8. Fimo llega
«EN primer lugar, debo deciros que no soy aristana, sino exterior, como vosotros, y que nací en el grupo dé Ni. Como veis, somos compatriotas. Hace siete años salí del Valle Azul con mis padres y mi hermano, volando sobre la Arista vestida con el traje de viento. Una ráfaga de aire me separó de los demás. Fueron unos minutos horribles: caía y caía en medio de la niebla, sin ver nada y gritando de miedo.
»De pronto choqué contra algo y perdí el conocimiento. Tuve mucha suerte, pues vine a caer encima de este roble y las ramas amortiguaron el golpe. Un joven aristano me encontró en este mismo lugar, desvanecida, y me llevó a su casa para curarme. Así inicié mi vida en la Arista, con la familia de Fimo, el muchacho que me salvó.
»Durante los primeros meses lo pasé muy mal. Lejos de mi pueblo y de mi familia, supe que estaba condenada a quedarme aquí para siempre. Al principio, todo me causaba extrañeza: el acento aristano, sus ropas, las comidas, las casas… Pero lo verdaderamente difícil fue comprender su manera de pensar, son diferentes de nosotros en muchos aspectos, sobre todo en uno: su absoluta falta de curiosidad. Temen los cambios, lo nuevo, lo desconocido. No desean conocer a los exteriores y miran con desconfianza a los que hemos caído aquí por accidente. Pero bueno, eso vais a tener ocasión de comprobarlo dentro de poco.
»Los aristanos son muy amantes de las tradiciones; sus jefes se llaman Guardianes de la Arista y su misión consiste en conservar las cosas como en los siglos pasados. En parte, el resultado es bueno: respetan la naturaleza, aman sus bosques y son excelentes agricultores, pero, por otro lado, los Guardianes impiden el avance de las ciencias y del arte. Desde hace varios siglos, la Arista no ha conocido un poeta, un pintor o un científico original.
»Creo que la llegada de nuestros antepasados, en tiempos de la Gran Vergüenza, los asustó y contribuyó a su aislamiento. Todavía hoy piensan que nuestras tierras están cubiertas de cenizas y que nuestro mundo es ruidoso y sucio, lleno de máquinas grasientas. Y hay incluso quien sospecha de nosotros, los exteriores caídos en la Arista, y nos consideran espías o algo así.
»Pocos días después de mi accidente fui conducida ante uno de los Guardianes; me preguntó cómo había caído y me envió de nuevo con la familia de mi amigo, que cuidó de mí durante tres años.
»Por esas fechas yo había cumplido dieciocho años y había olvidado mis esperanzas de volver a casa. Entonces sucedió que el padre de Fimo, Vemo Bigil, fue nombrado Guardián. A partir de ese hecho mi vida al lado de los Bigil se volvió más y más difícil, pues Vemo es un hombre cabezota y muy racista.
»Fimo y su madre querían que me quedara con ellos, pero yo decidí marcharme lejos y buscar un hogar. Regresé a este bosque, junto al viejo roble que me salvó en mi caída, y aquí construí mi casa. Al cabo de unos meses, Fimo y Linay, su madre, vinieron a visitarme. Entre los tres hicimos los muebles y plantamos semillas en el huerto.
»Han pasado dos años desde entonces. Al padre de Fimo no le agrada que su hijo y su esposa viajen hasta mi bosque, pero ellos se escabullen cuando pueden. Precisamente, hoy es el día en que mi amigo suele venir, aprovechando la reunión de la Junta Local de Guardianes. Y… nada más. Ya sabéis quién soy y cómo he vivido. ¿Hay más preguntas, Pirela, o estás satisfecha?».
Pirela bajó la mirada. En cambio, Mela hizo una pregunta.
—¿Por qué son tan malos esos Guardianes? ¡Hay que ver! Dejarte sola, sin padres ni amigos…
Aralia esbozó una sonrisa.
—No es que sean malos. Verás: es su modo de defender la Arista. Para ellos, los pueblos exteriores represe tan un terrible peligro.
—Pero nuestra gente es tan pacifica como la que más —dijo Ustrum.
—Sí, claro. El problema es que los aristanos no nos creen. Tampoco os creerán a vosotros cuando habléis con ellos.
Mela la interrumpió.
—¡Yo no quiero hablar con los Guardianes! ¿Dejarás que nos escondamos en tu casa, Aralia?
—Por supuesto. Por desgracia, creo que el Guardián de las montañas os ha visto y vendrá a buscaros antes o después. Bueno, más bien después; ayer cogí vuestros zapatos y fui dejando huellas falsas por todas partes. El pobre Guardián debe andar bastante despistado, pero es probable que aparezca esta misma tarde.
Iniciaron un paseo bajo las encinas. El día estaba cálido y tranquilo.
—Me encanta este sitio —confesó Pirela—. Lo que no comprendo es su clima; lo mismo hace frío que calor.
—A mí me ocurría igual al principio —dijo Aralia—. Luego me dijeron que en la Arista hace calor durante unos meses y frío el resto del año. Hay cuatro épocas llamadas estaciones, y ahora estamos en los últimos días del verano. En seguida se irá el calor.
Los exteriores la contemplaban con la boca abierta, verdaderamente, aquel Valle les reservaba muchas sorpresas.
Al atardecer, Aralia comenzó a sentirse inquieta. Después de dar docenas de vueltas por el jardín, subió a la copa del roble por una fila de estacas clavadas en el tronco.
—¡Eh, chicos! —gritó desde arriba—. ¿Queréis subir?
Pirela y Ustrum estaban deseándolo, pero Mela ni siquiera se atrevió a intentarlo. Al pie del árbol, sintiendo una pizca de envidia, vio cómo alcanzaban una plataforma de madera donde los esperaba Aralia.
Aquella plataforma parecía segura y contaba con una barandilla. Pirela, de todas formas, procuró no mirar hacia abajo y se dedicó a admirar el paisaje. A un lado estaban las Grandes Montañas; al otro, sobresalían unos picos afilados y desiguales.
—Ésa es la Cresta —dijo Aralia estremeciéndose—. Entraremos al Valle Amarillo por allí.
Los niños cruzaron una mirada llena de sorpresa. Pirela preguntó:
—¿Piensas venir con nosotros, Aralia?
—Si nadie se opone, sí.
Pirela y Ustrum lanzaron un ¡«Viva Aralia»! que se oyó en todo el bosque. Mela, aburrida, preguntó si los de las alturas se habían vuelto locos.
—¡Aralia nos acompaña a casa! —contestó Pirela.
Al inclinarse para responder, salió de su camisa el colgante con la piedra azul que habían cogido en la ciudad.
—¿Qué llevas ahí? —se interesó Aralia.
La chica se lo enseñó y le contó su origen.
—Tiene un color maravilloso —se admiró Aralia—. En la Arista no existe este mineral. Procura que nadie lo vea, Pirela… —se interrumpió de repente y se quedó inmóvil, como si escuchara algo—. ¡Es Fimo! ¿No oís los cascos del caballo?
A su lado, Ustrum contuvo el aliento. Oía ya el ruido de las herraduras golpeando el suelo y su corazón galopaba al mismo ritmo que el animal.
—¡Cómo corre! —exclamó entusiasmado—. ¡Y tiene un pelo largo y negro como el tuyo, Aralia!
El sonido de los cascos se fue aproximando y cesó bruscamente. Mela había desaparecido tras los macizos de dalias, temblando de miedo; pero, a los pocos segundos, la curiosidad la impulsó a sacar la cabeza.
—¡Socorro! —chilló—. ¡Ayudadme!
El recién llegado se quedó con la boca abierta, una niña exterior había salido de entre los arbustos, causando bastantes destrozos en las dalias, y se había encerrado en el roble pidiendo auxilio. Luego, bajaron del árbol dos extranjeros más y, por último, apareció Aralia. Fimo se dirigió a ella.
—¿Qué significa esto? ¿De dónde salen estos tres rosados?
La chica se echó a reír a carcajadas.
—¡Qué despistada soy! —dijo—. Olvidé advertir a los chicos que los aristanos tenéis la piel de otro color. Llevo aquí tanto tiempo que vuestro aspecto me parece lo más natural del mundo, pero a ellos no les sucede lo mismo.
El aristano se miró las manos que, como el resto de su cuerpo, eran de color azul pálido. Unos metros más allá los niños le observaban aprensivamente.
—Vamos al roble —dijo Aralia—. Ya hace un poco de fresco.
Una vez en el árbol, Aralia explicó al aristano la historia de los niños. Al final del relato, Fimo se levantó y tendió la mano izquierda.
—Con la mano del corazón os saludo —dijo—. Sed bienvenidos al Valle de la Arista.
—Gracias —respondió Mela—, y perdona mis gritos de antes. Nunca había visto hombres de color celeste, pero me acostumbraré pronto.
Durante la cena charlaron poco, pero a los postres la conversación se había animado bastante. Mela quiso recitar una poesía, la misma que declamó antes de entrar en el pasadizo. Su instinto le aconsejó no recitar una de su cosecha; o tal vez no fuera su instinto, sino un puntapié disimulado de su hermana.
Afortunadamente, Fimo resultó ser un buen aficionado a la lírica… o, al menos, estaba muy bien educado.
—Yo no soy poeta —dijo—, pero en cierto modo soy músico.
—No te pases de modesto, Fimo —intervino Aralia—. Saca la narelina y toca un poco para los visitantes.
Los niños esperaron con gesto perplejo. Ignoraban en qué consistía la narelina. Fimo sacó de su morral una curiosa flauta, si pudiera llamarse así. Se componía de dos cañas en forma de uve, en cuyo vértice acopló Fimo los labios, cada una de sus manos se colocaba sobre un tubo y los dedos del aristano iban de un agujero a otro produciendo una música tan melodiosa como extraña.
—¿Os ha gustado? —preguntó Aralia cuando su amigo terminó la canción.
Ninguno contestó: estaban como hechizados. Y es que la narelina poseía un don especial; su sonido creaba imágenes fantásticas en la mente de los oyentes, visiones fugaces y bellas que se desvanecían con las últimas notas de la canción.
—¡Es lo más rimbombante que he oído nunca! —exclamó Mela. Fimo le dio las gracias, aunque la palabra «rimbombante» era nueva para él.
Aralia explicó que la narelina era el instrumento preferido de los aristanos. Su origen se perdía en las sombras de un pasado remoto, una antigua leyenda hablaba de cierto pájaro de plumaje azulado, último superviviente de una especie a extinguir. El pájaro, además de cantar como ninguno, también podía hablar; no se limitaba a repetir palabras, sino que entendía su significado y era capaz de crear sus propios pensamientos con más juicio que muchos humanos.
Antes de morir, aquella ave azul quiso perpetuar la memoria de su especie. Primero intentó transmitir su sabiduría al hombre, pero no lo consiguió. «Puesto que los humanos son demasiado torpes para comprender mi enseñanzas, les dejaré mi canto», dijo el pájaro, y enseñó a un pastor cómo se construye la narelina.
—¡Qué historia tan romántica! —se extasió Mela—. ¿Nos contarás más leyendas de la Arista, Aralia?
—Sí, pero en otra ocasión. Ustrum está impaciente por ver el caballo de Fimo, ¿verdad?
El niño se levantó de un salto y salió fuera. Las dos hermanas le siguieron.
Fimo y Aralia se quedaron solos. El joven preguntó:
—¿Vas a marcharte con los chicos, Aralia?
—Sí. Ahora conozco el modo de salir y no podría vivir tranquila en tu país. Quiero ver a mis padres y a mi hermano. Lo comprendes, ¿verdad?
—Claro que lo comprendo. Pero dime, Aralia: ¿volverás algún día?
Ella se retorció las manos nerviosamente.
—Volveré, Fimo. Y, aunque no lo creas, siento mucho dejar la Arista.
La llegada de los niños interrumpió su conversación. Aralia les explicó que el Guardián aparecería pronto y los conduciría a Zeryna, la ciudad más próxima. Allí vivía Pirreno Zyr, uno de los Guardianes de mayor rango.
—No os preocupéis: yo os acompañaré. Sé cómo tratar al Cuestor de Zeryna.
—Si te vas, el jardín quedará abandonado —dijo Fimo—. Yo cuidaré tus plantas en tu ausencia. No puedo ir a Zeryna porque el Cuestor me conoce y se lo contaría a mi padre.
Cogió el morral y levantó la cortina de la puerta.
—Os deseo un buen viaje —dijo.
Mela le dio un beso de buenas noches.
—¿Dónde vas a dormir? —le preguntó.
—Cerca del bosque, en cualquier rincón.
—¡Pobre! Ten cuidado con ese Guardián de las Montañas. Acuéstate en un sitio donde haya hojas secas y, así si viene él, escucharás sus pisadas y podrás atizarle en la cabeza con un palo —aconsejó, agresiva.
—¡Bien pensado! —bromeó Fimo y saltó sobre su caballo—. Hasta la vista, y suerte.
En el roble sonaron voces hasta muy tarde. Cuando los chicos se durmieron, el bosque recuperó su calma nocturna. Dentro del árbol sólo se oían los ronquidos de Pirela, que se había dormido boca arriba.
—¡Hay que ver! —rezongó Ustrum—. Mañana le diré que ronca como un oso y tendrá la cara dura de negarlo. ¡Estas mujeres!