Amber

 

 

Soy demasiado joven para morir. Sin embargo, eso es lo que me va a pasar. Y pronto.

Nunca fui consciente de que envejecer es un privilegio. Antes creía en algo. En el amor. En enamorarse… No estoy segura de cuándo desapareció mi fe en esas cosas, cuándo me fue robada la última brizna de esperanza o cuándo renuncié a ella. Solo sé que ya no queda nada. Y que, aunque no lo soy, de repente me siento vieja. Demasiado vieja para creer en los finales felices.

Esta confesión no habla solo de equivocaciones. También de un viaje. Mi viaje. Que está a punto de terminar. Prematuramente.

Tengo cuarenta y un años y en menos de seis meses estaré muerta. Y será doloroso. Aunque no más doloroso que los últimos dos años que he vivido.

Mi primera equivocación fue probablemente casarme con mi primer amor. Era mi tercer amante y mi mejor amigo. Wade. Me encantó su nombre cuando lo pronuncié por primera vez, la facilidad con que pareció salir de mis labios. Él era estudiante de Odontología de cuarto año; yo hacía segundo de Periodismo. Él era un niño bien, americano de los pies a la cabeza; yo, en cambio, era diferente y extranjera. Pero de alguna manera acabamos estudiando sentados uno al lado del otro en la biblioteca, reconfortados por el consumo en compañía de conocimientos. Este pronto se convirtió en un consumo en compañía de nuestros respectivos cuerpos y en una inseparabilidad reservada únicamente a los muy jóvenes o a los muy egoístas.

Lo irónico es que yo iba en busca de la verdad. «Corazón de idealista con cerebro de pragmática», así era como me definía a menudo Wade por entonces. Aquello me resultaba paternalista e irritante, pero negarlo con vehemencia únicamente servía para divertirle aún más. Aunque solo me sacaba tres años, lidiaba con mis arrebatos y mis aspiraciones como alguien curtido en las cosas de la vida. Incluso cuando trató de despendolarse y formó una banda musical de tres estudiantes de Medicina llamada Diga 33, él se ocupaba de buscar locales, de aplacar los ánimos y de evitar el consumo de alcohol excesivo por parte de sus colegas. La banda fue un fracaso; lo que no sorprendió a nadie, en cambio, fue que Wade se graduara cum laude. Tampoco que el día de la graduación se tropezara con la toga mal puesta cuando bajaba la escalera de la entrada de la universidad y aterrizara con torpeza y apoyado en una rodilla justo delante de mí. Las escaleras siempre me han recordado a las teclas de un piano… con cada nota que sube o baja dependiendo de la dirección. Wade me había conocido subiendo, mientras yo bajaba: sol, la, mi… yo. La caja que él llevaba en la mano contenía su esperanza y ¿quién era yo para negársela?

Por supuesto acepté, aunque todavía me faltaba un año entero para graduarme y no tenía ni idea de si podría quedarme en Estados Unidos cuando se me terminara la beca. Los necesitaba a él y a su pragmatismo imperturbable. Ofuscada y arrogante como yo era, supuse que sería capaz de compaginar las exigencias de la vida de casada con la propagación ferviente de la verdad en el mundo, pero lo que la juventud cree el tiempo lo desmiente y nunca llegué a cruzar la meta de la graduación. De haberlo conseguido habría sido un milagro, pues para entonces estaba embarazada de treinta y ocho semanas de mi hijo Tyler.

Con mi figura esbelta y mi metro setenta y seis de altura, siempre había atraído bastantes miradas del sexo opuesto, algo a lo había terminado por acostumbrarme, algo que casi, aunque de mala gana, daba por descontado. Mi melena rubia ondeante contribuía a provocar dichas miradas, que yo trataba de esquivar a base de humor mordaz y prendas de vestir que me quedaban siempre un poco grandes. Durante aquellos nueve meses habría dado cualquier cosa por poder ponerme unos vaqueros pitillo y una camiseta de tirantes. A los veintidós años, ir por la vida inmensa y vestida de señorona no es lo ideal.

Wade estaba eufórico. Sus intensos ojos castaños brillaban de ilusión cuando me aseguraba que encontraríamos la manera de que yo me graduara y que no tardaría en emprender una emocionante carrera profesional. «Muchas mujeres lo hacen, mi Flor. Luego te alegrarás muchísimo de haber tenido hijos pronto. Podrás disfrutar de tu libertad cuando todas las demás estén renunciando a sus carreras profesionales». Me daba tantos ánimos, sonaba todo tan creíble que mi corazón se aferró al consuelo que me proporcionaban sus palabras.

Para que quede claro, me llamo Amber. Amber Celeste Whittington-Jones. Aunque Wade decía que mi nombre me iba de maravilla, dado mi temperamento fogoso (el ámbar arde con facilidad), siempre me llamaba «Flor», pues me veía como una flor llena de opiniones e idealismo, desesperada por terminar de abrirse y dar frutos. Decía que rebosaba de posibilidades… Flor… Yo hacía como si aquel apodo me molestara, pero en mi fuero interno que Wade tuviera esa visión de mí me llenaba de felicidad.

Así que tuve a Tyler. Algo que me parecía natural. Algo que, me dije, hacían mujeres todos los días: dar a luz. Mi parto fue intenso y difícil en el sentido de que luego necesité veintidós puntos, pero completamente «normal». Tyler llegó con un mechón negro y rizado y ojos pequeños y oscuros. Nunca me habría creído que era mi hijo de no haber sido testigo de su llegada. Le faltaba un trozo de pelo, cortesía del escalpelo utilizado para que pudiera salir con más holgura. Supe que fracasaría como madre en cuanto pronuncié mis primeras palabras en mi recién estrenado papel:

—Pero ¿dónde demonios está el resto del pelo…? ¡Seguro que se me ha quedado dentro…! ¡El pelo no se disuelve!

El médico me miró perplejo con las manos todavía ensangrentadas.

—Lo expulsará todo… Tiene usted un bebé perfecto, señora Jones. Diez dedos en las manos, diez en los pies…

Pero yo en lo único que podía pensar era en que tenía un mechón de pelo rizado y oscuro atascado en mi interior.

Y así fue como me convertí en madre.

 

 

Mi madre había sido una mujer despojada de color. De voz. Una concha vacía. Mi padre tuvo buen cuidado de extinguir todo sonido que fuera capaz de emitir. A pesar de ello, en sus ataques de furia alcohólica él nunca me puso una mano encima. Nunca me miró. Se refería a mí como «la chica» o «esa».

La lengua materna de mi padre era el afrikaans y cuando hablaba en inglés lo hacía con acento gutural. «La chica no ha recogido la cocina». El sonido de carne golpeando carne no puede borrarse de la memoria de un niño. «A la chica hay que darle una lección». De manera que mi madre creó una barrera de carne entre el temperamento colérico de mi padre y mi piel intacta. Ella ni siquiera gritaba, se limitaba a hacerme una señal para que me fuera a mi habitación.

Vivíamos en una casa de dos habitaciones y fachada de ladrillo que en otro tiempo había pertenecido a mis abuelos paternos en Boksburg, un área conflictiva situada al este de Johannesburgo. Mi madre se había quedado huérfana muy pronto. Sus padres adoptivos de clase alta la habían educado para ser profesora de Lengua y Literatura, pero mi padre se ocupó de que, en lugar de eso, se quedara en casa y cumpliera con sus obligaciones como esposa. Él en cambio entraba y salía cuando le venía en gana. En ocasiones pasaba fuera días, incluso semanas. Su trabajo como chatarrero no le procuraba demasiados ingresos, pero mi madre siempre se las arreglaba para poner comida en la mesa. Que mi padre estuviera o no en casa daba igual, porque la tensión permanecía. Era casi un alivio verlo entrar por la puerta gritando blasfemias. Al menos así lo teníamos localizado.

Y entonces un día, cuando yo tenía nueve años, se fue. Mi madre tardó meses en denunciar su desaparición. Por aquel entonces la policía sudafricana no se tomaba en serio los casos de maridos desaparecidos. Cuando los meses se convirtieron en un año y luego en varios, suspiramos aliviadas como prisioneros que han recuperado su libertad, convencidas ya de que se había ido para siempre. El problema fue que mi madre también pareció marcharse. A efectos prácticos era como un fantasma. Apenas salía de casa. Sus miedos proliferaban igual que una enredadera en la sombra y cada día su mundo se encogía un poco más. Al mismo tiempo, con cada nueva fobia que tejía una red en la marchita psique de mi madre, se iban disipando mis miedos. A medida que asumía responsabilidades —hacer la compra, concertar citas, ir a la oficina de correos, limpiar la casa— crecía mi determinación.

Mi madre había empezado a dar clases particulares de Inglés a alumnos con dificultades después de que mi padre desapareciera, pero a medida que pasaba el tiempo y sus miedos empeoraban, recayó en mí el peso de buscar un empleo, que conseguí en un supermercado del barrio, donde trabajaba embolsando y haciendo inventario. Me acostumbré a oír a mi madre murmurar cosas sin sentido mientras pasaba las hojas de revistas y periódicos en busca de cupones de descuento, ofertas especiales y sorteos. Siempre había ganado premios en concursos de crucigramas y juegos de palabras y, con mi padre desaparecido, se entregó a ello con un fervor religioso, ganando de todo, desde productos de aseo hasta lavadoras. Después vendíamos los premios, que a menudo servían para mantener llena nuestra nevera durante semanas, a veces hasta meses. Pero pronto su trastorno se agravó. Cada vez hablaba más sola y, en lugar de limitarse a ofertas y cupones, durante sus revisiones rutinarias de la prensa empezó a acumular trozos sueltos de papel con palabras y fotografías que recortaba al azar y pegaba en las paredes del comedor, a pesar de mis protestas. Intenté darles un significado, encontrar un sentido a aquellas palabras, a los peces y a los edificios recortados que empapelaban las paredes de las que en otro tiempo habían colgado las fotografías de mi abuela. Con el tiempo, los recortes se convirtieron en un extraño empapelado que recubría casi todas las paredes de mi casa, con la única excepción de mi dormitorio. Supe que necesitaba empezar una vida nueva, en un lugar lo más lejano posible de las arenas movedizas en que se había convertido mi existencia. Por eso me presenté a los exámenes de ingreso de UCLA, la Universidad de California en Los Ángeles, especiales para estudiantes extranjeros y conseguí una beca completa. Solo tenía que pagarme el billete de avión y una parte de los gastos de alojamiento, para lo que me bastaría encontrar un empleo a tiempo parcial. A miles de kilómetros de mi casa había esperanza para mí. Recurrí a los servicios sociales para que proporcionaran a mi madre los cuidados que su enfermedad mental precisaba y, con una mochila llena de remordimientos y el corazón lleno de ilusiones, me subí a un avión. Sabía que en Estados Unidos podría sacarle más partido a mi vida lejos de mi trastornada madre, la única familia que me quedaba. Haría más cosas, viviría más. Nunca sería «la chica». Mi vida sería distinta y serviría para cambiar las vidas de mujeres como mi madre. Ese sería mi primer «fruto».

 

 

A Wade le había contado una verdad a medias sobre mi madre, le había explicado que había sufrido una crisis nerviosa cuando mi padre se marchó y que estaba ingresada en una residencia. Wade nunca me presionaba para que le hablara de cosas que sabía que eran demasiado dolorosas para mí y accedió a mi insistencia de que no se conocieran, incluso cuando nuestra relación se volvió seria. Yo quería empezar de cero. Sudáfrica era mi pasado. No me cansaba nunca de la seguridad con que Wade caminaba por la vida. Él no se cansaba de mi pasión. Encajábamos perfectamente.

El temperamento de Wade era resultado directo de haber crecido en el seno de una familia de clase media ambiciosa. Yo quería encajar en ese contexto y, lo que era más importante, quería demostrar a Wade que podía pertenecer a su mundo.

La maternidad puso fin a mis esperanzas de conseguirlo. La falta de sueño me convirtió en alguien inútil, perdida, impotente y exhausta. La combinación de todas esas circunstancias me hacía sentirme insignificante comparada con mi marido, extremadamente paciente pero extremadamente ocupado en terminar su especialidad médica. No solo se las arreglaba para traer un sustento al apartamento de dos habitaciones de nuestra joven familia, también se graduó y consiguió especializarse en cirugía maxilofacial gracias a que dedicó el dinero de su beca y los trimestres sabáticos a hacer la residencia. Estaba tan lleno de determinación como yo exhausta.

Tyler hacía aflorar a «la chica» y a «esa» que todavía palpitaban bajo mi piel. Apenas dormía, lloraba sin cesar y estaba convencida de que el día menos pensado alguien irrumpiría en mi casa, cogería a mi hijo y me declararía madre no apta en todos los sentidos. Pero no fue así. En lugar de ello, recibía masajes en la espalda y palabras de aliento de mi infatigable marido. Me engatusaba y reconfortaba, y yo a mi vez hice lo mismo con Tyler, que con el tiempo empezó a dormir y, después de nueve meses de calvario, milagrosamente dejó de llorar.

Una tarde en que sus gritos ya no me perforaban el tímpano y se revolcaba sobre la alfombra marrón y nudosa del centro de la habitación, donde la luz del sol se proyectaba con nitidez sobre la esquina y aleteaba la sombra de la pícea que había junto a la ventana, tuve una revelación repentina y poderosa. Fue una toma de conciencia que me llegó igual que un susurro: No va a venir nadie. La nube amenazadora de la desesperanza fue dando paso a una sensación de alivio intenso. Desgarrada y cosida en el plazo de un instante.

Soy madre. Lo soy. Lo he conseguido. Nadie va a venir a quitarme a Tyler. Esto lo estoy haciendo yo sola.

Tal cual.

Y así fue como, en un instante extraño y mágico, fui consciente del vínculo que me unía a mi hijo.

A aquel bebé perfecto de pelo rizado, ojos violeta, diez dedos en las manos y diez en los pies.

Aquel día gateé por la alfombra hasta Tyler y lloré mientras hacíamos sombras chinescas en la luz.

Madre perfecta
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