10. Fiesta en Zeryna
SE detuvieron frente al edificio más grande y vistoso de la ciudad. Ante él se extendía un parque muy bien cuidado, con árboles de todas clases, fuentes y grandes macizos de flores. Los jardineros estaban regando; olía a césped recién cortado y a tierra húmeda.
—Es la casa de Pirreno Zyr —anunció Rispérim.
Atraídos por la noticia de la llegada de unos extranjeros, zeryneses de todas las edades se agolpaban a la entrada del parque. Al parecer, la presencia de rosados no era frecuente en la ciudad.
—¡Cómo nos miran! —dijo Mela, un poco asustada—. «Lula» se va a poner nerviosa.
Los zeryneses adultos comentaban en voz baja. Los niños se dividían en dos grupos: los asustadizos que se escondían tras las faldas de sus madres, y los atrevidos. Uno de éstos se acercó a Ustrum y le tiró del pelo. Afortunadamente, Rispérim les hizo pasar al interior del recinto, separándolos de los curiosos.
—Esperadme aquí —dijo—. No os mováis hasta que yo vuelva… Y no temáis nada de esos tontos. Son curiosos, pero no os harán daño.
Diez minutos más tarde regresó para recoger a los chicos. Para entonces el grupo de fisgones se había reducido a la mitad.
—Vaya, algunos mirones se han cansado ya —dijo el Guardián en voz alta—. Pues los restantes se van a quedar sin diversión. Andando, niños.
Entraron en la mansión de Pirreno, Cuestor de Zeryna. La decoración seguía el estilo aristano clásico: suelos de madera, habitaciones de forma Irregular y ventanas que no debían servir para nada, ya que la luz venía de unos agujeros circulares abiertos en el techo. Las claraboyas estaban cubiertas con vidrieras: el sol, al atravesarlas tomaba el color de cada cristal.
Mela creía hallarse en el escenario de sus cuentos favoritos. Aquella casa podría pertenecer a un hada de los bosques, o tal vez a una familia de gnomos… Bueno, a los gnomos les resultaría demasiado grande, pero…
—¡Bienvenidos! —dijo alguien, sacando a Mela de sus ensueños—. Con la mano del corazón os saludo, extranjeros que pisáis mi hogar.
Habían llegado a un salón ovalado. Al fondo había varias sillas y un sillón ocupado por el cuestor.
«Nadie te confundiría con un hada —pensó Mela, defraudada—. Como mucho, te tomarían por un duende. Y por un duende muy feo, además».
Pirreno Zyr se incorporó y estrechó las manos de los viajeros. Hizo que éstos se acomodaran y, mientras les servían comida y bebida, se retiró a un rincón con el Guardián.
—Tiene un aspecto de lo más inofensivo, ¿no os parece? —dijo Pirela.
Los cuatro dirigieron la vista hacia Zyr: observaron su pequeña figura de piernas arqueadas y su barba canosa y rizada como la lana de una oveja.
—Es igual que el gnomo malvado de mis cuentos —dijo Mela—. Rispérim es mucho más elegante, aunque lleve ropas gastadas.
Los demás opinaban como ella.
—Sí, pero no creáis que el cuestor es tonto —les advirtió Aralia—. Tened cuidado al responder sus preguntas.
El interrogatorio fue bastante largo. Pirreno era astuto, pero los niños siguieron el consejo de Aralia y se mostraron tranquilos.
—De modo que perdisteis las ropas amarillas ¿eh? —preguntó Pirreno—. Desde luego, vuestro caso no es común que yo sepa nunca han caído cuatro exteriores de una vez…, pero dejemos eso. El problema es qué hacer con vosotros. Debo enviaros con familias aristanas.
Aralia se apresuró a intervenir.
—Conozco esa ley, señor. Está establecido que antes consulte con otros Guardianes. Entretanto, yo querría cuidar de los chicos.
—Claro, claro… No obstante, tú eres una rosada. No considero conveniente dejarte su tutela.
Los niños palidecieron. Si los enviaban con familias de la Arista, sus planes nunca se llevarían a cabo.
—¡Espera, señor duen… digo, Cuestor! —dijo Mela, levantándose de la silla—. Si el Guardián de las Montañas se hace cargo de nosotros, ¿nos permitirías ir con Aralia?
Pirreno meditó unos instantes.
—Sí. Siempre y cuando Rispérim acceda, naturalmente.
Aunque no parecía muy contento, el viejo dio su conformidad.
—Entonces, todos de acuerdo —anunció el Cuestor—. Volveréis al bosque, pero no sin visitar Zeryna. Desde ahora sois mis huéspedes y se os tratará como tales.
Se despidió con una inclinación de cabeza, a la cual correspondieron los chicos. Al agacharse, la piedra azul que colgaba del cuello de Pirela se deslizó fuera del vestido. Su resplandor atrajo la atención de Pirreno.
—¿Qué es eso, muchacha? —preguntó intrigado.
—Es… una piedra.
—Por supuesto. ¿Cómo se llama?
—Pues, en realidad, no tiene un nombre especial. Yo la llamo piedra azul.
El Cuestor hizo girar el mineral entre sus dedos, admirado de aquel brillo que se transformaba en chispas de luz azulada.
—Un nombre muy vulgar para un material tan hermoso —dijo—. Nunca he visto algo semejante —al notar la agitación de Pirela, añadió—: Soy geólogo aficionado, pero la idea de arrebatarte tu piedra no se me ha pasado por la cabeza. Tranquilízate, niña.
A continuación les informó sobre la situación de sus habitaciones y los dejó solos. Mela corrió a besar al Guardián.
—¡Gracias! Eres un sol, Rispérim.
—Te has portado muy mal, Mela, poniéndome en un compromiso con el Cuestor. Pero no cantéis victoria todavía, picaros exteriores. Y ahora vamos a nuestras cámaras.
Aralia se adelantó a la pregunta de Mela.
—Eso significa «habitación».
La niña sacó su libreta y tomó nota.
PASARON UNAS HORAS inolvidables en Zeryna. Les estaba permitido entrar y salir a su antojo en compañía de Rispérim. Lo peor era que el anciano no quería pasear por la ciudad, pues le disgustaba la curiosidad de la gente.
—Deberían ir a trabajar en vez de perseguimos como idiotas —rezongaba—. No los soporto. ¡Moscones, eso es lo que son!
Zeryna era tan hermosa como tranquila. A los visitantes les maravillaba aquel aire peculiar de la ciudad, salvaje y civilizado al mismo tiempo. En lo que respecta a sus habitantes, todos tenían vocación de jardineros. Los padres enseñaban a los hijos a cultivar las flores y el huerto familiar. Según les dijo Rispérim, los concursos de flores de Zeryna tenían fama en la Arista.
Mela caminaba junto al Guardián. A las dos horas, su amigo conocía al dedillo la corta historia de la niña rosada. Exceptuando, como es lógico, el viaje a través de las Grandes Montañas. Mela se lo hubiera contado, pero los mayores se lo habían prohibido terminantemente.
—Como te iba diciendo —continuaba la niña, incansable—, tenemos unas centrales de treptano que funcionan solas. Hay una en cada Valle.
—¡Qué cosas! —repetía el viejo—. No acierto a comprender ese mundo vuestro, tan complicado.
Llegaron a una plaza bordeada de tilos. Anochecía. Los zeryneses acudían en grupos, cargados con unas enormes cestas de comida.
—La oscuridad nos protege de los cotillas —suspiró, aliviado, el Guardián.
Se sentaron y sacaron la comida, Ustrum dijo que la cocina aristana le gustaba tanto como la del Exterior.
Rispérim sonrió complacido.
—Aquí disponemos de lo mejor en verduras y frutas, aunque yo no soy tragón. A decir verdad, apenas como.
—Se te nota —dijo Mela, descarada—. Estás más flacucho… Bueno, Us también lo está, pero él se zampa todo lo que pilla.
El niño se defendió.
—Necesito alimentarme después de un viaje tan largo… por aire, quiero decir —añadió, al comprender que se había ido de la lengua—. El vuelo cansa mucho, ¿verdad, niñas?
Rispérim no sospechaba nada.
—Si yo tuviera que dejarme arrastrar por el viento —dijo—, me desmayaría de la impresión.
Se puso en pie y sacudió las migas que salpicaban sus pantalones.
—A dormir, jóvenes. Mañana nos levantaremos al amanecer.
Las habitaciones que Pirreno les había reservado resultaron ser amplias y acogedoras. Una cortina servía de puerta; delante de ella encontraron tres pares de botas blancas y un cuarto par de color anaranjado.
—Las blancas son para nosotras —dijo Aralia—. Las otras son para ti, Ustrum.
Mientras las chicas se las probaban, Ustrum apartó la cortina y entró en el cuarto, cada esquina contenía una cama protegida con visillos. Una fuente de piedra ocupaba el centro de la habitación. Al lado de cada cama había un paquete cuidadosamente envuelto.
—Son ropas zerynesas —comprobó el niño—. Fijaos, chicas: las han elegido de nuestra talla.
Cuando Rispérim pasó a darles las buenas noches y los halló vestidos de aristanos, no pudo contener una exclamación de sorpresa.
—¿Sois vosotros de verdad? Esas ropas os sientan muy bien, pero es hora de que os pongáis los camisones Espero que la música no os desvele: hoy hay fiesta en Zeryna y las canciones se oyen desde muy lejos. Hasta mañana, chicos.
Tal como el Guardián había dicho, la música se colaba a través del agujero del techo. Para escucharla mejor, Aralia apoyó los pies en la fuente y descorrió la vidriera.
—Debe tratarse de un concurso floral —dijo—. A los aristanos les gusta organizar verbenas y bailes al aire libre. Comen, bailan y se divierten mucho.
—¿No podríamos ir nosotros? —preguntó Pirela—. Sólo un ratito, para ver cómo es.
—Imposible. Si el Cuestor se enterara, nos meteríamos en un buen lío.
Pirela no se dio por vencida:
—De lejos, nadie notará nuestro color. Y podríamos taparnos la cara, que es lo único visible; los vestidos nos cubren las piernas y los brazos.
Aralia paseó por el cuarto, pensativa.
—¿Taparnos la cara? —dijo—. ¡No! Hay un sistema mejor.
Salió al pasillo y regresó con un frasco de cristal.
—Aquí os traigo la solución. Las aristanas suelen maquillarse con esta crema azulada para acentuar su color. He cogido un tarro de la esposa de Pirreno. Pintados con ella, nadie nos reconocerá.
—Yo me pondré guantes —dijo Pirela—. Me pintaré la cara solamente. ¿De dónde has sacado este potingue?
Aralia había descubierto la crema en un cuarto de baño de la planta baja. Los dueños de la casa se habían ausentado; seguramente, pensó la chica, estarían presidiendo los festejos. Así pues, entró en las estancias particulares sin el menor escrúpulo y cogió el tarrito del armario donde la señora Zyr guardaba sus cosméticos. Si la dueña hubiera vuelto de improviso, sorprendiendo a su invitada con la crema, no se habría enfadado.
Esta tolerancia, que a los habitantes de otros planetas les resultará bastante rara, es habitual entre los lumbanicenses y también entre los aristanos. Piensan que las cosas, al ser sustituibles, no tienen mucho valor. En cambio, son muy suspicaces con sus plantas y huertos. Consentirían que cualquiera usara sus objetos personales, pero se enfadarían si esa persona cortara una flor sin permiso, por poner un ejemplo.
Una vez maquillados, los chicos salieron a la calle y siguieron a unos grupos de zeryneses que se dirigían al baile. Por el camino, Aralia les hizo una serle de advertencias.
—Hablad lo imprescindible cuando haya gente cerca Vuestro acento exterior se nota mucho. Y nada de llamar la atención, ¿eh, Pirela? Te has puesto muy guapa pero es mejor que los chicos de la localidad no se den cuenta.
El sendero se abrió de pronto en un extenso claro rodeado de pinos. El lugar central lo ocupaba la orquesta. Alrededor de ella giraban las parejas al compás de las narelinas y las arpas. Después había un espacio cubierto de mesas. Una multitud de zeryneses contemplaba los bailes entre bocado y bocado, con aire de tranquila indulgencia.
—Aún queda una última advertencia, dirigida a las dos jovencitas —dijo Aralia—: si un chico os invita a bailar y deseáis aceptar, responderéis «sí» por tres veces. Si sólo lo decís una vez, el pobre chico creerá que le habéis rechazado. Recordadlo por si acaso, aunque espero que nadie os saque a la pista. Con el calor podría correrse el maquillaje.
—Vale, vale —dijo Ustrum, emocionado a la vista de la comida—, pero daos prisa.
Ocuparon una mesa y se confundieron con el gentío. Zeryna al completo asistía al baile. Las mujeres lucían sus mejores vestidos y se adornaban con guirnaldas de flores. Algunos tocados eran tan artísticos que, a decir de Ustrum, las muchachas que los llevaban parecían macetas andantes.
—¡Ay, Pirela! —dijo Aralia en voz baja—. Creo que ese muchacho viene a invitarte. Ten cuidado.
Un zerynés de aspecto simpático se acercó a Pirela y le sonrió.
—¿Puedo tener el honor de bailar contigo?
La falsa aristana olvidó los consejos de Aralia y respondió que sí. El joven, decepcionado, se dio la vuelta.
—¡Boba! —cuchicheó Mela—. Te has olvidado de los tres síes.
—¡Sí, sí, sí! —se apresuró a decir Pirela.
Instantes después se esforzaba en seguir el compás fijándose en las demás parejas.
—Lo hace bien —comentó Aralia—. ¡Menos mal!
Mela, mientras, esperaba una pareja: el tiempo transcurría y nadie la invitaba.
—Vamos, Ustrum —ordenó, cansada de aguardar—, como los zeryneses no me invitan, tendrás que hacerlo tú.
El niño se esforzó noble y caballerosamente en armonizar sus pasos con los de Mela, pero los resultados no fueron demasiado satisfactorios. Por eso, cuando el Cuestor anunció un concurso de danza libre, Mela lanzó a su pareja una mirada de profundo disgusto.
—¡Qué desastre! ¿Acaso no merezco algo mejor? ¿Acaso…?
A Pirela le iban bien las cosas. Aralia notó que la pareja de su amiga era la más admirada.
«Ojalá no gane —pensó—. Si el Cuestor la reconoce…».
Procuró acercarse a la muchacha y advertirle del peligro, pero la multitud se lo impidió. Acababa de fallarse el premio a favor de Pirela y su compañero, decisión muy aplaudida por el público.
La pareja triunfadora subió al estrado de la orquesta para recibir el premio. Éste consistía en dos grandes cestas de fruta que recibirían de manos del propio Pirreno. Pirela se inclinó exageradamente, esperando que el pelo le tapara la cara.
—Un premio merecido —dijo Pirreno Zyr.
Aralia contuvo la respiración. Veía un pedazo de cordón asomando por el escote de Pirela y recordó el interés que el Cuestor había demostrado aquella mañana por la piedra.
«¡Que no salga el colgante! —deseó en su interior—. ¡Que no salga, por favor, Dios mío!».