6. El final del túnel
A las siete y cuarto sonó el despertador musical. En esta ocasión, sus melodías no fueron bien recibidas, a Mela tuvieron que arrancarle la manta a tirones, en vista de que los argumentos verbales no surtían efecto.
Dedicaron la mañana a explorar la pared este. En vano. Después de la comida continuaron buscando. Pirela no ocultaba su disgusto. Por suerte, Ustrum encontró algo que le hizo olvidar su mal humor.
—¡Un madroño! —gritó el niño. Señalaba un arbolito cuajado de frutos anaranjados—. ¡Un verdadero madroño!
—Ya lo hemos oído —gruñó Mela—. ¿Qué tiene de particular?
Su amigo estaba consultando el libro de especies extinguidas.
—Sus frutos son comestibles. Aquí aseguran que están muy ricos, voy a comprobar si dicen la verdad.
—Si intentas subir hasta el árbol te vas a partir la cabeza —le advirtió Pirela—. Allá no suben ni las cabras.
—Claro. Si pudieran llegar se habrían comido todos los frutos. Yo los cogeré con ayuda de mi excelente puntería.
—¡Ustrum siempre tan modesto! —se burló Mela.
Sin embargo, tuvo que reconocer la habilidad del muchacho lanzando piedras. Las bolitas caían rodando hasta sus pies, donde las niñas las recogían.
—Reservadme algunos para examinarlos —dijo Ustrum. Pensaba anotar más tarde las características botánicas del árbol; por el momento, le Interesaban más las de tipo gastronómico.
—Estos descubrimientos científicos me fascinan —dijo Pirela con la boca llena—; espero que haya otros árboles con frutos comestibles dentro de la Arista.
Continuaron andando hasta el lugar donde el valle terminaba; las paredes de la cordillera se unían encerrando la ciudad en un desfiladero. Cerca de allí había una cantera. Los chicos averiguaron entonces de dónde provenía aquel extraño mineral azul.
—Esta montaña parece de cristal —dijo Pirela—. Voy a coger un trocito de roca. Me lo llevaré de recuerdo. Ustrum le ofreció uno.
—¿Te gusta esta piedra? Tiene forma de lágrima, ¿ves?
—¡Oh, gracias! Y ahora, volvamos a la ciudad. La entrada no se encuentra por esta zona.
Regresaron a su casa y se sentaron en el viejo jardín. Mela, aburrida, se levantó y se entretuvo contemplando las estatuas que adornaban el patio. Representaban a adolescentes de ambos sexos, vestidos con graciosas túnicas cortas. Unos estaban tumbados mirando al cielo; otros, cómodamente sentados, tenían un aire pensativo, mientras los restantes dormían sobre un almohadón de piedra.
A falta de cosa mejor, la niña se distraía imitándolos. Iba de una a otra escultura procurando no alborotar. Sus compañeros seguían de mal humor, sobre todo Pirela.
Llegó a la última estatua y se detuvo frente a ella. Era una figura de niño esculpida en mármol. Su mano derecha señalaba hacia abajo. El dedo índice de la mano izquierda, colocado sobre sus labios, indicaba silencio. Mela lo observaba con atención. Para verlo mejor dio un paso atrás, tropezó con una loseta y cayó al suelo. El golpe se lo llevó la parte más sufrida de su cuerpo.
—¿Te has caído? —le preguntó Ustrum, que se apresuró a ayudarla.
—¡No hagas preguntas estúpidas! —chilló Mela—. ¿No ves que estoy en el suelo?
—Te digo que no es nada. Has caído encima de una losa, pero está hueca y amortiguó el golpe, ¿ves?
Dio una patada y la baldosa resonó sordamente bajo su pie. El niño se sobresaltó.
—¿Has oído, Pirela? Ahí abajo hay una oquedad.
—¿Una qué? —Mela no comprendió la palabra.
—Un hueco, un espacio vacío —aclaró Pirela—. Aparta, Us. ¡Vamos a levantar la piedra!
Lo intentaron, pero pesaba demasiado.
—Esperad —dijo Ustrum, sudoroso—. Traeré un palo para hacer palanca.
Regresó del río con una rama bastante gruesa. Entre Mela y él lograron alzar la losa unos centímetros, los suficientes para que Pirela introdujera la rama. Entonces empujaron con todas sus fuerzas. La piedra cedió, descubriendo una especie de sótano.
La abertura era aún demasiado estrecha para que los mayores pudieran entrar. Apartar totalmente la loseta les costó un buen rato de esfuerzo.
—Veo unas escaleras excavadas en la roca —observó Ustrum—. ¿Quién quiere bajar?
—¡Yo no! —contestaron al unísono las hermanas.
—Pues yo tampoco, voto por que nos quedemos fuera hasta mañana. No tengo ganas de dormir en un pasadizo apestoso.
Las chicas se mostraron conformes. Aquellos días pasados bajo tierra habían resultado angustiosos y no tenían prisa por repetirlos.
—Tiene gracia —comentó Pirela—: al final, la entrada estaba a la puerta de casa, como quien dice.
Mela continuaba restregándose las posaderas.
—Gracias a mi poesía descubrimos el paso de la cascada, y ahora hemos encontrado el túnel gracias al porrazo que me he dado. ¿Qué me pasará la próxima vez?
—Te romperás las narices —bromeó Ustrum—. Será muy trágico y poético, ya verás.
Subieron al dormitorio, comieron y se acostaron Junto a una ventana.
—Aunque parezca mentira, me gusta dormir en el suelo —dijo Pirela—. Me he acostumbrado en el túnel.
—Pues yo prefiero mi cama, y «Lula» igual. La echo de menos, y también el beso de papá y mamá antes de dormir. ¿Qué harán ahora? Ustrum lanzó un suspiro.
—Vuestros padres y los míos deben estar muy preocupados. Y mi padre, en particular, se sentirá furioso, ¡pobre de mí, cuando me tenga al alcance de la mano!
—No te apures, —dijo Pirela, optimista—. Llegaremos en triunfo al Valle Amarillo. Los Responsables nos felicitarán y nuestros padres no nos reñirán, aunque lleven deseándolo mucho tiempo. Delante de la gente no les gusta hacerlo, ya lo sabes.
Ese discurso sobre psicología paterna no tranquilizó al niño.
—No estoy seguro. Ojalá ocurra como dices, pero… Todavía charlaron un rato. La luz oscilante de las estrellas se colaba por la ventana y se posaba sobre las tres figuras inmóviles. Hacia la madrugada se levantó un viento frío, pero ellos no lo notaron.
Se despertaron al alba. Engulleron un rápido desayuno y bajaron al jardín.
—¡Vamos allá! —dijo Ustrum resignado. Encendió una linterna y comenzó a descender por la escalera.
—¡Huele fatal! —protestó Mela, que bajó en segundo lugar.
—Huele a cerrado —dijo su hermana—. Cualquiera sabe cuántos años habrán transcurrido desde que el túnel se bloqueó.
Afortunadamente, los escalones de piedra se mantenían en buen estado. Pronto pudieron caminar juntos, con gran alegría para Ustrum. Aunque no lo confesara, estaba harto de ir el primero en todas las ocasiones desagradables.
—No sé por qué bajamos tanto —dijo Mela preocupada—. Siempre que se baja hay que subir después. ¡Y las vamos a pasar moradas cuando nos toque la subida!
En seguida comprobaron que Mela llevaba razón. Habían desembocado en una gruta de grandes dimensiones. El suelo estaba pavimentado con losetas del mineral azul y las paredes limpias de todo adorno. El único ornamento consistía en una columna que ocupaba el centro de la cueva. Al fondo distinguieron una escalera, esta vez ascendente.
—En la columna hay algo grabado —observó Pirela—. Sacó un diccionario y empezó a traducir. Es una frase escrita en lúmico, el antiguo Idioma de nuestro pueblo Se hablaba en todo el planeta, incluso en las Aristas, si hubiera estudiado más, no me vería ahora en este apuro.
Ustrum y Mela leían y releían las palabras esculpidas en aquel arcaico lenguaje.
—PORINTE PASSO NOMAS QE AZULES PONDE PASSAR. AH TRASS OSI ROSADOS —leyó Ustrum a trancas y barrancas—. ¡Menuda lengua! Sólo entiendo tres palabras: paso, pasar y azules, lo cual demuestra que éste es el camino acertado.
—Yo creo que dice: «Tomad por este paso azul y podéis pasar. Atrás hay osos y rosales» —tradujo Mela.
Su hermana soltó una carcajada.
—Pues no es así. Esa frase no contiene una invitación, sino una advertencia: «Por el interior del paso sólo los azules pueden pasar. Atrás todos los rosados».
—¿Y qué significa? —preguntó Mela—. ¿Algo malo?
—Lo ignoro. Los azules deben ser los antiguos habitantes de la ciudad azul. En fin, lo que me preocupa ahora es esa terrible escalera. Da la impresión de ser interminable.
La ascensión fue muy fatigosa. Con las piernas embotadas, cargados y respirando mal, aquellas horas de subida se les hicieron eternas. Sin embargo, valió la pena el esfuerzo. Un último peldaño los depositó en el interior del Valle Encantado, junto a un camino consumido por las lluvias y por el tiempo. Ese camino conducía a la Arista.
—¡Lo conseguimos! —exclamó Ustrum—. Hemos llegado, ¿verdad, Pirela?
—Sí. Creo que estamos en uno de los montes del Valle de la Arista. Cuando lo rodeemos podremos ver el país, pero ya casi es de noche.
—¡Qué pena! —dijo la pequeña—, sólo hay un sendero que da vueltas y vueltas. Nada de bosques, ni caballos, ni madroños…
—Ten paciencia —le recomendó Pirela—. Verás todo eso y más.
Acababa el día. A lo lejos, como borrones de color oscuro, se marcaban los bosques. Los caminantes no los vieron, ocupados en mirar el suelo para no tropezar. Cuando se hizo noche cerrada pararon al lado del camino y sacaron las provisiones. Pensaban terminarlas completamente.
—¿Comeremos mañana? —se preguntó Ustrum en voz alta—. Los pantalones me quedan anchos. Todos hemos adelgazado en este viaje.
—Yo confío en recuperar mi peso allá abajo, gracias a la hospitalidad aristana. Su comida será buena, espero…
—No te hagas ilusiones —le aconsejó Mela, pesimista—. ¿Y si son antipáticos y avaros? ¿Y si comen sapos y porquerías por el estilo? ¿Y si…?
Pirela se enfadó.
—¡Cállate ya, cuervo! ¿No eres capaz de imaginar algo bueno, para variar? Anda, vete por ahí con tu «Lula» y cuéntale a ella las cosas tan horribles, tristes y peligrosas que nos aguardan. Os divertiréis mucho las dos.
Mela, ofendida, se separó de los demás. Se sentó sobre una piedra y pronto se quedó dormida. Los mayores la arroparon con su manta, pero ella no se enteró de nada. Durmió de un tirón toda la noche.
Al día siguiente fue la primera en despertarse. Cuando recordó que estaba en la Arista, se frotó los ojos y miró a su alrededor ansiosamente.
—¡Oh, no! —dijo—. ¡Siempre igual! Nubes y nubes, como cuando volamos por encima.
Una capa de nubes blancas cubría la Arista, ocultándola totalmente. Enfrente, en la lejanía, asomaba una cordillera parecida a la que acababan de atravesar.
Mela corrió hacia los otros y los despertó sin contemplaciones. Pirela frunció el ceño.
—Sí que es mala suerte… Entonces, las leyendas que hablaban de un país cubierto de una niebla eterna son ciertas.
—Pues yo no quiero ir a ese lugar tan feo —dijo su hermana—. Si las leyendas dicen la verdad, habrá monstruos, o topos…
—¿Gigantes y seres así?. No, hermanita. No cabrían por los pasadizos.
Ustrum consultó el reloj.
—Es muy temprano —dijo—. Lo más probable es que las nubes se deshagan cuando el sol empiece a calentar.
Su predicción se cumplió. Las nubes se evaporaron lentamente, formando grandes islas de vapor que flotaban en el cielo. Y, al fin, la Arista Encantada se dejó ver. Encajada entre las dos cordilleras, era como un largo cinturón verde. En la llanura alternaban campos y prados con colinas pobladas de árboles. A la derecha había una mancha brillante: el mar.
Silenciosos, los tres viajeros admiraban el paisaje. Y Mela, la poetisa, sintió que la belleza del Valle Encantado no podía expresarse con palabras. Por primera vez en su vida, la pequeña lumbanicense comprendió la otra poesía, esa poesía que no necesita rimas ni versos, ni siquiera palabras, porque está más allá del alcance de los hombres: la poesía eterna de la naturaleza. La Vida.