos pocos imprudentes y afortunados.
Y a ella la había alcanzado.
Qué sencillo resultaba ser. En un mundo donde había estado cegada por matices de gris durante los últimos diez años, de repente había una súbita claridad en blanco y negro. Había oído decir que las peores situaciones podían fortalecer y refinar a algunas personas. Se alegraba de saber que era una de ellas.
No había nada en ella, salvo el amor que sentía por Rafe. No había decisiones que tomar ni estrategias que elaborar. Era su mujer. Él era su hombre.
Llamaron a la puerta. Había llegado el médico. Se envolvió con la capa, apartó el pelo mojado de la frente de Rafe y lo besó en los labios.
—Te amo —susurró.
«Para siempre.»