Amber

 

 

Nunca he entendido el concepto de quererse a uno mismo, siempre me ha parecido una especie de envoltorio espiritual que usan los narcisistas de todo el mundo para justificar su prioridad sobre los demás. La única parte de mí misma que siempre me ha gustado es mi hijo y venía con un precio: la culpa. Mi amor por Tyler va más allá de lo que yo creía imaginable pero, a pesar de ello, parece que nunca ha sido suficiente. Da igual cuánto le quisiera, siempre me parecía poco, y eso terminó por crear un círculo de culpa sin fin.

Tyler tenía solo seis años cuando empezó a distanciarse de mí. Después de perder al bebé, mi segunda hija, estuvo mucho tiempo, meses, sin comunicarse conmigo. Cuando por fin lo hizo se mostraba cauteloso y retraído. Ponía los ojos en blanco cada vez que lo abrazaba o le preguntaba si estaba seguro de no querer otro zumo, manzana, galleta, bocadillo. Yo no podía evitarlo. De vez en cuando me miraba, muy fijamente, y sus ojos me dejaban sin respiración. No daba crédito a la belleza de aquella criatura que en otro tiempo había vivido de mis huesos, de mi aliento. Sus ojos eran lo único que me permitía saber que era mío. Se curvaban hacia abajo a la altura de la nariz y se levantaban ligeramente en la comisuras. Aquellos ojos eran tan míos que con una sola mirada me dejaban sin aire en los pulmones. Así que los ignoraba cuando se ocultaban bajo los párpados para indicarme que le dejara en paz. Pensaba que un reflejo de mí misma nunca me apartaría de su lado. Quizá ahí resida la base de la autoestima, pero lo cierto es que Tyler me apartaba de su lado. Por mucho que yo lo intentara, no conseguí que volviera a querer tenerme cerca. Yo le echaba la culpa a aquel primer momento, en el paritorio, cuando le faltaba parte del pelo, y a mi mirada desquiciada, desesperada. Quizá su alma lo recordaba. Pero en realidad sabía que se sentía responsable de la muerte del bebé y que, de alguna manera, también me culpaba a mí de ello. Él no me perdonaba, yo no me perdonaba y la culpa devoró la poca confianza en mí misma que me quedaba.

Un año después de conocer a Joshua, cuando la amistad entre los dos se había afianzado y era algo sólido, Tyler ganó aplomo. Un día entré en su habitación sin llamar, porque les llevaba algo de comer, y explotó. Siempre había dejado clara la frontera de separación entre los dos, pero nunca había llegado a ser mezquino conmigo.

—Pero ¿de qué vas, mamá? —se quejó.

Su insolencia me dejó asombrada, pero como no quería regañarle delante de su único amigo —no había traído muchos más a casa y los que traía no parecían durarle mucho, al parecer no estaban a la altura de su fuerte sentido de la lealtad— le pedí cortésmente que por favor no me hablara en ese tono.

—¿Es que no puedes llamar?

Estaba furioso. Pedí disculpas, pero algo se había despertado en su interior.

—¿Es que no puedes dejarnos en paz?

Joshua farfulló algo sobre que a él no le importaba.

—¡A mí, entonces! ¡Déjame a mí en paz! —gritó Tyler con la voz quebrada—. ¿Es que no puedo ser un niño normal, mamá? Estoy harto. Harto de ti…

No había tenido una rabieta así desde los dos años y yo estaba perpleja.

—Pero, chiquitito mío, ¿qué te pasa…? —intenté decir.

—¡No soy tu chiquitito! —gritó entre lágrimas—. ¡Siento que no pudieras tener más, mamá! ¡De verdad lo siento, pero déjalo ya! Yo no soy tus bebés muertos. ¡Déjame en paz!

Aquellas tres últimas palabras desgarraron algo en mi interior. Joshua y yo nos quedamos callados. Moví los labios para decir algo, pero no emití sonido alguno. Acto seguido hui de aquella habitación.

Me costaba respirar, el aire era áspero y pegajoso cuando me senté en el sofá azul marino del cuarto de estar, ensordecida por el tictac del reloj sobre el piano que nadie tocaba: sonaba lento, fatigoso, cansado. Y entonces me convertí en el reloj, en el sofá, en la alfombra marrón de la que no conseguía desprenderme a pesar de que estaba casi transparente por el uso. Me convertí en el zumbido de la nevera y en la fría escayola de frágiles paredes. Era nada. Era un vacío, no había tristeza en mí, solo un eco de palabras.

—Lo siento, señora Jones —dijo Joshua sacándome de mi ensimismamiento—. Usted es una buena madre, una buena persona.

Y tras decir aquello salió sin hacer ruido por la puerta principal.

—No, Joshua. No estoy segura de eso —le dije a la habitación vacía. Al reloj, a las alfombras, a las paredes.

 

 

No estoy segura de por qué no le hablé a Wade del incidente. Quizá fue por lo emocionado que estaba cuando llegó aquella noche a casa. Le iban a hacer un homenaje entregándole un premio en un acto regional por reconstruirle la mandíbula a una niña de diez años que había nacido sin capacidad de hablar ni de masticar. Wade había sido el cerebro pensante de las quince operaciones —más de ochenta horas de cirugía desinteresada— que habían dado a la ahora muchacha de trece años la oportunidad de llevar una vida normal. Quería alegrarme tanto por él que incluso cuando me dijo que parecía un poco callada le aseguré que era porque su éxito me había dejado maravillada. A Wade no le interesaban ni el premio ni el homenaje, solo la cobertura en prensa que traerían consigo. Estaba decidido a usarla para situar su especialidad en primera plana, de manera que miles de niños pudieran tener la oportunidad de ponerse en contacto con él o con otros colegas.

—¿Sabes a cuántas grandes corporaciones podríamos llegar? —me dijo radiante.

Me sentía incapaz de arruinarle la velada una vez más, así que no dije nada y preparé unos espaguetis mientras asentía y sonreía. Tenía la esperanza de que Tyler se quedara en su habitación —todavía no había aprendido a disimular sus sentimientos—, pero mis preocupaciones resultaron inútiles, ya que a la hora de la cena apareció como si no hubiera pasado nada importante y se puso a charlar con su padre sobre un trabajo de Ciencias y sobre béisbol. Yo sabía que Tyler era un libro abierto, así que no estaba ocultando ni remordimientos ni tristeza. Lo cierto es que se encontraba perfectamente. De hecho, parecía relajado, más a gusto de lo que lo había estado en meses. Incluso me pidió repetir espaguetis y me ayudó a recoger la mesa. De repente me entró pánico. No había tenido tiempo suficiente para procesar lo ocurrido aquella tarde. Tenía la remota esperanza de que las palabras de Tyler fueran el resultado de la revolución hormonal causada por una pubertad precoz, pero su comportamiento indicaba otra cosa. Su arrebato había sido su manera de liberarse, por fin había identificado ese rencor que llevaba mucho tiempo albergando en su interior. Parecía libre.

Y así continuó, lanzándome miradas de rechazo día tras día, mes tras mes, hasta que me convertí en una sombra en mi propia casa. En la vida de mi hijo. Una extraña.

El éxito de Wade se retransmitió en forma de reportaje en una cadena de televisión local y de todo el país llegaron ofertas de ayuda. Era un héroe de la cirugía. Y así fue como comenzó una nueva etapa en nuestras vidas, en la que yo hacía de esposa orgullosa que le aplaudía sentada a mesas con manteles blancos en interminables galas benéficas y actos municipales.

Aunque hacía casi cuatro años que había dejado de trabajar en el supermercado para dedicarme a colaborar en las actividades del colegio de Tyler, continué insistiendo en simular al menos que era independiente. Me apunté a cursos de calceta y de panadería e incluso a clases de piano cuando Tyler se negó a acudir a las lecciones que le regalé por su noveno cumpleaños, y me las arreglé para poner cara de felicidad durante seis meses mientras aprendía a trompicones una canción infantil detrás de otra. Aguanté solo para demostrarle a Tyler la necesidad de ser constante para conseguir algo en la vida. Cuando la profesora de piano me proporcionó una vía de escape al anunciarme que se marchaba a vivir a otro estado, casi lloré de alivio.

Una mañana, después de un desayuno en el que me había sentido especialmente aislada, salí por la puerta principal al gélido viento de otoño vestida solo con una camiseta de pijama y un pantalón de chándal, sin zapatos siquiera. Me encantó sentir la hierba bajo los pies y el aire frío envolverme. Así que seguí andando. Y luego eché a correr. Y por primera vez en mucho tiempo sentí que pertenecía a alguna parte. Estaba en algún lugar y en ninguno…, estaba en casa. Una mariposa nómada. Un aleteo inconsciente, mecánico, intuitivo y feliz.

Así que empecé a correr. Primero distancias cortas, pero pronto se convirtió en una obsesión. Nadie parecía echarme de menos y por fin tenía mi espacio.

—Pero, bueno, Flor, estás espectacular. ¿Cómo he podido tener tanta suerte? —comentó Wade después de que llevara unos cuantos meses corriendo quince kilómetros diarios.

—No fue suerte. Fue la tarta de manzana —conseguí bromear.

—Si tú lo dices… De hecho ahora mismo estás para comerte. ¡Ven aquí! —Sonrió y tiró de mí.

—Me acabo de planchar el vestido —protesté débilmente.

—Y estoy deseando quitártelo, señora Whittington-Jones.

Wade nunca había cuestionado mi necesidad de lavarme nada más hacer el amor. En cuanto terminábamos me metía en la ducha. Supongo que al ser médico pensaba que era un hábito de lo más saludable, pero para mí la ducha era un lugar en el que olvidar. Mi marido era un amante dulce y generoso… Era yo la que no sentía deseo, la que convertía aquel acto en algo feo. Me lavaba, eliminaba su color de la paleta de mi desvaído ser. En ocasiones me sorprendía soñando que se echaba una amante. Pero aquel pensamiento me aterrorizaba tanto que lo ahuyentaba. Y en cualquier caso, era inútil. La abnegación de Wade era comparable a la de un sacerdote y yo era su único objeto de veneración. Por nuestro décimo aniversario me llevó a España e insistió en que renováramos nuestros votos matrimoniales bajo un cerezo en flor. Tyler nos acompañó, pero no hizo más que mirarnos irritado mientras su padre lloraba una vez más y yo balbuceaba falsas promesas. Durante aquellas dos semanas de vacaciones me dediqué a mirar cómo Tyler batía su récord en la Game Boy y Wade sacaba más de dos mil fotografías de paisajes decorados con una débil sonrisa mía.

Por el decimotercer cumpleaños de Tyler, le di a elegir entre varias celebraciones posibles:

En una discoteca.

—Pero a ver, mamá. ¿Te crees que seguimos en los ochenta?

Cena y cine con los amigos.

—Eso es un plan para parejitas…

Hacer pizzas caseras.

—Por si no te has enterado, solo va a estar Joshua. Así que dame el dinero que te gastarías en una celebración y nos vamos por ahí.

—¿Adónde?

—¿Qué tal si te vas a correr un ratito?

—Todavía tienes trece años, Tyler. Tengo que saber adónde vais a ir.

—Van a abrir unos recreativos al lado del centro comercial, si tanto interés tienes en saberlo.

—Lo tengo. Muy bien. Pues entonces os llevo y luego os recojo. Después podemos ir a cenar algo. Donde a vosotros os apetezca.

—Vamos andando. Y gracias por lo de la cena, pero no.

 

 

La mañana del cumpleaños de Tyler rechazó mis tortitas y se negó a darme un abrazo porque le había comprado el videojuego equivocado. Sentí un nudo en la garganta al darme cuenta de la realidad: lo tenía todo —la casa, la familia, el sueño— y sin embargo lo único que había conseguido realmente era aquello contra lo que tanto había luchado.

Me había convertido en mi madre.

Mis palabras eran vacías, mi voz extraña, mi vida una sombra. No estaba loca, todavía no, pero iba camino de estarlo.

De manera que pasé el cumpleaños de Tyler en la peluquería, un lugar que solía evitar.

—¿Qué vamos a hacer hoy, guapísima? —Un peluquero con camiseta rosa se puso a juguetear con mi melena rubia hasta la cintura—. ¿Mechas? ¿Cortar las puntas?

—Córtamelo. Al rape.

 

 

Me sorprendió encontrar a Joshua tirado en el sofá cuando entré por la puerta sintiéndome más ligera, distinta. Joshua parecía más a sus anchas en la penumbra del dormitorio de Tyler que en las «zonas comunes». Siempre se mostraba esquivo, algo que yo achacaba a la timidez, de forma que encontrármelo tan relajado fuera de su refugio me desconcertó. Enseguida quitó las zapatillas de encima del sofá y se puso de pie de un salto.

—¡Guau! —exclamó de manera completamente espontánea.

Aquella osadía inesperada me hizo ruborizarme.

—Está… Está muy distinta, señora Jones.

Su mirada rozó brevemente la mía antes de posarse velozmente en la alfombra a sus pies.

—Sí, Joshua. Me siento distinta.

Pegó la barbilla al pecho y arrastró los pies por la alfombra.

—Pero distinta bien, quería decir.

—Gracias, Joshua. Eres muy amable. —Me sentía extrañamente incómoda con mi nuevo aspecto. En mi nuevo yo—. ¿Qué haces aquí? Pensaba que ibais a ir a los recreativos nuevos… —Entonces reparé en una herida que tenía en el labio inferior—. ¡Pero bueno! ¿Qué ha pasado?

Dejé el bolso y corrí a inspeccionar la herida.

—No es nada. Lo siento mucho, señora Jones. ¡De verdad que no es nada!

Le ignoré y le levanté un poco la barbilla. Tenía un corte en el labio y también le estaba saliendo un chichón en la apenas visible frente.

Entró Tyler dando traspiés y llevando una bolsa con hielo y un trapo de cocina húmedo.

—Tyler, ¿se puede saber qué está pasando?

Tyler estaba pálido. No había heredado de su padre la capacidad de enfrentarse a la sangre. Me alivió comprobar que él no estaba herido, pero tampoco se encontraba en condiciones de ayudar a su amigo.

—Vete a tu cuarto. Ya me ocupo yo —le tranquilicé mientras le cogía el hielo y el trapo.

Su alivio fue palpable.

—De verdad, señora Jones. Estoy bien. Por favor, no se moleste. Es el cumpleaños de…

—Al cuarto de baño, ¡ya! —insistí.

 

 

Llevé a Joshua al piso de arriba mientras se tapaba la barbilla con una mano cuidando de no manchar nada de sangre. Obedeció dócilmente cuando le pedí que se sentara en el váter mientras llenaba el lavabo de agua tibia a la que añadí antiséptico. Usé todo el contenido de nuestro bien nutrido botiquín de emergencia y a continuación, una vez más, le levanté con suavidad la barbilla y le hice apartar la mano del labio.

—Puede que esto necesite puntos.

Empecé a limpiar con cuidado la sangre que tenía en el cuello y en el mentón. Su piel suave como un melocotón parecía desmentir que estuviera a punto de convertirse en un adolescente.

—Te va a escocer un poco.

Asintió ligeramente cuando le sujeté la barbilla con una mano y empecé a pasarle la toalla empapada con el tibio líquido desinfectante por la piel herida. Tomó aire para soportar mejor el escozor y cerró los ojos.

Le aparté el flequillo y le apliqué una bolsa de hielo a la altura de la ceja hinchada. El chichón era rojo arrebatado con una sombra azul que empezaba a perfilarse en los bordes. Apreté el hielo con cuidado contra la piel cálida. Al momento abrió los ojos y los fijó en los míos. Eran dos remolinos color avellana y verde aceituna y cuando se clavaron en mí tuve una extraña sensación de familiaridad. De improviso me sentí invadida, descubierta e indefensa.

Di un paso atrás, conmocionada.

Pasaron uno, dos, tres segundos.

Me cogió apresurado la toalla y salió de la habitación dejándome con un lavabo lleno de agua ensangrentada y antiséptico.

¿Qué había sido eso?

Cuando salí los chicos se habían ido. Como era de esperar.

 

 

Aquella noche me fui a la cama temprano, contenta de saber que Wade llegaría a casa tarde. Por la tarde Tyler apenas me había dirigido la palabra. Había tirado su cena de cumpleaños a la basura y se había subido a su habitación en cuanto le pregunté por lo que le había pasado a Joshua. Irse a la cama parecía una elección razonable, así que le seguí escaleras arriba y aparté de la mente la extrañeza de aquellos instantes con Joshua en el cuarto de baño.

Justo antes de entrar en mi dormitorio me quedé escuchando a la puerta de la leonera de Tyler, atenta a cualquier señal de mi querido niño. Oí ruidos electrónicos ahogados procedentes de la consola, que correspondían al videojuego «equivocado» que le había regalado yo. Que estuviera jugando con el regalo que había pasado horas eligiendo me levantó el ánimo solo por un momento. Con la frente pegada a la puerta me esforcé por transmitirle mi amor. Luego recorrí el pasillo y me sumergí en un sueño inquieto.

Wade se marchó antes de que me despertara —tenía quirófano a primera hora— y yo me di el lujo de salir a correr un buen rato para evitar pensar y animada porque brillaba el sol. Aquella mañana corrí más de treinta kilómetros y cuando por fin volví a casa estaba quemada por el sol y llena de ampollas. Me desplomé junto al exuberante parterre situado justo a la entrada de nuestra casa, que había plantado yo ocho meses antes, y me quité las zapatillas para inspeccionarme los talones llagados y los dedos llenos de sangre. Me maravilló que fuera todavía capaz de sangrar. Mi impresión era que tenía muchas más ampollas en el corazón que en la piel.

 

 

Cuando Wade entró en casa aquella tarde reinaba el silencio tenso habitual. Tyler y Joshua habían entrado sigilosamente después del colegio y desde entonces yo ni les había visto ni oído. La llegada de Wade fue inesperada, ya que solía volver mucho más tarde del trabajo.

—Qué pronto llegas. —Conseguí sonreírle.

—No aguantaba un momento más en la consulta… Ven y siéntate, preciosidad. Tengo noticias.

—¿Frescas? —Intenté simular buen humor.

—Sí, pero de la otra punta del país. Me han ofrecido dirigir el servicio de cirugía maxilofacial de uno de los hospitales más prestigiosos de este país. Debe de haber sido por el premio. Pero, bueno, ¡si te has cortado el pelo!

—No sabía que estabas buscando trabajo en otra ciudad. Creía que eras feliz aquí.

—Lo era y lo soy… ¡Me han llamado ellos! Es una oportunidad única, Flor. Y no solo para mí; hay tres escuelas de Bellas Artes cerquísima del hospital y ya le he echado un ojo a una casa de dos pisos y cuatro dormitorios para que la veas…

—¿Has estado mirando casas? ¿Desde cuándo lo sabes?

—Un mes, tal vez seis sema…

—Pero ¿por qué no…?

—Quería esperar a que pasara el cumpleaños de Tyler para contároslo a ti… y a él. No quería que tuviera que pasar su gran día preocupado por la mudanza. El pelo te queda… Guau, estás…

—Tanto como su gran día no era. Y a mí, ¿por qué no me lo contaste?

—Siempre se te ha dado mal guardar secretos.

—Ah, ¿sí?

—Acuérdate de cuando Marlene tuvo…

—¡Ya no tengo veinte años!

—No, desde luego. Eres la mujer de treinta y cuatro años más guapa…

—Treinta y cinco.

—Pues es que con ese pelo parece que tienes veinticinco.

—Así que has decidido tú por todos.

—¿Qué hay aquí que no puedas tener allí? ¡Nada! Estar en la AMPA, dar clases de piano, salir a correr…

—No hables de mi vida como si no hiciera nada importante.

—Flor, no quiero discutir. Estás demasiado guapa para una pelea… Es una oportunidad estupenda para nuestra familia.

—¿Nos mudamos?

La voz de Tyler nos sobresaltó y su tono me obligó a olvidar momentáneamente mis recelos.

—Bueno, me han hecho una oferta que no puedo rechazar. La rechazaré si los dos me decís que de verdad no queréis mudaros, pero… —Wade se metió una mano en el bolsillo y sacó cinco folletos—. Te he cogido esto. Son de universidades con programa de Bellas Artes. A todo color. —Se los dio a Tyler, quien apenas los miró.

Reparé en Joshua en lo alto de las escaleras, pero estaba demasiado pendiente de la escena que estaba a punto de producirse para pensar en sus sentimientos.

Parecía inevitable que Tyler explotara y sin embargo…

—Me parece genial, papá. ¿Cuándo nos vamos?

Siempre era un enigma.

Wade y Tyler se pusieron a charlar entusiasmados sobre las posibilidades de Boston mientras Joshua bajaba las escaleras.

—En Boston hace mucho frío. Nieva incluso —fue todo lo que aporté yo a la conversación.

Y entonces Joshua salió, su marcha marcada por un suave chasquido de la puerta.

—Así podremos hacer muñecos de nieve —dijo Wade encantado.

 

 

A lo largo de los años, Sylvain había sido una presencia inconsistentemente constante en mi vida. Más o menos cuando yo dejé el trabajo en el supermercado, ella decidió probar suerte en Hollywood. Después de eso solo me visitaba de vez en cuando, siempre de manera imprevista. Aparecía en la puerta de casa como salida de la nada y desaparecía después de que la llamara algún agente o novio, a menudo era difícil distinguir entre unos y otros. Mientras esperaba su gran oportunidad en el cine, trabajaba de extra. Yo alquilaba todas las películas en las que aparecía y con frecuencia tenía que buscarla desconcertada entre un mar de caras. De no haber sido por su pelo rojo llameante, es posible que no la hubiera encontrado nunca.

—Pues aprende a patinar sobre hielo —fue su reacción a mis quejas sobre la nieve.

De una manera extraña, sus palabras me apaciguaron. Me guardé mis opiniones cortantes y desempaqueté catorce años de matrimonio en nuestro nuevo hogar de cuatro dormitorios. La habitación de Tyler no era solo más grande, también tenía vistas. Animado por el nuevo espacio, pintó un mural en una de las amplias paredes. De inmediato resultó obvio que en Boston iba a encontrar una mayor libertad. Artístico e introvertido en público, allí descubriría que ser el recién llegado encajaba con su personalidad algo excéntrica. Se comunicaba con Joshua casi todos los días y parecía contento con tener un único amigo, aunque estuviera en la otra punta del país. Yo admiraba su lealtad, aunque me preocupaba que aquella situación no fuera demasiado saludable. Pero lo cierto es que Tyler no era como la mayoría de los adolescentes. Su único y más íntimo amigo estaba a miles de kilómetros y aquello no parecía preocuparle en absoluto. A veces hablaba de Joshua como si hubiera estado con él una o dos horas antes. Intenté decirme que estaba anticuada, que de alguna manera, gracias a las nuevas tecnologías, su relación seguía siendo la de siempre, pero aun así notaba piedras frías en el estómago.

 

 

Y entonces ocurrió el accidente. Cuando llevábamos solo seis semanas en Boston. Quizá fue inevitable. La peor climatología que habíamos vivido en la costa oeste se había limitado a unas cuantas tormentas tropicales. No estábamos en absoluto preparados para conducir en la nieve. El interés de Wade por hacer muñecos de nieve se disipó después de tener que despejar con ayuda de una pala el camino de entrada a la casa. Era un buen conductor, cuidadoso y considerado, pero nunca se había enfrentado al hielo.

 

 

—Ingresó muerta —dijo Wade moviendo la cabeza.

Nunca le había visto tan impresionado. En su trabajo había visto cosas muy intensas y desagradables, pero saber que era el causante de aquella muerte suponía para él un peso muy grande. Quise decirle que no había sido culpa suya; ver a mi marido tan apesadumbrado era casi insoportable.

Pero sí había sido su culpa. Había frenado llevado por el pánico cuando en realidad debía haber acelerado, algo que nunca le habría ocurrido a un conductor veterano de Boston, y había empotrado nuestro Range Rover nuevecito en el jardín de una familia de clase media. Afortunadamente, esta se encontraba comiendo dentro de la casa, pero su perra, una golden retriever de cuatro años, no había tenido tanta suerte. Había quedado atrapada entre una pared y la rueda trasera izquierda mientras Wade, Tyler y sus dueños intentaban liberarla. Tardaron casi cuarenta minutos y estoy segura de que mis chicos nunca olvidarán los aullidos de dolor del pobre animal.

Yo daba gracias porque ninguno de los dos hubiera resultado herido, pero, mientras consolaba a mi marido, Tyler permaneció en silencio junto a la puerta de entrada, una silueta espectral y temblorosa. Estaba tan acostumbrada a la distancia entre nosotros que conseguí refrenar mis deseos de correr hacia él.

—Os voy a preparar un té para que entréis en calor y luego un baño caliente. —Me volví a mirar a mi doliente hijo, que seguía siendo flaco y desgarbado incluso con el anorak y las botas de suela gruesa. Mi precioso y distante hijo.

Subí las escaleras y abrí el grifo del agua caliente. Cuando salí al pasillo en penumbra mi hijo adolescente, frágil y roto, se derrumbó en mis brazos. Se aferró a mí y yo lo abracé.

—Mami —fue todo lo que consiguió decir mientras estábamos allí, hechos un ovillo, en el umbral.

—Lo sé, mi niño. Lo sé.

Madre perfecta
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