Capítulo 9
Mientras Phoebe permanecía sentada junto al hombre que tan feliz había hecho a su padre, tuvo una sensación que la dejó sin aliento: la de que había estado a punto de atropellarla un carro que iba a toda velocidad y que acababan de arrancarla de debajo de sus ruedas.
Qué suerte había tenido. Casi había caído en manos del hombre equivocado. De nuevo.
La antigua vergüenza la inundó. No vergüenza por su destrucción, sino por la aplastante impresión de que algo muy malo debía de pasarle para que fuera tan crédula.
—… Le aseguro que no hay nada de que preocuparse —decía Brookhaven, con una extraña falta de énfasis—. Las señoritas estarán completamente a salvo en Brook House.
A salvo de Marbrook. Como si fuera un perro rabioso, propenso a morder a los incautos.
Brookhaven se levantó.
—Enviaré a mi personal de inmediato para que preparen la casa. —Se volvió hacia Phoebe—. He informado a Lementeur de que necesitará un vestido de inmediato. Quiero ponerlo todo en marcha enseguida, con una cena en Brook House esta noche. Mi hermano y yo… —su mirada se dirigió al vicario— reuniremos a un selecto grupo de amigos para que los conozca.
—¿Esta noche? —repitió Phoebe, sin pensar—. ¿Quién asistirá con tan poco tiempo?
Brookhaven la miró de una manera extraña.
—Vendrán, si yo los invito.
Phoebe se encogió.
—Oh, sí. Claro.
Debía recordar con quién estaba hablando. Un marqués no tenía necesidad de preocuparse de que sus invitados tuvieran otros planes para la noche.
Ni de que ella tuviera otros planes para su vida.
Rafe esperaba a Calder en el carruaje de los Brookhaven, que estaba parado delante de la casa donde vivía la señorita Phoebe Millbury con su tía y sus primas. Había ido para hablar con Calder, no para ver, aunque fuera fugazmente, a Phoebe, claro.
El hecho de que no pudiera apartar los ojos de la entrada de la casa lo hacía sentir estúpido.
Había tomado una decisión. Había decidido marcharse a…, bueno a algún sitio lo más lejos posible de la nueva lady Brookhaven. Las Américas servirían o África. No tenía dinero para el viaje, pero poseía algunas cosas de valor que, a cada momento que pasaba, valían menos para él.
En cualquier caso, se marcharía justo después de la boda, antes de que la señora se instalara en la casa. Aquello era importante. No quería pensar en el porqué.
Para cuando Calder salió, Rafe había ideado y rechazado mil maneras de abordar el tema de su marcha. Todas le hacían parecer caprichoso en extremo. Era tal su desesperación que empezaba a no importarle.
Calder entró en el carruaje sin dar más muestras de sorpresa ante la presencia de Rafe que enarcar una ceja.
—Pensaba que te escabullirías como de costumbre para que no pudiera pedirte que me acompañaras a un sitio.
Rafe miró a su hermano, con el afecto y el odio de toda la vida librando batalla en su corazón.
—Tienes un aspecto diferente.
Calder sonrió levemente.
—Anoche observé que la señorita Millbury siente preferencia por el verde, así que saqué este chaleco de mi guardarropa. ¿Crees que se habrá dado cuenta?
Rafe lo miró sorprendido y con un cierto respeto, mientras su hermano tiraba, cohibido, de su chaleco.
—¿Te importa de verdad?
El ligero fruncimiento de labios que, para Calder, pasaba por una sonrisa no desapareció.
—Es una joven agradable. Pensaba que sería apropiado hacer algo por resultarle agradable a mi vez.
El hecho de que su hermano se sintiera realmente feliz por su compromiso —en lugar de simplemente satisfecho por haber concluido un asunto de negocios— hizo que lo atravesaran dardos de cólera.
«Ella es mía.»
Calder se ajustó mejor el corbatín.
—Lo he organizado para que Lementeur le haga un traje hoy. Me parece una buena idea, ¿no crees? Mimarla ahora aumentará su aprecio hacia mí, ¿no te parece?
Rafe se atragantó.
—¿Me… me lo preguntas a mí?
Calder se volvió para mirarlo, extrañado.
—¿No acabo de preguntártelo? ¿Qué problema tienes? Creía que aprobabas a la señorita Millbury.
Gracias a Dios no tendría que volver a verla hasta la boda… y entonces sería demasiado tarde. Con un esfuerzo, recuperó la voz.
—Sí. Sí a la visita a Lementeur. Sí a la aprobación. Sí al maldito chaleco bilioso.
Calder frunció el ceño y volvió a ocuparse de su corbatín.
—Hoy estás de mal humor. Espero que tengas intención de mejorar. La señorita Millbury y su familia se reunirán con nosotros más tarde.
El pulso se le desbocó ante la idea de volver a verla. Bueno, tal vez conseguiría superar una cena. Asintió, cortante.
—Claro. Para cenar.
—Sí, para cenar… y les he pedido que trasladen sus cosas a Brook House de inmediato.
Otro golpe encima de todos los demás que ya había recibido ese día.
—A Brook House. —Y a continuación Calder iba a decirle que había decidido consumar la unión en público y que era preciso que Rafe se sentara en primera fila.
—No soy tonto —dijo Calder, en un tono brusco—. Sé que fue mi falta de atención lo que empujó a Melinda a los brazos de otro hombre.
Los gestos automáticos de ajustarse los puños se hicieron un poco menos naturales, pero el tono de Calder no cambió ni un ápice al hablar de su difunta esposa.
Melinda Chatsworth Bonneville era hija de la aristocracia, con un linaje apropiado, preparada desde el nacimiento para hacer una buena boda; una belleza morena y recatada, con unos modales exquisitos y grandes ojos verdes. Toda la alta sociedad la aclamó desde el momento en que entró con paso delicado en Almack’s.
Calder, que había decidido que era hora de casarse poco después de acceder al título de su padre como marqués de Brookhaven —totalmente comprensible, dijo todo el mundo, mientras miraban con desaprobación la firme caída de Rafe en la depravación, dado que el joven marqués no tenía un verdadero heredero—, se ocupó de la selección de esposa tan cuidadosamente como cualquier criador de caballos compararía la casta de nuevas yeguas de cría.
Si uno se casaba con alguien de rancio abolengo, era probable que se encontrara con su fortuna agotada por las grandes casas y propiedades de sus nuevos parientes, de alta cuna y normalmente inútiles. Si se casaba con alguien perteneciente a la baja aristocracia se encontraría con su propia casa llena de una familia política trepadora que confiaba en subirse a los hombros de uno para llegar más alto.
La honorable señorita Bonneville no tenía unas relaciones tan indeseables. Sus padres eran personas sensatas, bien situadas, con sus propias tierras, no muy extensas, pero rentables. No tenía hermanos ni primos que vaciaran los recursos de uno y a los que hubiera que lanzar en sociedad. Además, tenía una reputación intachable como joven dócil, pero no carente de inteligencia y dotada de un gusto excelente.
Calder puso manos a la obra para asegurarse esa admirable adquisición para su linaje con su habitual eficiencia, rápida y lógica. A las pocas semanas de su debut, ya había contratado y pagado por la propiedad de la señorita Bonneville y todas las partes se declaraban satisfechas…
Excepto que la señorita Bonneville pidió, respetuosamente, posponer la boda hasta que acabara la temporada, para disfrutar plenamente de su primera visita a Londres. Calder, que se había salido con la suya en todo hasta aquel momento, aceptó, indulgente. Anotó en el calendario la fecha de la boda en septiembre y volvió rápidamente a concentrarse en sus fábricas, como antes, seguro de que sus bien preparados planes no podían malograrse en su ausencia.
Melinda, sin embargo, tenía otras ideas. Al parecer, estaba menos satisfecha con el enlace que sus padres. Había esperado disfrutar de varias temporadas de vida social y tener una legión de admiradores entre los que escoger a placer. Entonces tenía dieciocho años, estaba prometida, la vigilaban con bastante menos cuidado que a otras jóvenes de su edad… y se sentía furiosa por haber quedado atrapada tan rápidamente.
Al principio, eran meros susurros, de los que probablemente Calder no se enteró, tan ocupado como estaba. Luego fueron rumores, pero también los ignoró. Había tenido que soportar las lenguas celosas de la alta sociedad cuando heredó tanto y tan joven. Sabía que las mentes ociosas fabricaban su propio entretenimiento.
El rumor se convirtió en chismes virulentos y luego estalló el escándalo, y a Calder no le quedó más remedio que casarse con la joven a la que tan imprudentemente había dejado sin atención durante toda la temporada. Romper el compromiso habría enturbiado la reputación de él, y a ella le habría causado la ruina para siempre… Ninguna de las dos cosas eran anotaciones deseables en la historia de la familia. Los humillados padres de Melinda le aseguraron que su hija se adaptaría adecuadamente a su papel de esposa una vez que se celebrara la boda. No se podía hacer otra cosa que seguir adelante y esperar que todo saliera bien.
Pero nada salió bien. Melinda, furiosa de que sus actos no hubieran cambiado nada y locamente enamorada del hombre que había conocido durante sus aventuras, continuó ganándose los titulares de los papeles de chismorreos. Finalmente, las cosas parecieron calmarse un poco y la pareja incluso alcanzó cierta felicidad —Rafe no sabía por qué, dado que Calder y él no estaban en las mejores relaciones por aquel entonces— hasta dos años después de la boda, cuando se produjo el siguiente y último trágico acto de rebeldía de Melinda.
Era material para el gran teatro: la esposa que se da a la fuga, el amante burlón, el esposo destrozado y la dramática huida campo a través, que había acabado con el accidente de carruaje que mató a los dos. Fue algo muy escabroso y tópico… y Calder, que defendía su privacidad rabiosamente, se encontró en el centro de todo.
Rafe, que había pasado aquella noche entre los vigorosos brazos de una mujer felizmente casada, madre de seis hijos —que eran todos disparejos en color y rasgos, aunque, por fortuna, su propio pelo negro y ojos castaños nunca aparecieron entre ellos—, se enteró del trágico percance de Calder de la misma manera que el resto de Inglaterra.
Los periódicos no tuvieron piedad y sacaron a la luz hasta la última brizna de los antiguos chismes y rumores de la escandalosa temporada de Melinda y señalaron cualquier punto débil con disparatadas especulaciones. Calder se encontró en la espantosa situación de que toda la nación lo compadeciera abiertamente… y se riera de él en secreto. Algo insoportable para un hombre orgulloso y distante.
Rafe cerró las habitaciones que tenía y volvió a casa; Calder le abrió Brook House. Ninguno dijo una palabra sobre la tragedia, pero Rafe se dijo que Calder apreciaba la muestra de apoyo. Fue un tiempo sombrío y silencioso.
El silencio de Calder, decidido y digno —y la extensión de su enorme riqueza, sin duda— acabó sobreviviendo a la tormenta del escándalo. Rafe se quedó en Brook House e hizo todo lo que pudo para no añadir leña al fuego a los chismorreos. Uno a uno, abandonó sus placeres excesivos, aunque ni Calder ni el resto de la sociedad parecieron darse cuenta en ningún momento. Tal vez fuera simplemente la propia forma de penitencia de Rafe. El desenfreno de Melinda no era culpa suya, pero había experimentado una cierta amarga diversión al ver cómo a Calder le salía el tiro moralista por la culata.
Sin embargo, no habría deseado, jamás, que nadie sufriera aquella furiosa locura y le preocupaba ver cómo Calder se metía cada vez más dentro de su duro caparazón.
Calder no abandonó el negro cuando acabó su año de luto, y su nueva actitud cavilosa no hizo nada para desanimar a los chismosos a los que les seguía gustando describirlo como objeto de una piedad romántica.
Las ideas de Calder debían de seguir un rumbo parecido, porque se miró en el cristal con el ceño fruncido.
—No tengo intención de volver a cometer el mismo error. Esta es la razón de que la boda se celebre en pocas semanas. Si no fuera por la lectura de las amonestaciones, haría que fuera mañana mismo.
Rafe se quedó callado un momento.
—¿Hablas en serio? ¿Piensas ser un verdadero esposo para Ph… la señorita Millbury?
Calder lo miró de soslayo.
—Fui un verdadero esposo para Melinda. Ella no fue una verdadera esposa para mí. Pero la señorita Millbury no lleva lo suficiente en la ciudad para entablar relaciones, y tengo la intención de ocuparme de que no tenga la oportunidad de hacerlo.
—Enjaular rápidamente al pájaro, quieres decir. —Rafe sintió una opresión en el pecho—. Así no tendrá ninguna oportunidad de volar.
—Claro. Es mucho más eficaz. No echará de menos lo que nunca ha tenido.
«Yo no apostaría ni un penique por eso, hermano mío. Uno puede echar mucho de menos algo que nunca ha tenido.»
—Sus primas también vendrán. Unas chicas muy recatadas y como es debido, las dos.
En otras palabras, «no te acerques a las jóvenes». Rafe soltó una carcajada corta y áspera.
—Estoy seguro de que lo son. Nos veremos luego.
Dejó caer la mano contra el pestillo de la puerta y abandonó el carruaje. Mejor hacer andando el resto del camino. Cuando cerraba la puerta y daba media vuelta, oyó algo que habría apostado que nunca oiría en todos los días de su vida.
Calder tarareaba, con una voz un poco oxidada y desafinando, pero tarareaba de todos modos. Rafe podía decir, honradamente, que nunca había visto tan feliz a su hermano.
Cuan apropiado era, pues, que lo mismo lo hiciera tan desdichado a él.