Amber

 

 

Abrazar el cuerpo aterido de Joshua fue algo mágico. Podía haber seguido haciéndolo durante horas bajo la luz fluorescente de la cocina, pero estaba temblando y se sentía incómodo. Nunca le había abrazado antes —nunca se había mostrado efusivo conmigo a excepción de aquel extraño momento desastroso del beso en el aparcamiento— y la distancia de mi hijo me tenía bien entrenada.

En cuanto nuestros cuerpos perdieron el contacto, dejó caer la cabeza, fijó los ojos en las baldosas del suelo y el hechizo se rompió.

—Josh —susurré—, he estado preocupadísima. Qué alegría verte. Qué…

—De verdad que no tiene por qué preocuparse por mí.

—Pues claro que sí. Dos semanas… Casi me vuelvo loca. ¿Dónde has estado?

—Pues… —parecía incómodo— mi tía se enteró de lo de la solicitud, llegaron unos documentos por mensajero para la cita en el juzgado. Se le fue la olla totalmente… —Se limpió la nariz con la manga—. Me encerró con llave y ni siquiera me dejaba ir a trabajar. Así que me escapé.

Cogí una servilleta de papel.

—Ay, Joshua, cuánto lo siento.

—No lo sienta. —Cogió la servilleta sin mirarme a los ojos—. Me ha salvado la vida.

Entonces sus ojos se encontraron con los míos. Tenía la mirada de un veterano de guerra.

—¿Se puede saber qué pasa aquí? —Wade apareció en ese momento—. ¿Joshua?

—Wade, se ha escapa…

—Doctor Jones, lo siento mucho. Es que no tenía adónde…

—No te disculpes, Josh. Estás empapado. Sube y date una ducha caliente. Las dos de la mañana no son horas para entrar en detalles. Venga, ve, ya sabes dónde está el cuarto de invitados…

—Que ahora es el tuyo.

Lamenté esas palabras en cuanto las hube dicho y los dos me miraron fijamente. Wade tragó saliva con los ojos todavía somnolientos.

—Tengo quirófano mañana a primera hora. Me voy a la cama.

Se giró y empezó a subir las escaleras.

—Yo también voy a subir, si le parece bien, señora Jones.

—Ve, Josh. Nos vemos mañana por la mañana.

Apagué las luces satisfecha al oír el ruido ahogado de los movimientos de Joshua instalándose en nuestra casa. Cuando cesaron todos los sonidos subí y me deslicé en la cama al lado de Wade, que estaba profundamente dormido, e intenté contener mi euforia, no fuera a hacer temblar la casa hasta los cimientos.

 

 

Por completo ajeno a la llegada de nuestro invitado de madrugada y visiblemente enfadado todavía, Tyler pasó a mi lado en la cocina y cogió su fiambrera y una manzana.

—Tyler, te…

Me dio la espalda y se dirigió hacia la puerta.

—Buenos días. —Wade bajaba deprisa por las escaleras—. Luego nos ocupamos de esto, Flor. Cenamos todos juntos y decidimos la manera correcta de proceder. Ahora me tengo que ir, te veo a las seis.

Me rozó la mejilla con los labios y desapareció por la puerta.

Oí pisadas a mi espalda.

—¿Dónde está todo el mundo? —Josh tenía el pelo del lado derecho de la cabeza de punta, a modo de saludo rebelde a la gélida mañana.

—Buenos días. Tienes que estar hecho polvo —dije, tratando de sonar más animada de lo que me sentía—. ¿No quieres dormir un rato más? Puedo subirte el desayuno cuando te apetezca.

Tenía la esperanza de que se volviera a la cama y así yo podría aclarar mis pensamientos.

—No, no hace falta. Estoy acostumbrado a madrugar. —Se rascó un muslo—. He estado compartiendo habitación con tres críos, acuérdese.

Oír a un chico de dieciséis años usar la palabra «críos» resultaba descorazonador. No me miraba a los ojos, sino que paseaba los suyos nervioso por la casa, como si temiera que alguien fuera a atacarlo.

—Pues muy bien. ¿Qué te apetece desayunar? Hay cereales, huevos, tostadas…, lo que quieras.

Paseó la vista nervioso por la cocina.

—¿Cuándo has comido por última vez? Tienes que estar muerto de hambre.

Bajó la vista con un gesto de total desolación estirándose la camiseta extragrande y con los pantalones de chándal colgándole torpemente de la cintura. No era así como yo había querido recibirlo; no me parecía bien y quería volver a empezar.

—¿Por qué no vas a darte una ducha y yo te preparo el desayuno para dentro de quince minutos, por ejemplo?

—No quiero molestar, señora Jones. —Se pasó una mano nerviosa por el pelo en un intento por aplanar el mechón rebelde.

Di un paso hacia él y retrocedió vacilante.

—Amber, Josh. Me llamo Amber. Y no es ninguna molestia. Ve a ducharte y te veo en un ratito.

Me miró por entre el pelo, a continuación se sujetó el pantalón que le colgaba peligrosamente y se dirigió escaleras arriba.

 

 

—Sí, entiendo. Muy bien, pues voy a reservar hoy mismo los billetes… El treinta y uno, dice. Sí, se lo agradezco. —Al volverme me encontré una versión refrescada de Joshua que me hacía gestos desde el pasillo—. Se lo diré. Allí estaremos… Por supuesto, eso está claro… Gracias otra vez. Le llamaré si necesito algo más.

Joshua no se había movido.

—Era el señor Hartmeyer. Dice que el juzgado ha confirmado la fecha y que tenemos la comparecencia ante el juez en poco más de dos semanas. Bueno, en realidad el que comparece eres tú, pero yo estaré allí para testificar sobre ti y para declarar que nos hemos hecho responsables de tu escolarización. Dice que cada caso es distinto, pero que mientras convenzamos al juez de que no serás una carga para la sociedad y que eres solvente económicamente, lo más seguro es que te concedan la emancipación. Está bastante tranquilo. La única pega es que ahora mismo no estás en California, así que tendremos que coger un avión la semana que viene. Tienes que conservar el empleo hasta la comparecencia y luego ya veremos cómo hacemos.

—No pienso volver allí. —Tenía los ojos abiertos de par en par.

—No, no me has comprendido. No vas a quedarte con tu tía. Alquilaremos algo para un par de semanas con el dinero de tu cuenta corriente, para probar tu independencia económica. Luego, cuando el juez haya dictado sentencia y esté hecho todo el papeleo, volvemos a casa y te matriculamos en el instituto.

Joshua asintió.

—Vale.

Parecía pensativo y cansado, así que decidí cambiar de tema.

—¿Quieres que me siente contigo? —le pregunté mientras le invitaba a entrar en la cocina con un gesto. Era evidente que no quería estar solo.

—¿Usted va a comer también? —respondió.

—Por lo general salgo a correr antes de desayunar, pero… —Lo cierto es que necesitaba aclarar la cabeza, arreglar las cosas con Tyler, hablar con Wade—. Comeré algo.

Masticamos en silencio con el zumbido rítmico del lavaplatos como música de fondo. En nuestros correos había habido una franqueza entre nosotros que la realidad había interrumpido de manera brusca. Intenté no desanimarme.

Cuando terminó, recogió con cuidado su plato y el mío y fue hasta el fregadero.

—No te preocupes, Josh, los platos ya los friego yo.

Me ignoró y se puso a fregar su plato y otros que yo había aclarado mientras esperaba a que terminara el lavavajillas. Me miró por encima del hombro y una de las comisuras de la boca se levantó ligeramente dejando ver una pequeña marca, un hoyuelo en la mejilla derecha.

—Bueno, gracias. Creo que Tyler ni siquiera sabe dónde está el fregadero.

 

 

Pasamos el resto de la mañana en mi ordenador, buscando un alojamiento económico que estuviera cerca del trabajo de Josh. Llamamos a su jefe, a quien le pareció bien que Joshua se incorporara de nuevo la semana siguiente, y por último sacamos billetes de avión para California.

Me irritaba no haber podido localizar a Wade. Después de su explosiva reacción por no haberle consultado sobre la adopción, había tratado de mantenerle informado, a pesar de lo tibio de su actitud ante la situación en general. Traté de llamarle varias veces a lo largo de la mañana y me aseguré de dejarle siempre un mensaje. Tenía una persistente sensación de miedo a su reacción cuando se enterara que iba a marcharme, pero, como no tenía elección, hice todas las gestiones sin contar con él.

Después de una hora buscando, Joshua encontró un apartamento relativamente barato, parcialmente amueblado, de dos dormitorios y cocina, a unos tres kilómetros del establecimiento de comida rápida donde trabajaba. La zona no era nada atractiva, pero para que Josh pareciera autosuficiente necesitábamos una prueba de que era capaz de mantenerse a sí mismo. Hice una transferencia con la fianza y en menos de dos horas lo tuvimos todo solucionado.

Tyler solía llegar a última hora de la tarde y Wade a primera de la noche, así que disponíamos de algo de tiempo antes de que se derribara el castillo de naipes que yo estaba construyendo.

—Tú ve a instalarte. Yo saldré a correr. —Necesitaba desesperadamente calmarme un poco—. Después de tanto mirar la pantalla necesito un poco de aire.

—Hace muchísimo frío.

—Me gusta y además en invierno hace todavía más frío, aunque entonces corro por la pista cubierta.

Josh miraba por la ventana al aire gris y algo brumoso. Parecía abatido.

—Para Navidades estarás caminando por la nieve y despejando la acera.

Sonreía. Me sentía una extraña.

—¿Puedo ir?

—¿Adónde?

—A correr.

Me miró a los ojos y acto seguido bajó la cabeza.

—¿A correr?

Nunca había salido a correr con nadie y le miré sin saber qué decir.

—Da igual. Vaya usted.

Negó con la cabeza e hizo ademán de irse a su habitación.

—¿Tienes deportivas?

—Más o menos.

Se reunió conmigo al pie de la escalera con un par de deportivas rojas muy desgastadas… Se les empezaba a formar un agujero en la puntera. Se dio cuenta de que las miraba.

—No pasa nada. No están tan hechas polvo como parece.

Así que salimos a correr. Bueno, corrimos un par de kilómetros. Cuando me di cuenta de que Josh aflojaba el paso fingí tener flato.

—Necesito ir más despacio. ¿Te importa que caminemos? —dije.

Estaba sin aliento y no pudo responder. Tragué saliva para impedir que mi irritación aumentara mientras lo veía recuperar el resuello.

Caminamos en silencio bajo una lluvia finísima.

—Sé que ha aflojado el paso por mí. —La voz de Joshua interrumpió la momentánea paz.

Tenía el pelo escarchado de gotas minúsculas y turbias, casi mojado.

—No ha sido por ti, Josh —mentí.

Hacía frío y, al haber dejado de correr, tiritábamos.

Torció los labios en un gesto de incomodidad y su cabeza volvió a su posición habitual, con la barbilla casi tocando el pecho. Así siguió los veinticinco minutos que tardamos en llegar a casa.

Cuando por fin entramos por la puerta estábamos empapados y helados hasta los huesos. Me quité enseguida la chaqueta del chándal y me desaté las zapatillas. Estaba entumecida y me esforzaba por evitar que me castañetearan los dientes cuando reparé en Josh inmóvil, de pie y en silencio junto a la puerta. Me volví y reparé en cómo su mirada bajaba ligeramente hasta detenerse en mi pecho. Tenía la camiseta blanca empapada, prácticamente transparente y pegada al cuerpo. Una oleada de timidez se apoderó de mí.

—Esto… —tartamudeé—. Voy a darme una ducha. Te sugiero que hagas lo mismo o cogerás una pulmonía.

No se movió, se limitó a encogerse de hombros y a clavar los ojos en el suelo, que era donde parecían estar más cómodos.

—Nos vemos en un ratito. Cuando hayas entrado en calor prepararé algo de comer.

No me volví a mirarle, desconcertada por que no hubiera hecho siquiera ademán de bajarse la cremallera de la cazadora y azorada por mi falta de autoridad sobre aquel muchacho que pronto sería una presencia permanente en mi casa.

Debí de estar más tiempo en la ducha del que creía, porque cuando bajé las escaleras me recibió un sutil aroma a especias y los sonidos de alguien cocinando de forma meticulosa y experta.

—Vaya… —fue todo lo que conseguí decir cuando vi a Joshua troceando con habilidad un pimiento verde con el chisporroteo de unas cebollas al fuego como acompañamiento musical.

Me miró como pidiendo disculpas.

—Tortilla española.

Llevaba unos vaqueros y un jersey grande; el pelo en la cara le tapaba los ojos.

—No sabía que cocinaras.

—Siempre le hacía la comida a mi madre. Espero que no le importe.

Me asaltó un sentimiento de culpa que me resultaba familiar.

—Pues claro que no. ¿Puedo ayudar en algo?

—Pues no encuentro el molinillo de pimienta, pero aparte de eso lo tengo todo controlado.

—Gracias, Josh, es todo un detalle.

—No había muchas cosas en la nevera.

Resultaba extraño pensar que había estado investigando el contenido de mi nevera; una sensación incómoda que no me había esperado me asaltó y al instante me puse mezquina y a la defensiva.

—Es jueves… Normalmente hago la compra los jueves, para el fin de semana. —Pasé a su lado y cogí el molinillo de pimienta del estante de las especias—. Aquí tienes —dije.

—Qué pasada de molinillo.

Lo ridículo del comentario estaba tan fuera de lugar que la tensión de todo aquel día de repente estalló y tuve que reprimir una carcajada. La sensación de que los dos llevábamos demasiado tiempo sin reír nos acercó el uno al otro y convirtió aquel momento en una liberación.

Estábamos riéndonos de buena gana, llorando casi, cuando oímos un golpe seco a nuestra espalda. Levanté la vista y vi a Tyler en la puerta de entrada, la mochila en el suelo, a sus pies. Mientras miraba a mi furioso hijo me pregunté cómo había llegado a convertirse en alguien tan serio, tan enfadado, tan frío.

—Cariño, ha llegado Joshua…

—¿Te crees que estoy ciego?

—Tío…

—Estáis aquí los dos solos de puta madre, ¿no? Por favor, no dejéis que os interrumpa. ¿Queréis que me vaya a otro sitio a vivir? Parecéis estar muy unidos.

—Tyler, por favor, tranquilízate.

—¿Desde hace cuánto sabías que iba a venir, mamá? —Su mirada quemaba.

—Ella no lo sabía, colega…

—Das asco, tío. Eres igual de mentiroso que ella.

—Tu madre no es ninguna mentirosa. Me piré, tío. Llegué anoche cuando estabas dormido. No tenía nada, ni teléfono, ni ordenador, nada. No podía ponerme en contacto contigo, tío. Lo siento, no quería que…

—Me parece que se te está quemando la puta comida.

—Mierda.

Joshua se lanzó hacia la sartén mientras el humo reptaba hacia arriba.

—Échalo en el fregadero —le grité a Joshua cuando vi que iba a tirar las cebollas chamuscadas a la basura.

Apagué el gas y del fregadero subió vapor cuando el agua tibia del grifo entró en contacto con los residuos negros y pegajosos de la sartén.

En cuanto hubo pasado el peligro, me volví hacia Tyler. Solo estaba la mochila y de arriba llegaba el estruendo ya familiar de batería y bajo.

—Lo siento —dije. Irritada. Decepcionada.

—Yo me encargo, no se preocupe. No me refiero solo a limpiar lo de la comida, aunque eso también… Yo me ocupo de solucionar el follón que he montado con Tyler.

—Tú no has montado ningún follón, Josh.

—Claro que sí. —Tragó saliva.

—No, cariño, el problema estaba ya ahí.

Negó con la cabeza.

—Tal vez es mejor que me vaya.

Me sentí dolida y aliviada al mismo tiempo, como en un balancín.

—No, ya verás como todo se arregla. Voy a intentar que Tyler entre en razón. —Mi voz desprendía más confianza de la que en realidad sentía.

Hice ademán de moverme cuando su mano me retuvo suavemente por el antebrazo. Me sorprendí. Tenía la palma caliente de haber estado cocinando y su calor atravesó mi delgado jersey.

—Por favor, señora Jones, déjeme arreglar lo que he estropeado yo. —Su voz era queda, pero su mirada decidida—. Por favor.

Aquella mirada de inmediato me transportó de vuelta a aquel día en el cuarto de baño cuando tenía doce años. Era hipnótica.

—¿Aquí o en el piso de arriba? —traté de quitarle hierro al asunto.

—En los dos sitios.

Estaba a medio metro de mí, pero parecía más cerca. Me recosté contra la encimera y entonces con suavidad me soltó el brazo, salió de la cocina y empezó a subir las escaleras en silencio.

 

 

Después de quedarme de pie en la cocina durante lo que pareció una eternidad, decidí salir a hacer la compra como todos los jueves. Necesitaba llenar la nevera al menos con comida para dos semanas, las que yo estaría en California. Nunca había dejado sola a mi familia, ni siquiera durante una noche, y pensar que tendrían que arreglárselas solos me hizo cuestionarme mis actos. Tal vez Wade tenía razón. Tal vez había destapado la caja de los truenos en nuestro anquilosado hogar y esos truenos destruirían la apariencia de felicidad que habíamos construido. Pero cuando volví, solo dos horas después, entré en la cocina y me encontré a los dos chicos limpiando y bromeando. No tengo ni idea de lo que le dijo Joshua a Tyler, ni idea de qué alquimia utilizó, pero desde luego fue magia.

Les interrumpí en plena batalla de trapos de cocina y enseguida se pusieron a sacar comida de las bolsas. Me sentí un poco como Alicia en el país de las maravillas, pero también profundamente aliviada, y me atreví a albergar la esperanza de que todo saldría bien.

 

 

Una mirada a la expresión de Wade sentados a la mesa aquella noche bastó para destruir esa esperanza.

—¿Y qué pasa si no se la dan? —dijo con la boca llena, una costumbre que siempre me había resultado repugnante.

Se hizo el silencio. Sonido de una boca masticando. Ruidosamente.

—Entonces hablaremos con el señor Hartmeyer y encontraremos otra manera.

Wade dejó caer el tenedor, que chocó contra el plato de porcelana.

—¿Y dónde vivirá?

—¿Por qué hablas de él como si no estuviera aquí? Lo tienes sentado delante de ti.

Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera contenerlas.

—No me importa, señora Jones, de verdad —murmuró Joshua. Apenas había tocado el delicioso risotto de setas ni la ensalada que nos había preparado.

—Perdona, Joshua. Amber tiene razón. Ha sido una grosería por mi parte, pero es que me preocupa la falta de previsión con la que se ha comportado últimamente.

—Ya lo has hecho otra vez.

—¿El qué?

—Has hablado de mamá como si no estuviera aquí.

Tyler parecía estar disfrutando a fondo de la velada.

—¿Qué pasa? ¿Que es la noche de todos contra Wade?

—Oye, yo solo he hecho un comentario… —Tyler se sirvió más risotto—. Tío, te lo digo en serio. Deberías presentarte a MasterChef o algo.

—El risotto está espectacular. —Intenté sonreír y parecer relajada.

—¿Dónde va a vivir? —insistió Wade—. Me refiero a si lo de la emancipación sale mal.

—Como he dicho, cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él.

—Un puente que tendré que costear yo, supongo.

—¡Wade!

Me había hartado.

—Lo siento —dijo Wade sin sentirlo en absoluto y se puso en pie y abandonó la mesa con prisa.

—Bienvenido a la familia, colega.

Era evidente que entre las muchas cosas que Tyler había heredado de su padre estaba hablar con la boca llena.

—Perdonadme. —Me puse de pie—. Josh, la cena estaba exquisita. Gracias.

 

 

Joshua y yo salimos en un taxi al aeropuerto el martes a las siete de la mañana. Él llevaba la bandolera pequeña y el ordenador con los que había venido, sus únicas posesiones materiales. En cambio, yo parecía que estuviera haciendo la mudanza, con una maleta extragrande y, por si fuera poco, dos bolsas pequeñas. Aunque Wade y yo habíamos acordado una tregua temporal durante el fin de semana, se negó a despedirse de nosotros y salió de casa a las seis de la mañana para asegurarse de que no nos veía marchar. Tyler se despidió con un gesto de la mano desde la entrada y me prometió que estaría perfectamente. Sospeché que aquel día no iría a clase, pero por lo menos había madrugado para desearle a Josh suerte con el trámite.

Teniendo en cuenta que durante casi diecisiete años no había salido de casa sin Wade o Tyler, me sentí inesperadamente liberada una vez dentro del taxi.

 

 

Durante el jaleo y el trajín del bullicioso aeropuerto Joshua se mostró convenientemente distante. Con el pelo tapándole los ojos y sus modales suaves, era el complemento perfecto a mi eficacia y nos las arreglamos para hacer el viaje dentro de nuestra burbuja particular. Sin embargo, cuando el taxi californiano se detuvo en un barrio de lo más inhóspito, tuve ganas de darme la vuelta, abandonarlo todo y regresar a mi existencia de pulcras rutinas.

—Bueno —dije con todo el entusiasmo del que fui capaz—. No es exactamente un hogar, pero supongo que para dos semanas puede servir.

—No me importa si prefiere volverse directamente a su casa —dijo Joshua como si me estuviera leyendo el pensamiento—. Lo entendería totalmente.

Era la primera conversación de verdad que teníamos desde que salimos de Boston. Estaba apoyado contra las paredes ligeramente amarillentas del pasillo y yo no pensaba más que en apartarlo de toda aquella mugre. Estaba casi segura de que aquel pasillo había sido blanco inmaculado algún día.

—Joshua, estamos juntos en esto. No hay vuelta atrás. —Mi voz no sonaba convincente—. Vamos a intentar vivirlo como una aventura —añadí más para mí misma que para el adolescente que estaba conmigo en aquel pasillo.

Torció el gesto y me miró con la cabeza ladeada.

—¿Una aventura?

Negó ligeramente con la cabeza e intenté no sentirme ofendida.

 

 

Aunque estaba exhausta, insistí en ir hasta el Walmart más próximo, donde compré productos de limpieza, ropa de cama y otros suministros. Entre los dos limpiamos de manera sistemática lo que parecía ser meses de mugre acumulada en suelos y paredes. Mientras trabajábamos Joshua escuchaba música en sus auriculares, tal y como solía hacer Tyler, y se sumergió en su propio mundo. Me asaltó un sentimiento de irritación que me resultaba conocido, pues había tenido que soportar un comportamiento similar de mi hijo durante demasiados años. Pero justo cuando me disponía a hablarle de ello a Joshua me di cuenta de que estaba disfrutando de verdad con lo que hacía. A diferencia de mi hijo, estaba encantado de esforzarse, parecía por completo a sus anchas.

Para cuando terminamos, el mohoso apartamento de dos dormitorios seguía siendo de lo menos acogedor, pero al menos estaba más habitable. El mobiliario era escaso: un sofá de dos plazas, una mesa baja y tres banquetas debajo de una barra de cocina en el área sin tabicar. Un cuarto de baño con bañera, ducha y retrete separaba los dos dormitorios. En uno había una cama doble y en el otro, una individual. Cada uno tenía una mesilla de madera de pino junto a la cabecera y el de la cama doble, un armario de melamina con espejo incorporado de un tamaño aceptable, aunque algo arañado. Acordamos sin necesidad de palabras que yo me quedaría con la habitación grande y, después de preparar una cena algo escasa a base de huevos revueltos y tostadas, nos desplomamos en nuestras respectivas camas.

Estaba a punto de quedarme dormida cuando me di cuenta de que no había llamado a casa. Encendí enseguida el móvil, enfadada conmigo misma por no haberme acordado de hacerlo antes. Tenía siete mensajes, todos con el tono escueto de Wade. Llamé enseguida con la secreta esperanza de encontrarlo ya dormido. Después de todo, había tres horas de diferencia y ya era tarde.

Contestó al segundo tono de llamada.

—¿Se puede saber dónde te metes? Estaba preocupadísimo. Hace horas que se supone que has llegado. Pensé, por Dios, pensé…

—Lo siento, se me olvidó encender el teléfono al bajar del avión. Estoy bastante agotada, pero bien. ¿Te he despertado?

Oí una respiración fuerte al otro lado de la línea, una técnica que Wade empleaba cuando necesitaba tranquilizarse.

—No es propio de ti olvidarte de algo tan…

—De verdad que lo siento muchísimo, no era mi intención preocuparte. —La cabeza me daba vueltas.

—Ya sabía yo que todo esto era un error… El chico, la adopción…

—Emancipación.

—Lo que sea. Y ahora estás donde no te corresponde.

—¿Y dónde me corresponde estar, Wade? ¿Haciendo de ama de casa feliz en un barrio residencial de Boston?

Ni siquiera sabía de dónde salían aquellas palabras. Estaba cansada y mis labios se movían solos.

—Por Dios, Flor, que llevo toda la noche esperando. —Hizo más respiraciones—. Ahora mismo es que no te reconozco…

—Simplemente se me ha olvidado llamar, Wade. No quiere decir que no estuviera pensando en ti.

Pero la verdad se extendía entre nosotros… Miles de kilómetros de verdad.

—Escucha, me alegro de que estés bien. Nosotros también estamos bien, por si te interesa saberlo, pero ahora me voy a la cama, que ha sido un día muy largo.

—Y que lo digas.

No tenía ni idea de lo que estaba haciendo.

—Te quiero. Que duermas bien.

—¿Wade?

—Dime.

—Nada. Solo que… lo siento de verdad. Buenas noches.

Tardé una hora en dormirme.

 

 

Al día siguiente el mundo amaneció turbio. Jet lag. Sabía que necesitaba poner el cuerpo en marcha o me encontraría mal durante días. Me puse la ropa de correr todo lo silenciosamente que el cuartucho permitía y me encontré a Joshua sentado en la cocina con una taza de café recién hecho.

—No quería despertarla —dijo irónicamente antes de ponerse de pie y servirme un café.

Me senté en el sofá de dos plazas, que se hundió bajo mi peso.

—Gracias por el café.

Siguió con los ojos fijos en su taza mientras yo notaba cómo un muelle del sofá se me clavaba en el muslo. El café estaba amarguísimo.

—Estaba pensando —empecé a decir— que no tienes que ir a trabajar hasta mañana. Tal vez podríamos aprovechar hoy para comprarte algunas cosas.

—Es muy amable por su parte, señora Jones, pero no hace falta.

—Bueno, es importante para la comparecencia. Y quizá también para el trabajo.

Se revolvió en su asiento.

Me terminé el café desesperada por salir a la calle, por tener un poco de espacio. Dejé la taza en la encimera con un exceso de energía que pareció hacer que Joshua se retrajera aún más.

—¿Adónde va? —preguntó con ese hilo de voz que delataba su verdadera edad.

Suspiré.

—A correr, Joshua —dije, tratando de no sonar cortante.

—Perdón.

—No hay nada que perdonar.

Abrí la puerta ávida de asfalto, de aire.

—Esto…, ¿cuándo va a volver?

Ya no recordaba la última vez que había tenido que dar explicaciones sobre mis actos, sobre mi paradero, y una sensación de verdadera ira empezó a apoderarse de mí.

—Dentro de un par de horas como muy tarde —grité mientras cerraba la puerta detrás de mí.

Empecé a correr ya desde el pasillo…, salí disparada.

 

 

En cuanto pisé la acera me sentí débil y egoísta. El pobre chico no tenía más opciones, se estaba comportando como el adolescente que era, al pobre lo habían mandado de un lado a otro, había perdido a su madre, a sus amigos, se esforzaba por labrarse un futuro mejor ¿y yo me irritaba con él? Los remordimientos por mi comportamiento me dieron ganas de volver al apartamento y suplicarle que me perdonara. Pero seguí corriendo. Estaba decepcionada conmigo misma. Yo también había tenido mis sueños, había querido ser algo más para alguien, había querido hacer más como madre y siempre me había quedado corta. Para cuando se serenaron mis pensamientos estaba bastante lejos del apartamento y tenía mucha sed. Siempre llevaba algo de dinero encima cuando salía a correr, por si surgía una emergencia. Me paré en la primera cafetería que encontré y pedí un zumo de naranja natural. Me senté a ver la gente pasar. Había mucha. Personas de todas las esferas de la vida, algunos paseando despreocupados, otros caminando llenos de determinación, otros tan escasamente vestidos que dejaban poco espacio a la imaginación. Mientras contemplaba aquel mosaico de formas y caras tuve lo que me pareció una revelación de lo más conmovedora. A pesar de sus diferencias y similitudes, todos eran, en última instancia, simplemente personas que se enfrentaban a dilemas, celebraciones, dificultades y milagros. Lo único que hacía a una persona única o especial era con quién compartía su espacio, quién o quiénes la querían. Pensé en el joven desgarbado del que había prometido cuidar, que había emprendido con firmeza el largo camino para cambiar de vida, que se había mostrado tan cercano, tan cómodo por escrito y sin embargo tan torpe y exasperante en persona. Pensé en quién era, en lo que le hacía único, y me di cuenta de que la respuesta era yo. Yo y mi familia. Le apreciábamos y pronto le querríamos como a un hijo y como a un hermano. Necesitaba quererle. Quererle de verdad. Solo entonces se convertiría en alguien especial…, solo a través de los ojos del amor llegaría a ser todo lo que podía ser, lo que yo había visto en sus correos. Necesitaba convertirme en la persona que él esperaba, en la madre y la amiga que necesitaba.

Así que corrí de vuelta y a cada paso que daba mi resolución crecía y se negaba tercamente a ver lo equivocado de mi razonamiento. Desesperada por creer que la salvación de Joshua me haría ser mejor, ser más. Mi necesidad ahogando el buen juicio. Sería todo lo que Joshua esperaba de mí; sabría ver lo que le hacía especial y le querría más que el resto del mundo junto.

Pero la verdad cegadora que me obstinaba en ignorar, la realidad que me negaba a ver, era que Joshua ya era especial por sí mismo.

 

 

—¿Joshua?

Desde la puerta, el apartamento daba la impresión de estar vacío.

—¿Josh? Ya estoy aquí. —Me pregunté si se habría marchado.

Entonces escuché aliviada ruido en su habitación.

—¿Josh?

—Enseguida voy.

Hablaba con un hilo de voz. Salió un minuto después. El pelo le tapaba los ojos, pero estaba colorado.

—¿Estás bien? —Busqué sus ojos.

De inmediato apartó la vista y se sorbió la nariz, avergonzado. Toda la determinación de la que me había armado mientras corría se esfumó. Saltaba a la vista que era infeliz; tal vez estaba empeorando las cosas. Me avergoncé de mí misma.

—Voy a darme una ducha rápida y luego he pensado que podíamos ir a hacer algo de compra. ¿Te parece?

Se dejó caer en el sofá con una revista sobre monopatines tapándole la cara.

—Vale.

—Vale.

 

 

Me siguió lánguidamente de tienda en tienda. Estaba completamente abatido y no demostró interés alguno por las distintas prendas y zapatos que le pedí que se probara. Solo se animó un poco en la tienda de calzado deportivo, donde señaló un par de zapatillas Nike con un tímido gesto y cuando se las probó asintió. En todas las otras tiendas, incluso en la de monopatines, se mostró apático. Cada vez que me asaltaba la irritación, me aferraba a la revelación que había tenido por la mañana, pero después de diez tiendas no fui capaz de seguir con la farsa. Cuando le sugerí que ya estaba bien para un día pareció aliviado, lo que me hirió profundamente. Sin embargo, verlo marchar a su primer turno de trabajo con zapatillas nuevas, unos vaqueros que sí eran de su talla y un jersey verde aplacó algo mi impaciencia. Decidí que había valido la pena, aunque me dijo que tendría que ponerse la camiseta naranja brillante y la gorra ridícula que constituían el uniforme del personal. A pesar de ello me sentí satisfecha. Yo le veía y eso era lo importante.

 

 

Mientras Joshua estaba en el trabajo me dediqué a preparar los documentos legales que necesitábamos presentar en el juzgado y a rellenar varias solicitudes para su primer semestre en una escuela de Bellas Artes. Llamaba a casa al menos dos o tres veces al día y me aseguraba de que la última llamada a Wade fuera al anochecer, para así poderles dar las buenas noches a Tyler y a él. Al principio me preguntaban cosas al tuntún, como dónde estaba esto o lo otro, o cuándo se suponía que tenían que sacar la basura, pero después de unos pocos días ese tipo de preguntas se agotó. Las sustituyeron largos silencios que se volvían más incómodos a cada llamada. Se me ocurrió que tal vez ya no hacía falta en mi propia casa. Había pensado que mi ausencia les resultaría insoportable, que propiciaría la unidad familiar, pero más bien fue como si mi presencia fantasmal quedara olvidada en menos de una semana. Les había dejado provisiones, instrucciones y listas por toda la casa para asegurarme de que se las arreglaban en mi ausencia, pero parecían estar haciéndolo demasiado bien. Había caído en desuso, o quizá ya lo estaba desde hacía tiempo y mis funciones eran menores e importantes solo en mi imaginación.

Para distraerme me puse al día en mis lecturas y amplié el circuito de mis carreras, visitando zonas que no había llegado a conocer cuando vivía en el otro extremo de la ciudad. Cuando Joshua volvía de trabajar intentaba entablar conversación con él, pero siempre se disculpaba y se metía en su cuarto. Un pensamiento aterrador empezó a empañar mi revelación… ¿Quién cuidaba de mí?

Al cabo de una semana ya se había establecido entre nosotros una extraña rutina, que consistía en que yo salía de mi habitación vestida para correr y Joshua me esperaba en la cocina con una taza de café. Pero cuando llegó el domingo, el día que libraba, me lo encontré en la puerta con una botella de agua y sus zapatillas Nike nuevas. Tenía la espalda apoyada en la pared, las piernas cruzadas y la barbilla firmemente apoyada en el pecho.

—¿Eh? —Fue lo único que conseguí decir cuando salí de mi habitación.

Sin apenas levantar la vista, Joshua descorrió el cerrojo. Tenía una manera de moverse que era muy poco común. Sus gestos parecían desprenderse de su cuerpo como si no le costaran casi esfuerzo, y sin embargo cumplían su cometido. Estaba quieto, retraído, encorvado, y al minuto siguiente se ponía elegantemente en movimiento.

La puerta estaba abierta.

—¿Vas a…? ¿Quieres venir…? —Intenté ordenar mis ideas sin ningún éxito.

Salió por la puerta.

Le seguí.

—Después de la última vez que salimos juntos no pensé que te apeteciera —dije cuando empezamos a correr por un cruce desierto.

Volvió la cabeza para comprobar si venían coches. Si yo hubiera esperado una respuesta, que no era así, no iba a tenerla.

Corrimos en silencio. Al cabo de pocos minutos me di cuenta de que ya no sentía la irritación de antes. Era evidente que estaba dejando a aquel muchacho estar conmigo como él quisiera, con sus propias condiciones. No me agobiaba. De hecho, mientras escuchaba el ritmo de nuestras pisadas sobre el asfalto intuí un cambio especial, la posibilidad de una conexión. Cuando oí que empezaba a jadear, bajé el ritmo. No dije nada, no me detuve, me limité a aflojar un poco la marcha hasta que su respiración se normalizó.

Reduje la ruta a seis kilómetros y medio. Cuando volvimos al apartamento le miré.

—No está mal. Sigue así y en dos años podrás correr el maratón de Boston.

Jadeaba, pero me miró de reojo con esa sonrisa suya algo ladeada que dejaba adivinar un hoyuelo.

—Creo que se impone una ducha —dijo y se limpió un goterón de sudor de la nariz—. Las damas primero.

—Yo voy a hacer el desayuno. Pasa tú.

Me puse a trabajar en la cocina. Cuando empecé a cortar fruta para empezar el día con una comida saludable, reparé en que el cuaderno pequeño de color azul en el que Joshua a menudo garabateaba estaba abierto sobre la barra de la cocina. Lo cogí con la intención de dejarlo en la mesa baja cuando unas pocas palabras me llamaron la atención: «Devorado, dormí con la oscuridad».

Intenté ignorarlas, pero no podía apartar los ojos de ellas.

 

Eché raíces en el vientre del demonio,

esperé la luz no digerida,

lloré lágrimas ácidas acurrucado en el sabor a fuego vivo.

 

Cesó el sonido del agua. Josh había salido de la ducha.

 

Me pellizqué las venas, los huesos, el alma.

Imploré mi liberación.

Imploré mi destrucción.

 

Más ruidos en el cuarto de baño.

De repente tenía la boca seca… Era la primera vez que atisbaba el sufrimiento al que en realidad se enfrentaba Joshua y quería saber más. La necesidad era imperiosa. Pensé que tenía un minuto o dos antes de que saliera.

 

Me ha engullido el Rey del Sufrimiento.

Estoy dentro de su ser.

¿Soy yo él? ¿Lo soy?

¿O estar dentro de la Bestia me ha cambiado?

¿Podría saberlo convertirme en salvación?

El torrente de…

 

Se abrió la puerta y volví a dejar el cuaderno en la barra de manera que —esperaba— no se notara que alguien lo había profanado. El corazón me latía desbocado; estaba segura de que la vergüenza se me leía en la cara.

—Gracias —murmuró, mientras se sentaba con elegancia en la incómoda banqueta con un solo movimiento. Cogió la libreta azul y la cerró, apartando su contenido de miradas ávidas.

Incapaz de mirarle, tragué una cucharada detrás de otra de muesli y fruta. Luego me fui a la ducha sin dirigirle la palabra. No pareció importarle.

 

 

Nunca volvió a dejar fuera la libreta azul. A partir de entonces se la llevaba en la bandolera cuando iba a trabajar y la guardaba en su habitación cuando estaba en casa. Como si intuyera que no estaba a salvo, que alguien la buscaba.

Durante los días siguientes repasé mentalmente sus palabras una y otra vez. Me preguntaba adónde se había ido el adolescente al que tan bien había llegado a conocer durante todos esos meses de intercambiarnos correos. Estaba ahí, dentro de aquel ser que forcejeaba en la oscuridad y pasaba los días melancólico, pero yo sabía que de alguna forma esa parte de Josh se me había escapado. Las dos semanas de silencio y su repentina aparición habían puesto fin a la cercanía de nuestra relación y no tenía ni idea, al igual que me ocurría con mi propio hijo, de cómo recuperarla. Pero no por ello iba a dejar de intentarlo.

 

 

Dos noches antes de su comparecencia, Joshua trabajó un turno doble y aproveché la oportunidad para investigar un poco. Quería saber más de lo que podía esconderse detrás de sus silencios, encontrar la manera de recuperar su confianza. Así que la traicioné. Esta vez de forma intencionada.

Acababa de ducharme y me disponía a irme a la cama cuando recordé una vez más aquellas poderosas palabras de su libreta. Habían estado dando vueltas, entrando y saliendo de mi cabeza durante los últimos días y ya no podía seguir ignorándolas. Me gustaría poder decir que peleé con mi conciencia durante más de un minuto. Sí hay algo, no obstante, en mi absoluta falta de premeditación que me permite sentirme un poco menos avergonzada…

Una vez en su cuarto, di la luz de arriba. La decoración era escasa, así que no había muchos sitios donde esconder algo. Recordaba muy bien haberle visto salir sin su bandolera aquella mañana, probablemente porque tenía turno doble, y empecé mi búsqueda. Traté de memorizar dónde estaba cada cosa para que no me pillara, pues no se me habían olvidado las repercusiones que había tenido mi incursión en el ordenador de Tyler solo unos meses atrás. Pero en la bandolera solo encontré el portátil, algunos papeles, unos cuantos cómics y un bloc de dibujo con una caja pequeña de lápices y una goma. Me sentí tentada de mirar los bocetos, pero mi misión era otra. Ahora que lo pienso, ojalá los hubiera mirado, habrían explicado muchas cosas, me habrían ayudado a entenderle, pero no lo hice. No los vi hasta mucho tiempo después, cuando ya era tarde.

Dejé todo tal y como lo había encontrado y proseguí mi búsqueda en un cajón de la mesilla que había junto a su cama y que estaba extrañamente vacío, a excepción de un paquete de pañuelos de papel. Abrí los armarios y se me encogió el corazón al ver sus ropas nuevas cuidadosamente dobladas junto a las viejas y gastadas. Había una distinción clara entre la ropa «buena» y la mala que me infundió una ternura que solo quien ha sido padre puede comprender. Aún no había tirado las deportivas rojas agujereadas, que levanté para ver si la libreta estaba escondida en el fondo del armario. Miré debajo de la almohada, también debajo del colchón y me sentí nerviosa y desalentada. Estaba segura de que Joshua no se había llevado nada aquella mañana y sin embargo no había ni rastro de la libreta. Estaba a punto de apagar la luz y salir de la habitación cuando tuve una última idea de dónde podía haberla escondido. Me tumbé de espaldas junto a la cama. Había el espacio justo para meter la cabeza debajo del somier y allí, en el rincón del otro extremo, estaba la libreta, fijada a la cama con cinta adhesiva.

Me reí de mis pésimas dotes detectivescas y la desprendí, ansiosa por devorar su contenido. Inspiré profundo, me senté en el duro suelo de madera y abrí el cuaderno.

 

Para ti…

 

Era como si las dos primeras palabras me hubieran estado esperando.

 

Es todo para ti

yerma como eres

perdida como sé que estás

presa de tu afán por complacer

quizá una mañana despiertes

quizá un hermoso día

te despiertes y me encuentres esperando

y des el único paso que tiene sentido

puedes caminar en cualquier dirección

puedes correr a mis brazos

porque solo en ellos

solo en ellos

encontrarás lo que nunca supiste que estabas buscando

y te diré

te susurraré al oído

mientras duermes

mientras descansas

que todo era para ti

mi amor

era todo para ti

para ti

 

No sé por qué, pero mientras mis ojos recorrían cada una de aquellas palabras cuidadosamente escritas empezaron a escocerme. Leí el poema tres veces y para cuando llegué a la última palabra había empezado a llorar. Me asombraba que Joshua, ese chico silencioso, melancólico, enigmático, hubiera escrito palabras tan emotivas. Cautivada, pasé la página.

Me hundo era el título del siguiente poema, pero antes de que pudiera empezar a leer oí una llave en la puerta. Me entró pánico, cerré la libreta y a toda prisa volví a fijarla debajo de la cama, pero la cinta adhesiva ya no pegaba y solo conseguí sujetarla por un lado. Colgaba del somier balanceándose y las páginas aleteaban revelando su vulnerabilidad a la oscuridad de debajo de la cama. La puerta se cerró, las pisadas se acercaban y no había tiempo que perder. Corrí al interruptor, apagué la luz y salí por la puerta, donde me choqué con Joshua. Por un instante los dos permanecimos callados, jadeando, yo por el pánico y él por el susto. La única luz que había ahora salía de mi habitación, cuya puerta estaba ligeramente entreabierta, por lo que apenas pude distinguir sus ojos profundos que me taladraban, me buscaban, como si lo supiera todo.

Di un paso atrás y me crucé de brazos.

—Qué pronto has vuelto.

—Ha entrado un chico nuevo y me pidió hacer mi turno. Necesita el dinero y me dio pena… —Se interrumpió. No había dejado de mirarme ni un segundo y en el silencio que siguió me sentí traspasada. Oía mi respiración agitada mientras me esforzaba por controlar los latidos desbocados de mi corazón.

—Pues me alegra que ya estés en casa.

Sonreí para que dejara de mirarme y quise pasar a su lado.

Para ti —dijo en voz muy queda. Las palabras que había usado de título para su poema—. Para ti —repitió y recordé el tono de voz que había usado en el pasillo de mi casa aquel día después de mi discusión con Wade y cómo me había tranquilizado.

—¿Me decías algo?

Tenía la boca seca y me sentía extraña, mareada.

—Que duerma bien, señora Jones.

Me dejó pasar.

—Tú también, Josh —dije y por fin dejó de mirarme.

Me fui a mi habitación. Mientras abría la puerta, desesperada por encontrarme a salvo en mi espacio privado, su voz me detuvo:

—¿Buscaba usted algo en mi cuarto?

—Solo estaba mirando si habías llegado.

La mentira era evidente y me sentí pequeña, ridícula. Joshua se acercó a mí y levantó una mano. Cerré los ojos sin saber qué esperar mientras deslizaba con suavidad sus dedos entre los mechones de mi pelo. Cuando los abrí me miraba de nuevo y en la mano tenía un pelusa de gran tamaño, una bola de polvo esponjosa que evidentemente se me había pegado del suelo debajo de su cama. La dejó caer entre los dos.

—Buenas noches, señora Jones.

Se volvió y se fue a su habitación mientras yo intentaba recuperar un mínimo de compostura.

De nuevo me vino a la cabeza una pregunta que más de una vez me había hecho cuando estaba con Joshua: ¿Qué había sido eso?

Madre perfecta
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