Capítulo 35
Los criados se alejaron llevándose uno de los faroles del carruaje, y su brillo se fue difuminando entre los jirones de niebla que todavía quedaban. Phoebe siguió con la vista puesta en la ventana, incapaz de mirar a Rafe.
—No sabes lo que es —susurró—. Yo he pasado por esto antes. He vivido en ese lugar muchos años. No había un día en que no me preguntara si me miraban cuando pasaba o juntaban las cabezas para hablar de mí o si cruzaban la calle porque yo me acercaba. El miedo de que eso sucediera era tan grande que apenas podía respirar.
—No puedes vivir así. No puedes estar preocupándote constantemente por que caiga el hacha.
—Tienes razón. No puedo. Por esa razón tengo que casarme con Calder, y no contigo. —Tenía la mirada fija hacia delante; evitaba mirarlo a los ojos—. Ser duquesa, y además rica, es el único medio que tengo para estar segura de que no volveré a tener miedo nunca más.
Él se echó hacia atrás.
—¿Tan grande es tu deseo de elegantes vestidos y joyas?
Ella cerró los ojos, sin aflojar la mandíbula.
—Esas cosas no me importan.
—Entonces ¿qué es?
—Finges no comprender, cuando sé que sí que lo has entendido. Si me caso contigo, seré un escándalo vivo; la mujer que dejó de lado a un duque por un libertino. Persistirá, como una podredumbre, durante toda mi vida. Y nuestros hijos… ¿es que no piensas en ellos? Una historia da para generaciones de chismorreos.
—Yo he sido la fuente de chismorreos toda mi vida —dijo él—. No te matan.
—Oh, sí que lo hacen —susurró ella—. Te estrangulan lentamente, te desangran, apartando a tus amigos de ti, uno por uno. Se llevan medio kilo de carne cada día, hasta que no eres más que huesos y nervios. Tengo miedo de que chupen mi amor, como una sanguijuela, hasta que no me queden más que lamentaciones. Si ese miedo me hace débil, que así sea. Soy tan cobarde como me crees, hasta el último pedazo.
Él se estremeció e inspiró con fuerza.
—¿Lo que dices es cierto? ¿La sociedad tendría tanto poder sobre tus sentimientos hacia mí?
—¡No es tan sencillo!
—Sí que lo es. Es tan sencillo como respirar, como los latidos de tu corazón. Soy tuyo. Tú eres mía. Todo lo demás se desvanece y nuestro amor brilla como el más luminoso de los soles. Eres mía. Para siempre.
Ella apartó la vista mientras entrelazaba los dedos apretadamente.
—No sigas. —Respiró larga y entrecortadamente—. Por favor… no lo hagas.
Rafe retrocedió lentamente, sintiendo una opresión en el pecho al comprender.
—No es que no me ames, ¿verdad? No, ahora lo entiendo. Es que no quieres amarme.
Ella no dijo nada, dejando que el silencio respondiera por ella. Él tragó con fuerza, y el dolor del pecho convirtió ese movimiento en una agonía.
No había manera de asaltar aquel fuerte. No había manera de eliminar esa objeción con su encanto. Phoebe, tan suave y cálida, tan dulce y sonriente, era más fuerte de lo que parecía. Su voluntad de hierro para no amarlo, por las razones que fueran —y era el primero en reconocer que tenía muchas— permanecería invulnerable a sus ruegos y a sus halagos.
El momento se prolongó, y el silencio se elevó entre los dos como un muro infranqueable. Rafe sintió el helor que irradiaba de las frías losas de su determinación. La fuerza de su rechazo lo empujó contra los cojines almohadillados, rindiéndose lentamente.
—Entiendo.
Trató de inspirar para aliviar el peso que lo aplastaba. Le dolía el pecho.
—No te importunaré más. Mis disculpas por el dolor que he causado con mi ignorancia. —¿Aquella era su voz? Sonaba como un hombre aprisionado bajo una enorme roca.
Cogió la manija de la puerta, preparándose para salir y llamar a los criados, cuando la mano temblorosa de ella se apoyó ligeramente en su brazo. Miró aquella pequeña mano, con los trémulos dedos que apenas rozaban la tela de la manga.
—Señorita Millbury…
—Rafe… —Había angustia en su susurro, una agonía igual de intensa que la suya—. Lo siento.
—No —respondió él, sin apartar los ojos de la mano enfundada en un guante de borreguillo blanco sobre lana negra—. Soy yo quien lo siente. Siento haberme pasado la vida evitando la respetabilidad en lugar de ganármela. Siento no haberme esforzado antes para ser un hombre digno de una mujer como tú. Siento no haber pedido tu mano aquella primera noche en el baile. Siento haber llegado a ti demasiado tarde, con demasiado poco que ofrecer.
La mano de ella se deslizó por su brazo hasta entrelazar los dedos con los de él.
—No. Demasiado tarde, quizá, pero nunca demasiado poco. Si pudiera decirte…
Él dejó escapar un gemido.
—¿Qué es esto, Phoebe? ¿Por qué me rechazas y luego me excitas con tu contacto? ¿Por qué empujas y luego tiras?
Ella se echó a reír; era un sonido húmedo y entrecortado.
—No soy yo quien… algún día, dentro de poco, averiguarás algo de mí. Me casaré con Calder y luego él se convertirá en duque y tú sabrás algo. Cuando llegue ese día, por favor… por favor, comprende que no podía hacer otra cosa. Recordarás que obedecí a mi padre y que fui cobarde, pero también debes recordar que te quería mucho, muchísimo. El hombre que eres no es la razón de que te rechace. El hombre que eres es la razón de que sea tan difícil rechazarte.
—No eres cobarde. —Rafe se llevó la mano a los labios—. Eres una mujer de honor, que no romperá la promesa hecha a un buen hombre. No podría amarte si no fueras así. Y Calder es un hombre bueno. Nunca te hará daño intencionadamente.
«No como yo, que ya te he causado tanto dolor con mi insistencia.»
No era posible que hubiera oído aquellos pensamientos pero, como siempre, parecía conocerlos.
—Y tú también eres un hombre bueno, lord Raphael Marbrook. Puede que no lo creas, pero no te amaría tanto si no fueras así. —Tenía la voz entrecortada y él notó el temblor de unas lágrimas inminentes en sus dedos.
La cogió, rodeándola con sus brazos, haciendo que apoyara la cabeza debajo de su barbilla.
—Todo irá bien, mi dulce Phoebe. Tendrás una vida maravillosa y yo te visitaré algún día y seré una buena oveja negra de tío para tus hijos y les daré golosinas que les sentarán mal y juguetes que harán demasiado ruido.
Phoebe se rió, apoyada en su chaleco, pero la risa se transformó en sollozo entre un aliento y otro. Él la abrazó estrechamente mientras lloraba, notando el calor de sus lágrimas a través del chaleco y la camisa, como marcas de fuego en el pecho. Le quedarían cicatrices, aunque sería el único que las vería.
Dejarla ir lo mataría.
El carruaje permanecía inmóvil, aparcado a un lado de la carretera, cuando Stickley y Wolfe llegaron a él. Se quedaron al otro lado del camino, ocultos entre las sombras. La maleza de los bordes estaba húmeda y pegajosa debido a la reciente lluvia.
—¿Qué hacen? —susurró Stickley—. Creía que iban a la ópera.
Wolfe sacudió sus elegantes ropas, manchadas y desgarradas.
—Más vale que no vayan. No podría pasar del vestíbulo del teatro en este estado.
Stickley daba vueltas a los botones del chaleco.
—Será mejor que lo dejemos correr. Todo va mal. No me gusta esta oscuridad y este silencio. Podría haber bandidos o algo parecido por aquí.
Wolfe sonrió, y los dientes centellearon, blancos, en la oscuridad.
—Ah, Stick. Eres un genio. Dame tu pistola.
—De ninguna manera. La necesito para cuando hago depósitos en el banco. Soy muy cuidadoso con el dinero de los demás, ¿sabes?
Wolfe asintió.
—Desde luego. Lo sé. Y justo en este momento, voy a salvar a la señorita Millbury y a su dinero de un lord asesino con una propiedad en ruinas… si te parece bien, claro.
Stickley retrocedió, horrorizado.
—¿Vas a matarlo?
Wolfe cerró los ojos y chasqueó los labios.
Stickley frunció el ceño.
—Eres la tercera persona que me dedica ese ruido esta semana.
Wolfe enarcó una ceja.
—No puedo ni imaginar por qué. Mira, Stick, no voy a matar a Brookhaven. Voy a capturarlo, tal como planeamos. Esto es mejor que tratar de cogerlo en la ópera, porque aquí no hay nadie, solo hemos tenido que ocuparnos de un cochero y un lacayo.
—Y la señorita Millbury, no la asustarás demasiado, ¿verdad?
Wolfe alzó las dos manos.
—Estoy aquí para salvar a la señorita Millbury, ¿recuerdas? En esta obra somos los héroes, ¿no es así?
Stickley esbozó una leve sonrisa.
—Así es. Claro. —Tendió la pistola a Wolfe—. Sé enérgico, pero no demasiado violento. ¡Y no descubras tu identidad!
Wolfe sacó un pañuelo azul, de seda, del bolsillo.
—¿Parece negro con esta luz? Servirá, supongo. —Utilizó un palo afilado para hacer agujeros para los ojos, luego se ató el pañuelo, tapándose la mitad superior de la cara, como una máscara—. Ya está. Ni Brookhaven ni la señorita Millbury me han visto nunca, así que no corro peligro. Tú quédate aquí.
—Pero es mi pistola. Yo también quiero ser un héroe.
—Stickley, quédate aquí. —Wolfe dio media vuelta, con unos ojos de repente siniestros bajo la máscara—. Lo digo en serio.
Stickley cedió.
—Está bien.
Pero Wolfe ya se había ido; era una sombra entre las sombras, acercándose sigilosa al carruaje parado.