Capítulo 17

Rafe casi no la reconoció cuando entró del brazo de Calder. Estaba muy guapa con aquel vestido de color azul cielo que, por casualidad —o quizá no— era el color favorito de su hermano. Llevaba el pelo recogido en lo alto, sin un mechón fuera de lugar, y su sonrisa tenía el grado justo de unos labios bellamente curvados…

Parecía la hermana, mucho más contenida, de Phoebe, aunque el traje era una celebración del pecado en gestación. Sin embargo, ¿dónde estaba aquel brillo desafiante de sus ojos azules? ¿Dónde el pelo rebelde que le caía en cascada y que pedía a gritos que lo desparramaran por encima de la almohada? ¿Dónde estaba la joven que había probado su primera copa de champán y había acabado entre sus brazos?

Hablaba, sonreía, incluso se reía, pero nunca con los ojos. Aquella dulce efervescencia estaba tapada, atrapada y ahogada.

Ella miró en su dirección y él apartó rápidamente la mirada, solo para contemplar su reflejo en el gran espejo del otro lado de la estancia. Era perfecto. Podía verla, mirarla, llenarse los ojos de ella —es decir, mirar con indiferencia en su dirección— y ella no podría saber nunca que la estaban observando.

Algo que parecía desilusión cruzó el rostro de ella cuando él apartó la vista, pero desapareció tan rápidamente que Rafe supo que tan solo había imaginado sus propios sentimientos en la expresión de Phoebe.

Su mirada la siguió en el espejo mientras recorría la sala del brazo de Calder. Lo hacía todo perfectamente, sonriendo, saludando y haciendo reverencias; sin embargo, parecía tan… distante. Era como si estuviera dormida y todo lo que la rodeaba no fuera más que un sueño.

«Yo podría despertarla, si quisiera. Podría llevarla a aquella terraza oscura, al otro lado de las puertas, y devolverla a la vida…»

Rafe ahogó aquellos pensamientos traicioneros o, por lo menos, los apuñaló a conciencia y dejó que se desangraran encima de la alfombra. Ahora ella pertenecía a Calder. Estaba en un territorio prohibido para él, como si se encontrara en la luna.

Entonces apareció delante de él. Su mano seguía apoyada en el brazo de Calder, de forma que Rafe no podía huir de ella, por mucho que quisiera.

—Esta noche estás muy solitario —dijo Calder, cordialmente—. ¿Todavía estás preocupado por aquel granjero?

«Aquel granjero» era un hombre con siete hijos y una esposa enferma que había sido un arrendatario próspero y productivo hasta que las recientes lluvias habían arrasado sus cosechas. Para Calder, era simplemente una máquina que había dejado de funcionar adecuadamente y debía ser sustituida. Para Rafe, era un miembro de la familia Brookhaven, y Calder no estaba cumpliendo con su deber —según todas las antiguas costumbres de honor y administración— al no ayudarlo a recuperarse.

Pero Calder no había escuchado y no había nada que Rafe pudiera hacer. Una rabia impotente lo recorrió de arriba abajo, alimentada al ver cómo la mano de Phoebe apretaba la manga de Calder.

«Ya dependes de él para que te salve, ¿verdad? ¿Ya piensas que es tu caballero de la brillante armadura, que matará al dragón para salvar a la hermosa doncella?» Más le valía a la hermosa doncella seguir valiendo su precio y siendo eficiente, si quería figurar en la escala de importancia de Calder.

—¿Ya has acabado de hacer la ronda, Calder? ¿Has contado los pasos y calculado una manera más eficaz de hacerlo la próxima vez?

Calder enarcó las cejas.

—No era necesario. Hice que los criados acompañaran a los invitados a lugares clasificados por orden de importancia, para no tener que perder tiempo cruzando la sala de un lado a otro.

Rafe vio cómo Phoebe miraba sobresaltada a Calder. Su expresión no tenía precio: «¿Lo dice en serio?».

Rafe soltó una fuerte carcajada.

—Lo dice totalmente en serio, señorita Millbury.

Los ojos de Phoebe se encontraron con los suyos. Algo saltó en su interior, algo dulce y ardiente. Por fin.

Se endureció contra aquel raro encanto y se inclinó rígidamente.

—Esta noche, tiene todo el aspecto de una futura marquesa, de pies a cabeza, señorita Millbury. ¿Ha sido mi hermano quien ha elegido el vestido?

Quizá ella se había estremecido; no estaba seguro. Luego sus ojos perdieron toda expresión y le devolvió el saludo con una reverencia perfecta.

—Me halaga que lo piense, milord. De hecho, lo elegimos siguiendo los consejos del modisto. ¿Por qué lo pregunta?

Nada. De nuevo, estaba tan inerte como una piedra, una piedra perfectamente tallada, con múltiples facetas y relumbrante, pero sin luz propia. Debía de estar más ebrio de lo que pensaba la noche anterior en el baile.

Entonces, ella se enderezó de su perfecta reverencia y levantó los ojos hasta los suyos, para mirarlo una vez más.

Rafe había sentido una descarga eléctrica en una ocasión, en una demostración científica. Había sido el único lo bastante valiente para tocar la punta del cable cuando aquel hombre los había animado a todos a sentir aquella fuerza nueva y asombrosa. Aquella mordedura de extraordinaria energía no era nada comparado con la violenta sacudida de posesividad electrizante que le recorrió el cuerpo al ver el triste anhelo de los ojos de Phoebe.

«Es mía.»

Su mujer… del brazo de su hermano. Su mujer… que pronto estaría en la casa de su hermano, en la cama de su hermano.

Luego ella miró hacia otro lado y el embrujo se rompió.

El brillo del oro atrajo la mirada de Rafe. Se aferró a lo que fuera para dejar de pensar en ella. Se inclinó para estudiar la aguja de corbata de su hermano.

—¿El Minotauro? —Se enderezó, enarcando una ceja.

Calder dio unos golpecitos en la corbata.

—Un regalo de mi futura esposa —dijo, con aire de suficiencia.

A Rafe se le escapó una áspera carcajada. La disimuló tosiendo, mientras miraba a Phoebe. Ella estaba mirando hacia otro lado, pero tenía las mejillas sonrojadas y los labios fruncidos. También trataba de no echarse a reír.

Calder, por supuesto, no había entendido la broma.

—¿Qué?

—Su hermano la encuentra muy adecuada, creo —dijo Phoebe, recatadamente—. Aunque podría equivocarme. —Ni siquiera miró a Rafe mientras se alejaban. Representaban de pies a cabeza la nueva y magnífica pareja de la alta sociedad.

Rafe sintió que la confusión se mezclaba con su anterior deseo. Tenía la clara impresión de que había dos Phoebe Millbury totalmente diferentes, viviendo una al lado de la otra, detrás de aquella mirada azul, en aquel momento distante.

Lo cual era una locura, por supuesto. Se estaba imaginando los relámpagos de deseo en los ojos de ella. No era más que una joven bonita, como cientos de otras. Si Calder la quería, que se la quedara.

Entonces ¿por qué aquella idea no tenía el carácter irrevocable que debería tener? Tal vez porque ya lo había pensado un centenar de veces ese día y seguía sin parecerle cierta.

Seguía siendo alto. Seguía siendo dolorosamente apuesto. Solo estaba un poco perdido bajo su gallarda conducta.

Era el hombre equivocado. Phoebe volvió la espalda a Marbrook, decidida a darle a Brookhaven la oportunidad que le había prometido en secreto.

—Le da mucha importancia a la eficiencia, ¿no es verdad, milord?

—Por supuesto. Cuando tenía apenas trece años, mi padre se aseguró de que comprendiera que, un día, tendría bajo mi custodia no una, sino dos propiedades importantes. Me dijo: «Tendrás que estar en dos sitios al mismo tiempo, hijo mío».

—¡Una perspectiva amedrentadora! —Y una pesada carga para ponerla sobre los estrechos hombros de un chico de trece años.

—Sin duda. A fin de prepararme para ese día, empecé a investigar sobre la eficiencia. Acabé fascinado por las nuevas prácticas que se usaban en algunas de las fábricas más modernas. Compré mi primera fábrica cuando tenía veintiún años. Desde entonces, he acumulado muchas más… y todas son más productivas ahora que cuando las compré.

Phoebe temía que los ojos empezaran a nublársele.

—Estoy segura de que es un pasatiempo muy entretenido —dijo, tratando de no delatar que solo había oído una de cada cuatro palabras.

Un breve silencio le hizo comprender que había dicho algo equivocado. Levantó la mirada y vio el principio de un ligero ceño en su atractiva cara. ¿Qué podía ser? Había dicho que su pasión era un pasatiempo… pero, a fin de cuentas, era un marqués. ¿Qué otra cosa podía ser? Tal como entendía la naturaleza de la aristocracia, sus tierras ancestrales debían ser su prioridad, no sus fábricas de artefactos.

Con todo, más valía cubrirse lo mejor posible.

—¡Y tan… productivo!

Él emitió un ligero gruñido, pero le pareció que lo había aplacado. Era tan condenadamente difícil interpretar sus diversas y variadas no expresiones.

Se estrujó el cerebro buscando algo para llenar el dolido silencio.

—¿Su hermano no podría cargar con parte del peso de sus responsabilidades? Dos propiedades, dos hijos… A mí me parece muy… eficiente.

El súbito y completo silencio por parte de Brookhaven —y de todos los que había en un círculo de tres metros— hizo que comprendiese que lo había vuelto a hacer, pero esa vez se había equivocado del todo. Miró alrededor, pero todos evitaron cuidadosamente cruzar la mirada con ella.

¿Qué había dicho? Brookhaven tenía un hermano; ella, más que nadie, sabía que aquello era un hecho.

Una profunda voz le habló al oído.

—Medio hermano, señorita Millbury.

Volvió la cabeza y vio a Marbrook junto a ella, con los ojos sombríos y furiosos y una ligera y sardónica sonrisa en los labios.

—¿Milord?

Él se inclinó más hacia ella, hasta que pudo sentir la calidez de su aliento en la oreja.

—Del lado equivocado de la cama, ya sabe.

Oh, Dios. Marbrook era bastardo, algo que era, evidentemente, tan conocido que nadie había creído necesario mencionarlo. El nombre de familia y el «lord» eran solo una especie de cortesía. Debía de ser uno de aquellos raros bastardos aceptados.

Ni herencia, ni gran título, ni propiedades. Tan poco, cuando su hermano tenía tanto.

—Ah. —Miró, impotente, a Marbrook. ¿Qué podía decir?—. Lo… lo lamento.

A Rafe le temblaron los labios.

—No lo lamente. Usted no tuvo nada que ver. Todo fue cosa del viejo marqués. —Levantó los ojos para mirar a Brookhaven, y su sonrisa se convirtió en algo más sombrío y lleno de un sentido que ella no podía interpretar, excepto para suponer que Marbrook no estaba totalmente satisfecho de su suerte—. ¿No es así, Calder?

—Desde luego. —El tono de Brookhaven era seco. Miraba a Marbrook con un desagrado estólido—. Vaya si fue un estupendo regalo de san Miguel. Un nuevo hermano, de mi mismo tamaño, para quitarme la mitad de los juguetes.

Marbrook soltó una risita, vacía de humor.

—Y todas las chicas.

—No todas. —La mano de Brookhaven se tensó sobre la de Phoebe, apretándola firmemente contra su brazo. Se volvió hacia ella—. Vamos, querida. No te he presentado a nuestros vecinos del norte.

Phoebe fue porque Brookhaven la cogía de una forma bastante implacable, pero, al marcharse, miró hacia atrás, a Marbrook. Estaba en el centro del salón, alto, rígido y solo, con los oscuros ojos fijos en los de ella.

«No te alejes de mí», ordenaba su mirada.

No pudo hacer otra cosa que dar media vuelta.