Amber
Tenía la boca seca cuando Joshua llamó con suavidad a mi puerta la mañana siguiente. Mis párpados eran pesadas mantas y mi cuerpo, cemento. La cabeza me zumbaba y me dolía, algo que obviamente Joshua había supuesto, pues me dejó dos analgésicos y un vaso de agua en la mesilla antes de desaparecer.
En cuanto me senté en la cama los recuerdos de la noche anterior se hicieron dolorosamente nítidos y corrí al cuarto de baño, me doblé sobre el váter y tuve varias arcadas secas. Me tomé los analgésicos, me vestí e hice el equipaje tratando de ignorar el odio hacia mí misma que amenazaba con apoderarse de mí. En la cocina me preparé unas tostadas sin nada y me las tragué con más agua sin dejar de buscar una explicación a lo sucedido. Pero era incapaz. Simular que no había pasado parecía más fácil, así que eso hice mientras Joshua y yo salíamos en silencio del apartamento y nos metíamos en un taxi. Durante el viaje de vuelta a Boston no nos dijimos una sola palabra.
A pesar de los analgésicos me dolía la cabeza y estuve todo el vuelo con náuseas. Cuando, al cabo de algo más de tres horas, oí el golpe sordo y el chirrido que hizo el avión al tocar la pista me entró pánico. Era incapaz de mirar a Joshua y, afortunadamente, él parecía decidido a mantenerse oculto detrás de su ordenador con los auriculares puestos.
Mientras esperábamos a que saliera el equipaje y mirábamos a la gente recoger sus pertenencias me pregunté si no podría subirme a cualquier avión y desaparecer por completo. No quería ver a mi familia. No quería tener que mirar la expresión franca de mi marido o los ojos pensativos de mi hijo. Quería echar a correr, a volar, muy, muy lejos de allí. Y entonces mis enormes maletas color marrón aparecieron tambaleándose en la cinta e inconscientemente alargué los brazos para cogerlas.
—¡Cómo te hemos echado de menos! —Wade me rodeó con sus brazos haciéndome daño de todas las maneras posibles.
Era incapaz de mirarle a la cara. No podía creerme que Tyler hubiera venido al aeropuerto a recibirnos. Llevaba las manos en los bolsillos, pero también una amplia sonrisa, algo a lo que yo no estaba en absoluto acostumbrada. Le dio a Josh una palmada en la espalda y le dijo:
—Vaya careto traes, chaval.
Joshua se encogió de hombros y esbozó una media sonrisa torcida. Entonces fui yo la que bajó la cabeza para no tener que mirar a ninguno de ellos a los ojos.
—Dame, mamá, ya te lo llevo yo… ¿Qué pasa? ¿Habéis tenido turbulencias? Parecéis los dos salidos de una lavadora.
La voz de Tyler, lo mismo que sus maneras, era demasiado ruidosa. Aquel comportamiento no era propio de él y aunque en casi cualquier otra circunstancia me habría regocijado verlo tan jovial e interesado, lo cierto es que me estaba poniendo de mal humor.
—Tenemos jet lag. Solo necesitamos descansar un rato —dije con una punzada de remordimiento.
Tenía ganas de llorar, de chillar, pero en lugar de ello mantuve la cabeza baja y eché a andar dejando que mi hijo empujara el carrito. El brazo de Wade me pesaba sobre los hombros. Quería librarme de él, escapar. Estaba segura de que me dirigía hacia una catástrofe que yo misma había provocado, pero no tenía ni idea de cómo detenerla.
—No pasa nada, Flor. Ya estás en casa sana y salva. Podrás descansar todo lo que quieras. Mañana será otro día.
Odiaba que siempre usara las frases hechas como si fueran de su propiedad. Odiaba todo, incluyéndome a mí misma.
Cuando llegué a casa todo me parecía extraño. El lugar en el que había vivido durante años tenía aspecto de casa de muñecas de tamaño natural. El apartamento de dos habitaciones donde había vivido dos semanas, con su mobiliario gastado y sin armonía, su polvo y sus manchas, me parecía más un hogar que aquella monstruosidad de cuatro dormitorios. Dentro me sentía de plástico. Todo era mentira. Yo, mi familia, mi vida.
Así que me duché y me fui a la cama después de birlarle a Wade unas cuantas pastillas para dormir del botiquín con las que asegurarme un sueño profundo.
—¿Qué te pasa, Flor?
Llevaba en casa tres días y lo único que había hecho era dormir. No cocinaba, no salía de la cama. Lo único que hacía era cogerle más pastillas a Wade y refugiarme en la oscuridad.
—Solo que estoy muy cansada, Wade. Ya te lo dije —gemí desde el consuelo de mi almohada.
—Pero a estas alturas el jet lag se te debería haber pasado. No has comido nada. ¿No te estarás poniendo enferma?
—Es cansancio…, creo. Me duele la cabeza… ¿Podrías dejarme descansar?
—Vale, pero si mañana no estás bien te haremos algunas pruebas, ¿de acuerdo? Que descanses, luego nos vemos.
No le contesté. Me limité a cerrar mis ojos culpables.
—¡Buenos días! —El aliento de Wade me sacó abruptamente de mi hibernación.
—Hrrrmmm —le contesté antes de darme la vuelta y, al hacerlo, la habitación pareció girar también.
—¿Te vas a levantar hoy? Dice Ty que ayer tomaste unas tostadas en la cama. Algo es algo, pero si aún te encuentras mal te voy a pedir hora con el doctor Fredericks.
El doctor Fredericks era un psiquiatra. Me giré para mirar a Wade, despegué una pestaña y observé sus ojos castaños y amorosos.
—Mira, no sé qué ha desencadenado este nuevo brote, pero tenemos otro chico en casa que ahora depende de ti. Necesitamos que estés bien. Así que, si no quieres hablar conmigo, creo que tendrás que hacerlo con otra persona.
—Ya me levanto. Ya me levanto. —Me sorprendí a mí misma sentándome en la cama—. Ya te dije que era dolor de cabeza y jet lag. —Me sentía revuelta y deshidratada—. Necesito beber un poco de agua y enseguida me levanto, ¿vale?
No tuve el valor de mirarle otra vez. Salió de la habitación y volvió con un vaso de agua, pero para entonces yo ya estaba de nuevo bajo las mantas profundamente dormida.
Era entrada la tarde cuando oí a alguien que llamaba con suavidad a la puerta y me sacaba de mi caverna.
—¿Sí? —dije lacónica.
—Soy yo. —La voz de Joshua resonó en el distribuidor del pasillo.
Me apresuré a incorporarme mientras giraba el pomo de la puerta y entraba con cuidado en el dormitorio.
—No sé qué puedo decir para arreglar esto, señora Jones.
Yo no había abierto los ojos, temerosa de lo que pudiera ver, de mi propia sombra, pero sabía que estaba a los pies de mi cama. Me subí la colcha hasta la barbilla, abrí los ojos y la luz desnuda de la tarde me hizo parpadear. Joshua se movía, se desplazaba por la habitación con una seguridad inesperada. Abrió el vestidor y salió con unos de mis pantalones de chándal, una camiseta y unas zapatillas de correr.
—Tome —dijo como si no hubiera pasado nada—. Nos vamos a correr.
Y salió de la habitación.
No estoy segura de por qué, pero aquellas sencillas palabras, una especie de orden en realidad, eran justo lo que necesitaba. Era algo a lo que podía aferrarme, como un mapa de carreteras dentro del caos, así que me levanté, me vestí y me reuní con él en la puerta delantera. Ninguno dijimos una palabra; nos limitamos a salir al viento gélido y a echar a correr. Correr no limpiaría lo que había hecho, no me haría olvidarlo, pero al menos nos estábamos moviendo, teníamos un plan para la siguiente hora y eso era algo.
Ya de vuelta, mi miedo aumentaba a cada paso que daba, pero concentrándome en el ritmo constante de nuestra respiración conseguí llegar a la puerta de casa.
Cuando me disponía a meter la llave la voz de Joshua rompió el silencio:
—Vamos a salir de esta.
Sonaba tan seguro, tan maduro, tan sereno…
Le miré por primera vez desde aquella noche, le miré a la cara. No llevaba el pelo como siempre, ocultándole los ojos del resto del mundo. Al contrario, se le veían claramente, tenía las mejillas enrojecidas y por la frente le bajaba un sudor helado, a la altura del marcado entrecejo. Me miraba. Había esperado sentir una intensa vergüenza, pánico incluso, pero su mirada serena me tranquilizó. Pestañeé, pues no quería interrumpir el único sosiego que había sentido en días, pero entonces recordé sus labios en los míos y tuve que cerrar los ojos y mover la cabeza.
—Que Dios me ayude —murmuré mientras me dirigía al piso de arriba a ducharme.
Me quedé un rato bajo el chorro de agua caliente y deseé que mi vida fuera distinta. Cerré los ojos y dejé que el agua me golpeara la cara, el pecho, el corazón. No podría borrar lo que había hecho, pero quizá, si estaba lo bastante caliente, podría quemarme, insensibilizarme, llevarse mi vergüenza. Y entonces, en mitad del vapor y el agua caliente, noté una mano fría en el vientre, unos dedos fríos que me asían y tiraban de mí hacia atrás. De pronto entré en contacto con una piel suave y prieta. Contra mis nalgas, reclamando mi atención, había una erección de gran tamaño. Di un respingo y al volverme me encontré a un Joshua empapado que me miraba con deseo. Me sujetó del pelo con la mano derecha, tiró de mí con la izquierda y me tapó la boca con la suya.
Yo estaba conmocionada, mi conciencia gritaba, pero mi cuerpo se despertó de inmediato.
—No, Josh, no puedes hacer esto —murmuré con los labios pegados a los suyos.
Su contestación fue ponerme la mano en las nalgas.
—Déjese llevar, tan solo déjese llevar —susurró y me situó bajo el chorro de agua caliente. Me mordió el cuello con suavidad mientras mi espalda entraba en contacto con la pared de azulejos… Tuve la impresión de que todo se tambaleaba. Estaba tan excitada… Aquel niño-hombre me controlaba por completo y me sentía incapaz de resistirme. Me soltó las nalgas y me puso las dos manos en los pechos.
—Joshua, esto está muy mal. Muy mal —murmuré.
Se metió un pezón en la boca y empezó a acariciarme con una mano entre mis piernas.
—Es…, oh, es usted… tan jodidamente hermosa… —gimió. Me acarició y provocó y luego deslizó los dedos dentro de mí.
—Joshua, esto está muy mal…
Me hizo callar cuando se arrodilló entre mis piernas. El agua me hacía suaves cosquillas en el pecho mientras su lengua encontraba mi centro de placer. Yo sufría de una manera inimaginable. Mi absoluta falta de control me asqueaba y al mismo tiempo la necesidad de que me tocara me hipnotizaba. Cuando se levantó del suelo de la ducha me levantó la pierna y la colocó rodeando sus caderas.
—Es inevitable…, esto era inevitable desde el principio. No se resista —dijo antes de deslizarse dentro de mí y apoderarse de todo mi ser.
Me cogió un pezón entre los dedos índice y pulgar y me lo frotó y acarició mientras me penetraba, llenándome, tomándome. Yo estaba perdida. Era incapaz de pensar, de hacer otra cosa que no fuera sentir. Entonces me dijo:
—Déjese llevar, déjese llevar.
Y lo hice. Tuve un orgasmo que fue una liberación explosiva de emoción mientas él también se corría sobre mi vientre.
Entonces me eché a llorar. Lágrimas intensas, desesperadas mientras me deslizaba por la pared y él me acunaba en el vapor caliente. No tenía ni idea de qué estaba haciendo, de por qué le había dejado entrar. No tenía excusa ni motivo. Entonces noté una mano enjabonada que me acariciaba los hombros y el cuello, masajeándome la piel mientras yo lloraba. De los dedos de Joshua cayeron burbujas que se unieron al flujo de agua mientras me masajeaba y me lavaba. Le franqueé el paso a todas partes y me trató con una ternura que mi cuerpo no había conocido jamás.
Cuando dejó de caer el agua me di cuenta de que seguía llorando, que mis lágrimas eran incontrolables. Cogió una toalla y me envolvió en ella con suavidad para después tirar de mí de nuevo y abrazarme. Me frotó la espalda como se hace a los niños pequeños y pensé en lo irónico que era haber pensado alguna vez que yo cuidaría de él. Me cogió la cara con las dos manos y me obligó a levantar la cabeza.
—Abra los ojos.
Obedecí.
—Dios, son preciosos. —Me besó con suavidad en los labios, luego en la punta de la nariz y salió del baño después de coger una toalla.
Cuando se fue me desplomé en los azulejos calientes y empecé a temblar de forma incontrolada. Mi cabeza iba de una imagen a otra, de un pensamiento a otro, dando vueltas sin parar. No estoy segura de cuánto tiempo estuve allí, pero de repente oí la voz de Wade desde el otro lado de la puerta.
—Flor, ¿estás ahí?
Me apresuré a ponerme en pie.
—Cariño, ¿estás bien?
Salí con un albornoz y una toalla en la cabeza.
—Qué temprano has vuelto, ¿no? —le dije pasando a su lado.
—En realidad no; son las cinco y media. Qué bien que estés levantada. Dice Josh que has salido a correr. Me alegra muchísimo que te encuentres mejor.
Empezó a quitarse la corbata y los zapatos.
—Bueno, pues voy a ver si queda algo en la despensa para hacer la cena —dije con voz débil.
—Genial. Me encantaría que hicieras uno de tus arroces. Los he echado mucho de menos cuando no estabas. Ya me conoces, casi no sé ni freír un huevo. Aunque nos las hemos arreglado…
Me sentí como si hubiera conectado el piloto automático cuando me oí decir:
—A ver qué puedo hacer. ¿Les dices a los chicos que la cena estará a las siete?
—Pues claro.
Sonrió y sus labios buscaron mi mejilla. Hice una mueca de desagrado, pero no pareció darse cuenta.
Me sujeté el pelo en una coleta y bajé vestida con un suéter amplio color crema y pantalones de lino, dispuesta a cocinar. Al pasar junto al espejo del pasillo vi mi reflejo de reojo. Mis ojos eran como dos rayitas, rojas e hinchadas. Estaba pálida, fantasmal. Vi una adúltera asustada, pero también a alguien que no sabía que existía, una mujer capaz de sentir pasión verdadera, una mujer a la que acababan de liberar. Luego me di la vuelta y fui a preparar la cena, que gustó a todos los comensales, entre los que estaba mi nuevo amante.
Y así empezó mi aventura amorosa con el mejor amigo de mi hijo, de dieciséis años de edad.