Capítulo 19

Más tarde, después de que los invitados hubieran ofrecido sus enhorabuenas y se hubieran despedido, Phoebe recorría su habitación en camisón, arriba y abajo, sintiéndose enjaulada y nerviosa como un animal cautivo.

Nunca antes se había sentido una impostora de ese calibre. ¡No era ninguna marquesa! Ciertamente, no era lo que ninguno de ellos veían en ella —ni siquiera Sophie, que pensaba que era tan afortunada— y, por supuesto, no era la hija del vicario, virtuosa como era de esperar, que Brookhaven creía.

Marbrook la había visto. Era el único que había visto más allá de su pose… y ella lo había estropeado.

«¿Te habrías atado de verdad a un bastardo libertino?»

Solo la idea la llenó de temor. «El escándalo sigue a Marbrook como un perro fiel.»

Las dudas la acosaban. Pensaba que veía más en él que el resto del mundo, pero ¿y si se equivocaba? ¿Y si la embaucaban de nuevo? Creyó en Terrence absolutamente y ocurrió lo que ocurrió.

¿Cómo podía estar segura? Ni siquiera el propio Marbrook negaba su historia. No. Estaba donde tenía que estar, y si no era la mujer que creían que era, entonces tenía que hacer los máximos esfuerzos para llegar a serlo… debía llegar a ser la marquesa… y, un día, la duquesa.

Y sin tardar.

Una de las invitadas, lady… (¿es que nunca se acordaría de todos aquellos nombres?) había preguntado a Brookhaven por los planes de la boda. Brookhaven levantó los ojos, con una expresión de ligera sorpresa.

—He publicado las amonestaciones y he reservado la iglesia para esa fecha. No necesito hacer otros planes.

Todas las señoras de la mesa habían soltado una exclamación de unánime horror. Phoebe no quería una gran exhibición, claro. Los sueños juveniles de una celebración romántica y opulenta no parecían importar cuando se trataba de una transacción tan eficiente como la suya.

¿Nada de flores? ¿Nada de almuerzo de bodas, con gelatina de pétalos de rosa y nata? ¿Nada de una multitud sonriente y feliz para desearle lo mejor a la nueva pareja?

No, le dijo a la voz con firmeza. Era tonto y un despilfarro y…

¿Y una burla de lo que podía haber sido?

Los silenciosos momentos de comunión de esa noche con Marbrook no podían repetirse. Durante las próximas dos semanas iba a estar en estrecha proximidad con él… Dios, quizá durmiendo a solo unos metros de su habitación. Lo vería durante el desayuno y al tomar el té y —cerró los ojos, horrorizada— durante las cenas, más eternas y dolorosas, como la de esa noche.

Incluso en ese mismo momento, Marbrook estaba en su habitación… quizá en camisa de noche… o quizá tomando un baño, sin nada encima salvo espuma de jabón caliente y el brillo del fuego reflejándose en su cuerpo musculoso…

Dos semanas más, y luego más, si él se quedaba en la casa… que ahora sería la de ella… después de la boda. Se le ocurrió una idea horrible, que la obligó a rodearse el estómago con los brazos y doblarse casi en dos.

Estaría en la misma casa en su noche de bodas… solo a unos pasos de distancia mientras ella se entregaba a Brookhaven… No había medio de ocultarlo, todo el mundo lo sabía, así que él sería consciente de cada momento cuando ella lo traicionara…

Un momento… Sería la esposa de Brookhaven.

Estaba enamorada del hermano de Brookhaven. ¿A quién traicionaba?

Se apretó la cabeza, deseando que aquellas ideas en conflicto desaparecieran. Por favor, basta. Por favor, que fuera sencillo. ¿Por qué no era sencillo?

Llamaron discretamente a la puerta. Sophie. ¡Gracias a Dios!

Abrió la puerta de golpe, agarró a Sophie por la mano y la arrastró al interior de la habitación.

—Sophie, tienes que ayudarme. ¡He cometido un error espantoso! ¡No puedo casarme con él!

Sophie parpadeó.

—¿No te gusta su señoría, después de todo?

Phoebe se sentó en la cama, sin importarle arrugar el cobertor, y ocultó la cara entre las manos.

—Me gusta más el hermano de su señoría —murmuró y se le escapó una risa asustada, histérica, que le quebró la voz.

—¿Cómo? Por favor, incorpórate y háblame, Phoebe. No entiendo ni una palabra de lo que dices.

No, no se lo podía decir a nadie, ni siquiera a Sophie. ¡Oh, cielos, la cara que pondría el vicario si se enteraba!

Apartando las manos de la cara, Phoebe forzó una torpe sonrisa.

—No es nada. Es solo que ahora empiezo a darme cuenta de que todo esto es real.

Sophie se sentó junto a ella.

—Eres muy afortunada, Phoebe. Lo sabes, ¿verdad? Un hombre excelente y apuesto quiere que seas su esposa. ¿Te das cuenta de lo que vale esto?

Phoebe asintió, sabiendo lo que Sophie estaba diciendo… que la propia Sophie nunca tendría una oportunidad así. Cogió la mano de su prima entre las suyas.

—Tú también lo conseguirás, Sophie. ¡Ya verás como sí!

Sophie se encogió de hombros y su mirada se volvió soñadora de nuevo.

—Ya he conseguido más de lo que nunca había esperado. Nuevas aventuras… —Una sonrisa le curvó los labios—. Nuevos amigos.

Phoebe respiró.

—Sí. Amigos.

Marbrook sería un amigo maravilloso. Había sido el único en entender lo de la aguja de corbata. Si pudiera olvidar cómo la había hecho sentir antes —y como la hizo sentir esa noche, simplemente por estar cerca de ella en el pasillo— entonces quizá consiguiera ser su amiga.

Se volvió para mirar hacia fuera, al oscuro jardín.

Algún día.

Una luna en cuarto creciente iluminaba el jardín, pero no lo suficiente para atenuar la punta roja del puro encendido de Rafe, mientras acechaba entre las sombras.

«No estoy acechando. Es mi jardín, después de todo.»

En realidad, no. Era el jardín de Calder. Brook House era la casa de Calder. Maldito Calder.

Rafe permitió, a regañadientes, que su mirada se dirigiera hacia arriba una vez más, hasta el amplio cuadrado de luz de la pared. La habitación de Phoebe —la bonita habitación verde con vistas al jardín—, la que Rafe le había aconsejado a Fortescue aquella mañana.

A Phoebe le había gustado. También le habían gustado los bombones; se lo había dicho Fortescue. Rafe se sentía ridículo, dependiendo de información de segunda mano, como un escolar enamorado; sin embargo, estaba pendiente de cada palabra.

Se movió una sombra delante de la ventana. Se quedó inmóvil. Luego el brillo pelirrojo y la esbelta silueta le dijo que era la doncella, Patricia. Soltó un chorro de humo, desanimado y enormemente asqueado de sí mismo.

Pero no tan asqueado para marcharse.

Un poco después, otra sombra, esta con más pecho y más redondeada. Se enderezó. Phoebe. Una luz suave le dio en el pelo cuando se apoyó en la jamba de la ventana y miró hacia el jardín. Desde allí no podía ver el color de sus ojos, pero podía imaginarlos suavizados, como un cielo crepuscular.

El anhelo lo desgarró. ¿Por qué? ¿Qué era ese espantoso dolor por una mujer que apenas conocía?

Debería largarse a la ciudad y liarse con la primera viuda atractiva con quien se tropezara. Tiró el puro y lo pisó con rabia. Eso era lo que haría, por todos los diablos. ¡En ese mismo momento!

Ella volvió la cabeza en su dirección. Se quedó paralizado. Vio cómo se pasaba la mano por los ojos, a escondidas, para que la doncella no la viera.

Podía haber mil razones para sus lágrimas. Podía estar llorando por alguien difunto, como su madre. Podía estar llorando por cualquiera de las almas perdidas que acechaban en las duras calles de Londres en aquella hora dejada de la mano de Dios. Podía estar llorando de alegría.

Una encendida esperanza estalló en su interior.

Aquellas lágrimas le pertenecían a él. No podía decir cómo lo sabía, pero lo sabía.

Lloraba por él, mientras él permanecía allí, de pie, en la fría noche, como un perro abandonado, ansiando, tembloroso, su calidez.

Ella lloraba por él.